Junto al escritor Ramón Carnicer
La última vez que le vimos fue hace unos pocos meses. Subimos Carlos Pujol y un servidor por aquellas empinadísimas, silenciosas y orilladas calles del putxet en el barrio de San Gervasio, que compartió un día con algunos insignes vecinos, no menos silenciosos: Marià Manent, Joan Perucho o el propio Pujol.
Nos esperaba en su casa a media tarde, y aunque hacía mucho tiempo que no le veíamos parecía un hombre incólume, acaso porque era alto y fuerte como un álamo de su tierra. Habló de su quebrantada salud, pero lo hizo con tanta dignidad y delicadeza que se resistía uno a creerle. Fue, en el orden de los acontecimientos íntimos, una de las más memorables experiencias: casi ciego como estaba ya, no pudo contemplar la maravillosa vista que se columbraba a esa hora desde aquel nido de águila: el Tibidabo, los tejados de Barcelona y, al fondo, el mar. Hubiéramos pensado que estábamos en Lisboa, o en Trieste, o en Alejandría, ante un escritor mitológico, un heterónimo de Pessoa, de Svevo o de Cavafis, tan lejos parecía de todo, y tan humano.
No es sólo que fuese el escritor, de cuantos ha conocido uno, que mejor hablaba en castellano y el castellano, sino uno de los que mejor lo ha escrito en nuestro tiempo en obras de una ejemplar modestia cervantina: basta leer sus memorias, Friso Menor, o alguno de sus libros de viajes por la Cabrera, por Castilla-La Vieja o por Extremadura, que le valieron en su día merecida fama de hombre libre, ecuánime e independiente, o sea, de difícil. Hay en todas y cada una de esas páginas siempre un homenaje a la lengua de donde nacen, y una voluntad expresa de claridad y decencia que, unidas a la nobleza de su porte romano, le hacían creer a uno que, habiendo sido profesor, era también la encarnación del algún viejo y noble patricio de la Institución Libre de Enseñanza. Sólo así se explica el estoicismo con que llevó los desaires que suele reservar esta tierra a sus hombres más valiosos. Amaba como pocos los matices en la lengua, en las historias que contaba, en la vida menuda y memoriosa (le interesaron más siempre los humildes que los poderosos, los sencillos que los solemnes, los poetas que los intelectuales), y es cierto que hacía ya muchos años que su estrella había declinado en el fosco firmamento de las letras. De alguna manera ése es el sino de los nonagenarios condenados a ver morir a sus amigos y a presenciar cómo caen en el olvido tantas obras, propias y ajenas. Su nombre es posible que no les diga mucho a los más jóvenes, pero vivimos de los matices igualmente: sólo porque alguien minucioso como Ramón Carnicer amó la lengua en la que escribió, podemos los demás, con menos talento que él, intentar una vida libre, ecuánime e independiente.
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