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Crítica:El cine en la pequeña pantalla
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Apoteosis del melodrama

Nació y se educó William Wyler en Francia. A los dieciocho años, en 1920, no obstante, ya estaba en Hollywood, en la cola de la fama. Era un hombre refinado, brillante y muy culto, que no tardó en obtener un lugar en el sol, al lado de los grandes patanes del cine de barraca en que aprendió el oficio. Y lo aprendió ciertamente bien abajo: realizando entre 1925 y 1929 nada menos que veinte westerns de puro consumo, que hoy nadie recuerda.Con la llegada del sonoro, Wyler cambió de orientación. Los jefes de los estudios le destinaron, tal vez por su alto nivel mundano, a géneros más esquinados y sofisticados. Comenzó por la comedia y, muy pronto, dio muestras de dominar los recovecos psicológicos de los personajes de estas, por lo que se le encasilló en dramas sentimentales, complicados, con tipos retorcidos, en el borde mismo del melodrama. Y a este llegó Wyler, como quien llega a su casa, con ademanes de amo y señor.

Entre 1937 y el final de la guerra mundial, Wyler realizó una decena de melos de excelente factura, que han quedado como insuperables ejemplares de la edad dorada de este género: recordemos Jezabel, en 1937; La carta, en 1940; La zorra en 1941; La señora Miniver, en 1942 y Los mejores años de nuestra vida, en 1945. Cumbres Borrascosas, primera y más famosa versión de la novela de Emily Bronte, es de 1939, unos meses antes de que Wyler hiciera un paréntesis westerniano entre tanta lágrima, con su mejor película, El forastero. Sin duda, cuando rodó Cumbres, el talentoso Wyler estaba en su momento.

Para que este gran dramón victoriano sonara con sus auténticas vibraciones de amor loco, a Wyler y al guionista, Ben Hecht, los estudios les concedieron una cabecera de reparto con dos estrellas británicas jóvenes, pero de primera magnitud y, sobre todo, de rara, tenebrosa y magnética presencia, dos prototipos, casi arquetipos, de la cosmogonía lacrimógena posterior a Dickens, que es el marco literario de la obra de las hermanas Bronte, y en especial de la misteriosa y apasionada Emily. Merle Oberon y Laurence Olivier, que ya estaban instalados en Hollywood con éxito, fueron catapultados por Wyler al estrellato absoluto, después de este filme.

Tras la guerra mundial, y a causa del éxito de sus melos, Wyler se convirtió en uno de los directores de mayor audiencia de Hollywood, lo que le permitió salirse, en parte, de su cerco de amanuense a sueldo de los estudios, para hacer sus propias películas, o al menos a su modo y manera. Y desde Brigada criminal a El coleccionista, pasando por Horizontes de grandeza y Ben-Hur, Wyler se destapó como un autor sin palabra propia, dios de sus peores filmes, porque los mejores, que son los de los años del melo, tenían dioses ajenos.

Cumbres borrascosas es, como los otros melodramas de Wyler, un filme cuyo patrón está cortado por la política de los estudios, una película de las llamadas de prestigio o de calidad, pero, en el fondo, de serie, prefabricada. Lo que ocurre es que se trata de una prefabricación muy solvente y de una fabricación matemática, sin balbuceos, en cierta manera perfecta. La cámara del gran Gregg Toland, uno de los genios de la fotografía en el cine, hizo maravillas de soltura y precisión entre la tenebrosa belleza de la historia y de los rostros que la interpretan. Y en medio de tan excelentes intérpretes y técnicos, Wyler no necesitó ordeñarse los pelos para extraer un película que se ve con fascinación y sin esfuerzo. Una excelente película de equipo, más que de autor, con tinieblas cuadriculadas, el grifo de las lágrimas perfectamente dosificado y el almacén de las emociones bien provisto y en hora tonta.

Cumbres borrascosas se emite mañana a las 22.00 por la segunda cadena.

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