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Columna
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Baltar y Rajoy

El jueves de la semana pasada, el presidente de la Diputación de Ourense y hombre fuerte del PP en aquella provincia, José Luis Baltar, acudió a declarar ante el juez de instrucción número 1 de la ciudad de As Burgas con motivo de la querella presentada por el ex vicepresidente de la Xunta Anxo Quintana. Como se recordará, el inefable Baltar había acusado públicamente, y sin la más mínima prueba, durante la campaña electoral al dirigente nacionalista nada menos que del repugnante delito de maltrato doméstico.

En su comparecencia ante el juez, Baltar no negó los hechos, sino que los justificó aduciendo que forman parte de la libertad de expresión en el contexto del debate político y electoral. Sobra todo comentario; tales afirmaciones califican sobradamente a este personaje indigno de ostentar cargos públicos en una democracia seria. Pero no conviene equivocarse. Si Baltar pudo realizar su esperpéntica aportación a la campaña electoral del PP es porque ésta fue la más sucia que se recuerda, en la que se resucitó el "todo vale", incluido el juego sucio y el deterioro del sistema democrático, con el fin de destruir al adversario y recuperar el poder.

Mucho más peligrosa que la insoportable chabacanería de Baltar es la posición de Rajoy

Posiblemente, Baltar es de las personas que se inquietan cuando se difunde en las revistas científicas el parecido genético que los humanos tenemos con el chimpancé, cuando lo que debiera preocuparle es que su comportamiento real está a distancias siderales de su capacidad potencial. Porque cuando uno piensa que la complejidad potencial de José Luis Baltar y la de sus epígonos está cien veces más próxima a la de Einstein que a la que manifiestan la generalidad de los mamíferos, debe reconocerse que tiene mérito conseguir dar la impresión de lo contrario. Desgraciadamente, los Baltar son el producto inevitable de una situación en la que no existe un verdadero debate democrático sino alineación mecánica de posiciones, en la que el simplismo sectario ha sustituido al discurso político, en la que los intereses de partido prevalecen siempre sobre el interés general y en la que el respeto al adversario ha desaparecido por completo.

Ahora bien, mucho más peligrosa y perniciosa que la insoportable chabacanería de Baltar es la posición de Rajoy. Este hombre que ha ocupado en el pasado diversos e importantes ministerios sin que haya dejado huella detectable, se erige ahora en la versión actualizada del salvador de la patria. Su obsesión por recuperar el poder a toda costa se ha convertido en el único vector de la política de tierra quemada que el partido conservador ha venido practicando en los últimos años. Nadie antes había llegado tan lejos como Rajoy en el intento de deslegitimar el Estado democrático en España. Porque, en efecto, cuando el Gobierno es acusado de poner en peligro la unidad nacional y de claudicar ante los terroristas, cuando todas las instituciones del Estado -Gobierno, Parlamento, Judicatura, Fiscalía, Policía, CNI...- han sido puestas en entredicho; cuando a dichas instituciones -primero con motivo del atentado del 11-M y ahora con el caso Gürtel- se les imputa nada menos que la participación en una conspiración para alterar las reglas de juego democrático, es obvio que el PP no sólo está poniendo en cuestión al Ejecutivo, sino también al Estado.

Pero los actuales dirigentes del PP, con el señorito de provincias a la cabeza, no se han detenido ahí. Convencidos de que el poder les pertenece por derecho natural, destilan un rancio discurso que recuerda demasiado al de la vieja derecha patricia y su aberrante demofobia. Fue Álvarez Cascos, cuando afirmó que el Gobierno socialista era una anomalía en la historia de España, el dirigente conservador que con más precisión definió la esencia de la estrategia que hoy desarrolla su partido. Conviene pues recordar al PP que una cosa es perseguir legítimamente la alternancia a través de la crítica democrática al Gobierno, por muy dura que ésta sea, y otra muy distinta pretender acceder al poder promoviendo el descrédito de las instituciones y el odio entre los adversarios.

Así las cosas, podemos concluir que Baltar es una vergüenza para la democracia, pero que Rajoy es un peligro para la convivencia y para el Estado.

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