Profesores
Ya me lo decía mi madre, cuando le comuniqué mi intención de dedicarme a la docencia. Me aconsejaba escoger otra profesión que me permitiese tener un trabajo más cómodo, alcanzar mayor reconocimiento social o ganar bastante más dinero. Como mi madre había ejercido algunos años de maestra, sabía que en la profesión docente yo no disfrutaría de ninguna de dichas ventajas. La única ventaja que veía en esto de la enseñanza era la referente al amplio período de vacaciones, que, esa sí, nadie nos podría arrebatar. Mucho me he acordado en los últimos días de estas palabras, al asistir con estupor al alud de declaraciones de las autoridades educativas, respaldadas por tertulianos y columnistas afectos, en las que se comenzaba por criticar las protestas de los profesores, frente a los recortes en materia educativa y frente a la ampliación de la jornada lectiva, y se terminaba con una descalificación en toda regla de la profesión docente, recurriendo a razones que se apoyan en auténticas falacias y que denotan gran ignorancia y completa ausencia de rigor argumentativo.
El aumento del horario lectivo contribuirá a consagrar la aberración de impartir afines
La primera falacia se construye sobre el horario de trabajo, que se vincula exclusivamente a las horas lectivas: como si impartir las clases no exigiese una preparación o como si no hubiese exámenes que corregir; como si no existiesen reuniones de departamento o claustros agotadores, rodeados de un enloquecedor procedimiento burocrático, regido por la moderna jerga pedagógica vacía que tanto fascina a nuestras autoridades educativas; como si no hubiese peligrosas tutorías, en las que los profesores son con frecuencia víctimas de verdaderos hechos delictivos.
A la vista de todo ello, a mí me sale un (penoso) horario de trabajo que sobrepasa las 37'5 horas semanales. Y si ahora vamos a ampliar el número de horas lectivas, es evidente que cada hora añadida comportará ineludiblemente un aumento proporcional de trabajo en cada uno de los aspectos que acabo de enumerar, aparte de que contribuirá a consagrar definitivamente esa aberración que es la obligación de impartir asignaturas afines (conspicuo ejemplo de concepto jurídico indeterminado).
La segunda falacia es argüir que en la enseñanza hay un gran absentismo y un incumplimiento de horarios. Causa rubor tener que contestar que habrá que comprobar si ello está, o no, justificado. Y para averiguarlo ya contamos con la inspección educativa, a la que habrá que encomendar esta importantísima misión, en lugar de enviarla con tanto celo a revisar "los criterios, instrumentos y procedimientos de evaluación" (sic) y a corregir las propias calificaciones (siempre al alza, faltaría más, nunca a la baja), socavando la única parcela de autoridad (la competencia en su materia) que les queda en la actualidad a los profesores. Se llega incluso a reprochar que en la enseñanza existe un alto índice de bajas por enfermedad, motivadas por síndromes "tan raros" como hernias discales, tendinopatías o cuadros ansioso-depresivos, ante lo cual podríamos también reprocharle al minero padecer silicosis o al trabajador del amianto, asbestosis.
La tercera falacia se centra en las vacaciones: como si fuese una nueva ocurrencia de Zapatero, como si fuese una prebenda y no existiesen similares períodos vacacionales en los restantes países, como si no hubiese libertad para que, después de terminar una carrera universitaria, el ciudadano que lo desee siga estudiando años y años hasta aprobar unas duras oposiciones y hacerse profesor.
En fin, en Galicia le hemos puesto la guinda a todo ello con la nueva función de "custodia" de los alumnos que utilizan el transporte escolar, después de bajar y antes de subir al autobús (creando, por cierto, una nueva fuente de responsabilidad), aunque esta medida podría ser interesante, si se generalizase, combinada con la idea de las asignaturas afines: así, por ejemplo, el cirujano podría realizar las funciones de camillero, de radiólogo, de anestesista y de limpieza quirúrgica.
Mi padre, que trabajó en muy diversos oficios a lo largo de su vida (algunos especialmente gravosos), me dio otro consejo: más allá de matices no esenciales, la buena profesión es aquella en la que se puede silbar mientras se trabaja. Y convendrá conmigo el lector en que en el oficio de profesor no se puede silbar en ningún momento: eso sí, en Galicia existirá a partir de ahora el inmenso privilegio de poder silbar (moderadamente) en el cuarto de hora de custodia de los alumnos al subir y bajar del transporte escolar.
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