Un sueño
La pasada noche no se repitieron las pesadillas. Tampoco me intimidó el insomnio. Logré desconectarme del mundo, de la realidad y del horror, cuando menos lo esperaba. Fue como un milagro que adquirió la forma de un sueño de verdad sublime.
Yo estaba leyendo las breves historias de los muertos por los atentados que van apareciendo los últimos días en este periódico. Era lo primero que me importaba leer. Lo que mas me interesaba. Por eso en el sueño me fijaba tanto en sus retratos. Veía sus rostros y sus nombres. Lo que sus familias decían de ellos. Lo que ellos dijeron de sí mismos. Los veia aquella mañana del atentado vistiéndose, bebiendo una taza de café antes de salir de casa, corriendo para no hacer tarde al tren que les llevaría a sus trabajos, a las clases, desde sus casas humildes en la periferia de Madrid. Terminaba de leer esas páginas conmovedoras e imperecederas, historias mínimas de gente corriente, de los 201 muertos por las bombas, cuando en mi sueño ellos salían de los retratos y aparecían sanos y salvos, no estaban mutilados, descuartizados, reventados por las explosiones sino que regresaban a la vida, estaban vivos, y hacían gestos inconfundibles y maravillosos para tranquilizarme. Podía oir sus voces repitiendo: "no te angusties, no ha ocurrido nada, despierta, todos estamos bien, nadie hizo daño a nadie".
Tengo encima de mi mesa un correo electrónico de alguien muy querido, residente en los Estados Unidos, que interpreta el momento actual con la ligereza propia de una derecha obtusa y obsoleta
Entonces, todavía en el sueño, yo era inmensamente feliz. No ha ocurrido nada, el sueño no es mas que el sueño de la única realidad que existe. Las escenas que había visto en las televisiones pertenecían al peor universo de los delirios, quizá de esa demencia que azota la mente de un ser humano de tarde en tarde. ¿No ves? ¡Cómo pudiste creer otra cosa! ¿No te das cuenta -oía en el sueño- que ellos no sufrieron la horrible desgracia? Nada de cuanto crees que tuvo lugar después de la matanza, nada en absoluto, ha tenido lugar. Es pura invención.
Por tanto, no se manifestaron 11 millones de españoles contra el terrorismo. No mintió el Gobierno. Tampoco tuvo necesidad de manipular la información. Ni siquiera hubo elecciones generales. El pueblo no dio el triunfo al partido de la oposición. Tampoco me llamaron del primer periódico finlandés para que les confiara mis impresiones sobre unos hechos jamás ocurridos. No hablé con una emisora de Nueva York (Pacifica Radio) durante el programa radiofónico mas independiente y prestigioso de aquel país, un espacio titulado Democracy Now (Democracia, ahora), y no les dije que la derrota del PP, la derrota del presidente Aznar era, en realidad, una derrota del presidente George W. Bush. Que la mayoría de los españoles no creen que Aznar sacó a nuestro país del rincón de la Historia, como él mismo dijo, sino que mas bien nos metió en un callejón sin salida. Y que de ese rincón de la historia, en el que estuvimos durante la inacabable dictadura de Franco, salimos los españoles apenas desaparecido el dictador. Aquello sí era un rincón oscuro, sucio, siniestro de la historia. Lo mismo que el callejon sin salida al que nos ha empujado Aznar es un callejón oscuro, sucio y nefasto de nuestra reciente historia.
No, nada de esto he debido decir a quienes me pidieron una opinión personal sobre la que medité suficientemente.
Tengo encima de mi mesa un correo electrónico de alguien muy querido, residente en los Estados Unidos, que interpreta el momento actual con la ligereza insensata propia de una derecha obtusa y obsoleta que no precisa dosis extraordinarias de manipulación gubernamental para tener las ideas así de claras y ofensivas: "Aquí se ha dicho (en los EE UU) que lo ocurrido en las últimas 48 horas no tiene precedente y que se ha conseguido un golpe de Estado con solo 200 muertos. Ha ganado el terrorismo nacional e internacional. Ha ganado la sinvergozonería y sinrazón destronando a un gobierno serio, profesional, honrado, que sale del poder por la puerta de servicio con el rabo entre las piernas y un desagradecimiento por parte de una ciudadanía aborregada sin un dedo de frente que salio mejorada en multiples cosas en la ultima legislatura". Luego de obsequiarle adulaciones "al gran estadista Aznar", y de aludir a "la inmadurez de los votantes (...) una juventud bastante agilipollada que en ese país -España- vive en casa de papá y mamá"), el comunicante electrónico añade que es incomprensible que de la noche a la mañana un partido que ganó por mayoría "pierda todo y gane el negociador con el terrorismo, gracias a un ataque terrorista inmenso". La despedida, por otra parte, no puede ser mas elocuente: "Un saludo y paciencia". O lo que es lo mismo: tú me entiendes, abracémonos y esperemos, fundidos en ese abrazo, que el nuevo gobierno empiece a equivocarse.
Tampoco este correo existe. Me niego a que exista. Y rechazo haberlo recibido rebotado por el interlocutor del anterior comunicante quien, despechado por la victoria del PSOE, cede al mas pobre y efímero desahogo emocional.
Nada de esto ha existido. Todo es virtual, imaginario, onírico.
Mi viaje de cercanias tuvo por tanto esta semana un recorrido corto y triste. Un día me refugié en un hotel de Valencia donde, sentado en el salón, pude escuchar aun sin quererlo opiniones de unos rancios contertulios, hombres vocingleros y prepotentes burgueses que emitían juicios y sentencias como nostálgicos trasnochados magistrados en la Audiencia Territorial. Uno recordaba las colas de afligidos españoles que, al morir Franco, desfilaron ante el difunto. Otro apostilló que a las masas las llevan a bandazos los políticos de izquierdas. Y un tercer tertuliano cruzó las piernas, echó humo de su cigarro habano por nariz y boca y, acto seguido, sentenció: "Nunca me cansaré de repetir que no puede valer lo mismo el voto de un albañil que el voto de un ingeniero".
Cerré los ojos. ¿También estas frases las habré soñado? Porque en el sueño (si era sueño) yo me levantaba y me acercaba al caballero en cuestión y le preguntaba, sin ánimo de ofender, si se consideraba él mismo un modesto peón de albañil o el jefe supremo de todos los ingenieros.
No dije nada. Nada puede ser así, nada tan deprimente ni descorazonador, pensé. Ni siquiera una leve y fugaz ensoñación.
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