Gallegos, qué friquiños
Mal que nos pese, los habitantes de este rincón del suroeste europeo llevamos siglos cultivando una serie de rasgos identitarios que nos hacen demasiada gracia a nosotros mismos y, lo que es peor, a los demás. Una leyenda que empieza en lo céltico y sigue en lo medieval, las meigas, el folclore, la emigración, Xan das Bolas, la crónica de sucesos y un cierto paletismo freak-pero-honrado acuñado universalmente, que nunca nos hará ricos pero al menos hace que nuestra presencia sea siempre bienvenida en las recepciones del embajador. Somos "rraros rraros", que diría un gran personaje patrio, pese a lo cual, o precisamente por ello, solemos caer bien. Es que somos tan friquiños...
Tal vez sea ésa la razón que nos hace aferrarnos a nuestra propia leyenda para no sentirnos marginados en el patio del colegio y hacer que, si no nos miran con respeto, al menos lo hagan con condescendencia y ya de paso nos reímos todos. Y aunque la naturaleza no nos haya hecho inferiores ni distintos a los demás, hacemos lo posible por ser tan friquiños como nos pintan. Hasta hace poco éramos un pueblo que votaba mayoritariamente a un señor salido de La noche de los muertos vivientes. Los crímenes de Puerto Hurraco parecían niñerías en la tierra de Paulino de Chantada, y la pobre Dolores Vázquez tenía todas las papeletas para acabar sus días en la cárcel por parecerse a un personaje de novela de Stephen King y además ser, según el fiscal, "muy gallega". Por no hablar de los grandes momentos que hemos dado al teatrillo bizarro español con personajes como el genial John Ballan, Cañita Brava, Karina Fálagan o el alcalde de Ortigueira, que hizo sacar al mayor freak televisivo estatal un arranque de lucidez, cuando Pocholo dijo del hombre que trataba de comprar su camaradería exhibiendo billetes de 500 que "este tío sabe latín".
En el fondo nos gusta tener esta imagen. Nos enorgullecemos, aunque sea con ironía, de nuestra historia negra, de nuestro ladrillo vista, de los hórreos con parabólica, del carácter agreste de nuestra tierra y del no menos agreste de nuestras gentes, enarbolando la bandera del tuzarismo cuando conviene a nuestros cronistas. O a lo mejor no nos chista tanto, pero como es lo único que suele salir de nosotros en los periódicos o la tele, peor es nada.
Riquiños pero con un punto siniestro. Incomprendidos en nuestra rareza. Domados y castrados históricamente. Tontos y tartamudos, según la RAE, que siempre es mejor que "imbéciles e escuros", nuestra definición de los demás. Corremos el riesgo de ser como los resentidos de gafas culovaso que nunca se comieron una rosca, pero que se lo pasan pipa dominando el mundo en los juegos de rol. Lo malo es cuando somos incapaces de hacernos valer en el mundo real.
Ahora toca ponerse un avatar en el nuevo estatuto. Y definirse como "Nazón de Breogán" es como reconocer nuestro carácter friqui, apoyando nuestra identidad en los mitos de Cthulhu y automarginándonos en el inofensivo territorio de lo fantástico. No negaré que el nombre suena a importante, pero yo preferiría una definición en minúsculas y que al menos viniese en el diccionario.
Cuando un día firmemos la Carta de las Nazóns de Breogán Unidas hablamos (o quedamos para un chat en el Second Life), pero lo primero para colocar nuestra autoestima en su justo lugar y tomarnos de una vez en serio es bajar a la tierra y admitir que somos jodidamente normales, basurilla blanca que va a trabajar, a tomarse unos vinos y a hacer gasto al centro comercial de la capital respectiva los sábados por la tarde. No seremos los más guapos ni los más simpáticos ni los más populares del instituto, pero sí somos una nación de gente normal, que quiere ser tan normal como la common people de las otras naciones europeas, aunque no se lo pongan nada fácil. Jugar al fútbol con su bandera, hablar su idioma, tener unos euros para gastar... cosas mundanas, y del primer mundo en concreto. Y que no nos mire raro la madre patria, que bastante tiene con lo suyo. El cuento del friquismo y del "sitio distinto" ya no nos cuela. Es como aquella atracción que había hace décadas en el San Froilán, en la que desde un carromato se anunciaba a voces el gran freak show del momento: "¡Vengan a ver a la mujer que come carne cruda! ¡come carne cruda! (bis)". Para decepción de los que habían pagado por verla, lo que aquella mujer comía era simple y vulgar jamón.
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