El orgullo de ser valencianos
El jueves pasado, en el Quadern de estas páginas, el profesor Josep Vicent Boira amonestaba cortésmente al asimismo docente y periodista Martí Domínguez por haber afirmado en una edición anterior que "amb aquests governants ningú no pot sentir-se orgullós de ser valencià". El profesor le exhortaba a que, con tal actitud crítica, no contribuyese a ensanchar el vacío que actualmente separa a los valencianos. Tal es el resumen muy sincopado de lo que ni siquiera puede considerarse el arranque de un debate público, tan raro por otra parte entre nosotros, no obstante algunas gloriosas controversias y peloteras que en un lejano día nos enzarzaron en torno a nuestra ontología e historia. La evidencia de los hechos y el cansancio de las partes, como se recordará, amortizaron afortunadamente aquellas confrontaciones que degeneraron en trifulcas.
Ahora, y asimismo sin ánimo polémico, nos permitimos terciar en esta amistosa discrepancia y preguntar a raíz de la referida exhortación por qué no se debe o conviene pregonar la vergüenza o nulo orgullo que muchas gentes sienten hoy por su condición de valencianos. No repudian su origen ni linaje, lo que sería tan pueril como intentar cambiar de piel y, además, se trata de ciudadanos que a menudo conocen y aman este país con mucha más hondura y rigor que cuantos a la menor ocasión se envuelven con la senyera. Repudian, eso sí, la identificación con un Gobierno que, prevaliéndose del poder político, ha convertido este país en un motivo de cáustica comicidad y en tierra franca para el pillaje de toda laya. Pero no insistamos en lo que ya es un escándalo lacerante que únicamente niegan los feligreses del PP y sus numerosos imputados, para quienes todos sus desvelos son producto de los montajes policiales y judiciales. ¡Menuda imaginación tienen!
Repudian y se distancian también de una grey nutrida de fachas, meapilas, conversos y desvergonzados que constituyen el macizo de la derecha valenciana que actualmente colorea de rubor la imagen del país. Con ella únicamente tenemos en común el gentilicio, pero a partir de ahí nada o casi nada compartimos. Empezando por la lengua, de la que el PP apostata a cada ocasión, como acaba de ocurrir en su último sarao electoral en el que se vituperó el uso del valenciano; o el ejercicio de la democracia, que nunca ha estado tan malversada desde que la recuperamos, lo que importa un ardite a esta feligresía tronada; o la libertad de expresión, a diario negada en el que debería ser un espacio neutral abierto a las noticias y opiniones, decimos de RTVV, y no el altavoz de un difunto político como el presunto molt honorable, y un largo etcétera de déficits y mortificaciones que no invitan, sino todo lo contrario, a tender puentes de convivencia con estos estamentos felices con la pócima política que se les administra.
Como es sabido, en un régimen democrático, cual es el que creíamos haber logrado, los valores capitales son la libertad, la transparencia en el ejercicio del poder, el respeto por todas las opciones políticas y, obviamente, el sentido moral del Gobierno. Quizá olvido alguna otra prenda, pero lo cierto es que todas ellas se han ido al garete desde que Francisco Camps es nuestro "presidente con mayor aceptación de la historia", según sus palabras y las urnas. ¿De qué demonios hemos de sentirnos orgullosos los valencianos que apostamos por la democracia? El profesor Boira debe tener sus razones para sentirse satisfecho.
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