La distancia del político y el juez
El miércoles se reunían en un comedor de la Ciudad de la Justicia de Valencia 140 personas del gremio de las togas con motivo de la despedida de Juan Luis de la Rúa como presidente del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana. Pese a que se trataba de un acto extraoficial, junto a la fiscal jefe de Valencia, Teresa Gisbert; la presidenta de la Audiencia, Carmen Llombart; el juez decano, Pedro Viguer; el magistrado del Supremo Francisco Monterde; la nueva presidenta del TSJ, Pilar de la Oliva, y el propio De la Rúa, dos políticos del PP se sentaban en la mesa de preferencia: la consejera de Justicia y Administración Pública, Paula Sánchez de León, hoy coordinadora electoral del partido de Camps, y el consejero de Solidaridad y Ciudadanía, Rafael Blasco, que además de ser el portavoz parlamentario del PP desempeña provisionalmente las competencias de su colega en el Consell. La presencia de Sánchez de León en la comida era más significativa porque, al no haber acudido el lunes al acto oficial en que De la Rúa fue relevado, acentuaba la lectura de la afinidad personal.
Instalados en un cinismo que, están convencidos de ello, no les supone ningún coste en términos de opinión pública, los populares valencianos han evidenciado su falta de empatía con la tarea de quienes investigan delitos de corrupción, en muchos casos protagonizados por sus dirigentes y cargos públicos. Tal actitud no sorprende ya a nadie, y eso es lo más preocupante. Descalificar al servidor público que cumple con su obligación de combatir el soborno, el cohecho, la prevaricación o el amaño de contratos se ha convertido en una táctica recurrente de defensa en el partido de Mariano Rajoy y de Francisco Camps paralela al acercamiento más obsceno a jueces y tribunales. Todo con el objetivo de limitar los efectos judiciales de unos comportamientos que tampoco han depurado en el ámbito específico de la política. El PP, en definitiva, trabaja para conseguir la sentencia que el consejero de justicia dicta al final de El cántaro roto, la conocida pieza satírica de Heinrich von Kleist: "Aquí no ha pasado nada".
Ambos cargos de la Generalitat estaban pues, en el comedor de la Ciudad de la Justicia, para jalear a un homenajeado que, aun sin pretenderlo, ha llevado colgada como un sambenito desde que estallara el caso Gürtel su relación con el presidente del Consell, el imputado más famoso que ha pasado hasta ahora por el tribunal, solo porque en un acto público Francisco Camps no supo o no quiso medir las palabras de supuesta complicidad ("más que amigos", dijo) y el juez propició, en su momento, una resolución favorable al político que al final sería revocada por el Tribunal Supremo. Cabe esperar que la nueva presidenta sepa medir las distancias y evite malentendidos. Entre poderes del Estado, es algo más que una cuestión de estética.
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