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Columna
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¡Invadamos Culleredo!

"Me da la sensación de que Coruña está deprimida", confesaba hace días en una sobremesa distendida un antiguo directivo empresarial y ex residente en la ciudad. No se refería a un estado psicológico generalizado que hiciese urgente el suministro de prozac en el agua de la traída, sino al que aqueja a cierta élite, a causa sobre todo del resultado de la batalla de las cajas de ahorros, en la que toda la potencia de fuego concentrada en el objetivo de la absorción de la pequeña por la grande resultó insuficiente para obtener la victoria. Estoy de acuerdo con el diagnóstico, salvo que se equivocaba en el número de pacientes y también que lo que consideraba una causa, en realidad es una consecuencia. No ganar la contienda financiera no ha sido el origen de esa supuesta afección espiritual, sino el síntoma de algo que llevaba tiempo incubándose.

En A Coruña hay intentos de volver a los buenos viejos tiempos, ese clamar por un nuevo líder

Que la coruñesa es una sociedad fundamentada en la jerarquía es cierto ahora, pero no lo fue siempre. Hubo desde tiempos inmemoriales una clase dirigente, como en cualquier otra parte, pero también hubo, incluso en épocas recientes, una sociedad civil bastante más organizada que en otros sitios. El pacovazquismo fue, como todos los populismos autoritarios, una variante exitosa de una tradicional táctica política que utilizaron desde Lenin a Manuel Fraga (variedad de usuarios que ya da una idea de su eficacia): aplicarle la máxima "mía o de nadie" a todas y cada una de las partes en las que se organiza la sociedad civil, desde asociaciones de vecinos a clubes venatorios. Así se llega a funcionar bajo el lema "Una sociedad, una voluntad" (y varias oportunidades de negocio), con todas sus ventajas, pero también con todos sus inconvenientes.

Uno, el más evidente, la anulación o el exilio de todos los que tienen un mínimo de capacidades, creativas o empresariales, y pretenden ejercerlas por su cuenta (como decía la variante rústica del sistema, "si no saben aguantar una broma, que se vayan del pueblo"). Otro, subsiguiente, la consanguinidad. A la hora de renovar liderazgos o sucesiones, en un hábitat domado no es probable que surjan por selección natural especies predadoras como, por ejemplo, José Luis Meilán o José Luis Méndez, sino que únicamente se dan remedos en estado de cautividad. Por no hablar de que ese funcionamiento pretendidamente autónomo sólo es posible, como todas las actualizaciones del feudalismo, mediante el templado de gaitas aquí y allá. En el caso histórico que nos ocupa, en el terreno político lo fue mediante acuerdos no explícitos de no pisarse el rabo y cooperando de esguello en mantener en el trono al teórico rival. En el económico más o menos lo mismo. Tanto que hablan de globalización en las altas esferas e ignoran que lo que se cocine en A Coruña, no sólo tiene que refrendarse en Madrid, sino en el resto de Galicia.

De ahí esos intentos de vuelta a los buenos viejos tiempos, ese clamar por un nuevo líder o por el recauchutado del anterior. Una especie de sebastianismo, sin la melancolía con la que los portugueses suspiraron por la vuelta del rey desaparecido, pero con un resultado estupefaciente similar. De ahí esos cansinos intentos de resucitar el apolillado pendón de batalla del topónimo, que en todas las precampañas electorales alguien se encarga de sacar de la sala de banderas o del cuarto de las escobas donde alguien lo abandonó después de la última procesión rogatoria. Y si eso falla, siempre se puede echar mano del infalible método del enemigo exterior. Si no nos dejan ampliar el aeropuerto, ¡invadamos Culleredo!

Claro que esos procesos no son exclusivos de A Coruña. Samuel Johnson escribía a finales del siglo XVIII que el patriotismo -local, en este caso- era el último recurso de un pillo, y un siglo después Ambrose Bierce le replicaba que era el primero. Y pillos hay en todas partes. En Vigo algunos (vigueses, no pillos) llevan años clamando por un líder fuerte, sin reparar en si lo soportarían o no. Y en Galicia parece que se consolida el modelo del dirigente grande, ande o aunque no ande, pero que lo parezca. Quizás esa querencia por la dominación en lugar de por reforzar los mecanismos de sociedad civil sea un vestigio más, en este caso inconsciente, del franquismo. La dictadura nació en Roma para que los plebeyos se animasen a participar en la defensa de la ciudad (y del statu quo) en situaciones de peligro. A los dictadores se les elegía, se les llamaba "senador del pueblo" y no se les podía desobedecer ni criticar. En principio, sólo por seis meses. Hasta que se fueron quedando. O quizás, como dijo Octavio Paz, es que ningún pueblo cree en su gobierno, y a lo sumo, los pueblos están resignados.

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