Las campanas pierden su voz
Durante años José Porto interpretó el lenguaje del tañido para su parroquia
Lo narran las crónicas de Almanzor: cada vez que los regimientos árabes se proponían conquistar una nueva villa gallega arramblaban con las campanas como signo del orden social. Suya era la voz de alarma y suyo fue durante siglos un lenguaje propio y complejo, plagado de riquísimos significados que mezclaban lo divino con lo mundano. Lo profano con lo religioso.
A medida que las nuevas tecnologías fueron avanzando parte de ese significado desapareció y de ellas sólo se conservan ahora restos que languidecen en la memoria de los mayores, última generación en comunicarse a través del badajo.
Sacristán durante años en la parroquia de Arnoso (Ponteareas), José Porto (Arnoso, 1940) se lleva la mano a la frente mientras bucea en sus recuerdos. En 1955, con 14 años, entró al servicio de la iglesia de San Lorenzo como responsable de las campanas. Cobraba 30 pesetas por trabajo y su responsabilidad consistía fundamentalmente en estar dispuesto a pelarse las manos tirando de una cuerda atada a los badajos. "Tocaba jornada y media por cada difunto, aunque muchas familias pedían más para remarcar su riqueza".
Además de su función religiosa, el badajo servía para alertar de los fuegos
Cuanto más duraba la llamada, más rico demostraba ser el difunto
Cada caso requería de un código distinto, creado a partir de carreras de un tañido agudo seguido de 25 graves. Por los hombres se tocaban cinco carreras. Por las mujeres cuatro. En el caso de los anxeliños, recién nacidos, o niños muy pequeños, se aplicaba este último código pero repicando en celebración de quien se marcha de este mundo sin haber pecado. Los barrios tenían además su propia seña, asignada en función de si estaban situados en la zona alta o baja del río. Un dato que ya ha devorado el olvido.
Pero no todo era rezo. En una Galicia cuyo rural carecía de iluminación pública, agua corriente y otro medio de comunicación que el boca a boca, el tañido de las campanas desempeñaba también una importante función social. Cuando había un incendio se tocaba a fogo, que consistía en batir las dos campanas de manera reiterada y frenética. Hasta que, como recuerda José, "con el jaleo se te ponían los nervios de punta".
Era la única manera de que los vecinos se movilizasen y empezasen a a acarrear calderos de agua. Otro tanto ocurría con las procesiones de fiesta, en las que el ritmo del tañido marcaba el inicio de una jornada de vino y banquete que difuminaba lo religioso. Sin embargo la utilidad mayor de las campanas residía en su capacidad para marcar el tiempo. Y es que en una época en la que muy pocas muñecas lucían reloj el toque a Angelus o a misa de tarde era la única manera que tenían los parroquianos de saber a qué hora podían abandonar el campo.
Entre recuerdo y recuerdo, José se para en seco para lamentar que todo ese lenguaje se esté perdiendo. En Arnoso se siguen tañendo las campanas, pero nadie recuerda ya la diferencia entre tocar para un funeral, la misa que sigue al entierro, o para un cabo de año, el primer aniversario de un pasamiento. Lo mismo sucede con la cuarta campanada que antiguamente cerraba el aviso a misa, caída en el mismo olvido que ya se ha tragado el intrincado código con el que se marcaban las fases de un entierro, desde la llegada del féretro a la parroquia hasta su entrada en el templo. Un patrimonio que en la Galicia de los cincuenta servía para cobrar lo que cualquier otro jornalero y concedía a quien lo poseyera un nombre y lugar dentro de la comunidad.
Imágenes y tañidos aparte, el recuerdo más vívido que conserva José es el de los vecinos que se pasaban por su casa para pedirle que "tocase bien". Una manera delicada de invitarlo a que alargase su horario hasta primeras horas de la noche para remarcar así la buena posición económica del difunto. Eran otros tiempos y otros los signos de distinción social.
En los mismos años en los que el rural gallego sobrevivía gracias a la leche llegada desde EE UU y se sostenía de espaldas a la cartilla de razonamiento con la técnica del estraperlo, ser sacristán era una manera fácil de sacar un pequeño sobresueldo que, en función del mes, podía llegar a las 90 pesetas. Pero sobre todo era el mayor signo de distinción al que podía aspirar un joven: disfrutar de una relación cercana con el párroco y guardar las llaves del templo.
Porque junto a los tañidos, José recuerda también una buena cantidad de anécdotas que le ocurrieron ejerciendo de campanero. Como una tarde lluviosa en la que él y sus amigos utilizaron las llaves de la iglesia para guarecerse en el templo y, una vez allí, invitaron a unas chicas de Vigo a pasar. O la cantidad de rumores que sobrevolaban la sacristía referentes al sacerdote. Recuerdos vagos todos, que pese a los versos que dedicaron al tañer de las campanas maestros como E. A. Poe, amenazan hoy con perderse en el olvido.
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