"Sueño con la misa del domingo"
En Galicia hay 712 enclaves con un solo habitante, que suele resistirse a dejar el lugar mientras espera los días de fiesta para que vuelvan los que marcharon
No es la mejor hora, las nueve, noche cerrada, para visitar a Emérita en su casita del bosque. Emérita Cuíña Abel, 90 años, huérfana de hija y de marido, viuda ya de todo, abre la puerta antes de que nadie llame. La soledad le ha afinado el oído y, a una edad que encierra a todos en una burbuja de silencio, Emérita escucha hasta las pisadas en la hierba del sendero que lleva a su casa. Se conoce que hace poco que pasó una cuadrilla municipal a segarle el camino, porque cuentan en Palas que aquello era una selva y los tojos medrados cegaban la entrada.
Ginio, el esposo de Emérita, era minero en Villaseca (León) y murió hace dos décadas, con los pulmones de piedra, en el hospital de Ponferrada. La mujer y la hija, enferma desde los dos años, regresaron a Palas. Con los ahorros, Emérita construyó un caseto de ladrillo sin enlucir en Agro, cerca de Pena da Merla y a 15 kilómetros de la capital del municipio. Hace un lustro, a la chica, cada vez más disminuida, se le agudizaron los ataques, quedó postrada en el catre y murió, según Luis, el cuñado de Emérita, "por algo que tenía en la cabeza". Entonces Emérita quedó definitivamente sola, con su perro, con sus gatos, y para matar el vacío llenó aquella cabaña húmeda, sin baño, sin calor, sin nevera, sin teléfono, de muebles y trastos que fue apilando.
Emérita se pone a gritar: cree que vienen a buscarla para llevarla a un asilo
Si le flojea el ánimo, Emilio pulsa el botón de la teleasistencia
Emérita es huraña, pero tiene sus motivos. Casi nadie la quiere bien y pocas veces recibe visitas. Hasta Vilar de Donas se extiende la leyenda de que la vieja amasa una fortuna en subsidios "por la hija tonta y el minero" y esconde todo el dinero en "la chabola". Su hermana Antoñita y su cuñado viven en Santa María de Carteire, la cabecera parroquial, y desmienten todo eso: "Emérita cobra cuatrocientos y pico euros". Pero Antoñita no suele ir por Agro, y si sabe que la mayor sigue viva es porque alguien le cuenta que aún ayer la ha visto bajando por la pista, unos tres kilómetros a pie, hasta la iglesia. En realidad, después de que Emérita echase de su casa a aquella gente del alcalde que quiso ayudarla, a su puerta ya no llaman más que el panadero, que le deja una bolla cada ocho días, y el taxista, que la lleva a Palas a cobrar la pensión a primeros de mes (7,50 euros ida, 7,50 vuelta) y que, periódicamente, sin necesidad de que lo llame, le hace la compra y se la sube: todo cosas que se guardan sin frío.
No son horas, las nueve, para visitar a Emérita en su casa del monte. Luis se ha ofrecido a venir de acompañante por lo que pueda pasar. Pero la presencia del cuñado todavía asusta más a la anciana, que asoma su figura negra al resquicio de la puerta y empieza a gritar que no piensa ir a un asilo. "Si quiero tengo a la familia de mi marido. En Friol tengo quien me acoja. ¡Tengo quien me acoja! ¡Tengo quien me acoja! ¡Pero no quiero! Yo ya sé que vosotros venís a quitármelo todo". "¡Que no, mujer, que no venimos a llevarte!", intenta calmarla Luis, pero Emérita no se calla, y al final el cuñado entra al trapo y le suelta que los dos últimos vecinos de Pena da Merla preparan su penúltimo viaje: "¡Pues la Hortensia y el Juan se van a una residencia, y entonces sí que te vas a quedar sola!"
En Galicia, según el Instituto Nacional de Estadística, 712 personas han quedado sin vecinos. Son las únicas almas de unos asentamientos fantasma, porque los demás han muerto o se han ido. Pero ellos, pese a la soledad y los achaques, se resisten, como Emérita, a dejar sus reductos. Cuando se mueran, estos lugares pasarán a engrosar la lista de los pueblos que ya no son, hoy 1.261. Aunque las cuentas del INE son sólo aproximadas, y hay que decir que también contabiliza como núcleo con cero habitantes la Zona Franca de Vigo. Los municipios peor parados en esto del abandono son Ortigueira y As Pontes, Ourol, Muras, As Somozas y Palas.
Con la lista oficial actualizada hace 15 días por este organismo, buscando las aldeas sobre el terreno en Palas, Agolada, Melide o Santiso, se descubre que la mitad de los datos están equivocados. O viven más personas de las que dice el censo o ya han pasado a mejor vida, hace un año o dos, los últimos que contaban los ordenadores desde Madrid. Por contra, los vecinos señalan otros muchos lugares que no aparecen en la estadística y en los que sólo vive una persona. Emérita, por ejemplo, no existe en estas fichas del Estado.
Pero Emilio, en el lugar de Traspenas, parroquia de Santa Eulalia de Artoño, Agolada, sí que figura en el recuento. Emilio Fernández Penas vive la soledad de una forma muy distinta que Emérita. Su casa blanca, adosada a un pazo "de mil años", arreglada con lo que sacó de la venta de las vacas, está abierta a todo el mundo y, aunque vive separado, los vecinos de Artoño lo han elegido alcalde pedáneo. Todo el mundo lo conoce, todo el mundo lo quiere, todo el mundo le ayuda cuando tiene un problema. La gente de Artoño se ha ido yendo a Vigo o a Bilbao. Los vecinos sólo vuelven por las fiestas y, el resto del tiempo, algunos confían a Emilio el cuidado de sus gallinas, sus conejos, sus ovejas o sus perros.
Emilio tiene 77 años y aspira a vivir los 100 que llegó a cumplir su madre, "aunque sin perder, como ella, la memoria". Quedó viudo de Pilar, "la mujer más bonita de la comarca", hace 18 años. Y su única hija, que iba para maestra local pero "no encontró padrino", montó una perfumería en Ourense.
Ahora, vive solo con sus animales, sus limoneros y la huerta que cultiva, pero las ausencias no le han hecho olvidar esa higiene que es, para Emilio, como una religión. "Todo el mundo tiene que ducharse a diario, pero los viejos más, porque el agua la dio Dios. Y hay que afeitarse y echarse un chiflazo de colonia, que el buen olor da buen humor". Y así pasa la semana hasta el sábado, que lo visita "la niña" para limpiarle la casa y traerle en fiambreras la comida lista para seis días. Y cuando Mari Fe, bien entrada la tarde, se vuelve para Ourense, Emilio enciende la Cope y busca en la cama las ganas de dormir. Procurando que llegue cuanto antes la mañana siguiente. Soñando con ese nieto "que acaba de ingresar en la escolta del Rey" y tanto lo llena de orgullo.
"Me paso la semana deseando que llegue el domingo para ir a misa y hablar con los vecinos de Artoño", confiesa. En Navidad, Emilio pasó las fiestas en Ourense y contaba los días, ansioso por volver a Traspenas. Asegura que le gusta mucho la gente, que en el enclave del pazo y esa otra casa blasonada de la que fue casero eran hace unos años 31 personas, y que en los días que el campo daba trabajo juntaba a comer a la luz de la lareira a 40 vecinos. Pero solo, "trabajando", lo pasa "de maravilla". Y, si le flojea el ánimo, pulsa el botón de la teleasistencia que lleva siempre en la muñeca. Suena el teléfono y una voz al otro lado, desde Pontevedra, le pregunta qué tal anda de salud.
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