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Columna
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Riadas de ayer y de hoy

Los ríos tienen la costumbre ancestral de desbordarse. En cada latitud lo hacen de una manera y en una época distintas. Para los valencianos, los primeros compases del otoño son tiempo de riadas. Ahora mismo recordábamos la de hace cincuenta años, en la que un Turia enloquecido dejó la ciudad de Valencia cubierta por las aguas para devolverla a su milenaria condición pantanosa. La mirada, un tanto inquietante, a un episodio urbano convertido en historia, se vio acompañada por la coreografía conocida de truenos y relámpagos, por el estruendo de la lluvia que descargaba a mares sobre las ciudades, los pueblos y los paisajes.

El Girona es un río minúsculo y apacible, en el que nada con placidez una colonia de patos a su paso por Beniarbeig. También es un río mediterráneo, imprevisible en sus ataques de ira alimentados por lluvias torrenciales como las que se recogieron la noche del jueves al viernes entre la Vall d'Ebo y el cabo de la Nao. Las aguas turbulentas de las montañas cercanas bajaron por el cauce, reventaron un puente, atascaron al menos otros cinco y llenaron de barro y destrucción pueblos como El Verger o Els Poblets. Toda la comarca de la Marina Alta sufrió las consecuencias de esa concentración de mal humor meteorológico, la tormenta, que ahora denominamos "gota fría".

Se quejan, con cierta razón, los vecinos afectados de que los puentes se cegaron con las ramas, las cañas y los materiales arrastrados por el río, lo que agravó la inundación. Echan la culpa a la Confederación Hidrográfica del Júcar por no tener limpio el cauce de polvo y paja. El organismo hidrológico alega que no es así y que era imposible que el río Girona absorbiera semejante riada. Sin duda, hay aquí un motivo para la polémica. Lo hay menos, porque resulta mucho menos discutible al observar lo ocurrido en Calp, en Xàbia y en la playa de Dénia, a propósito de la irresponsabilidad en la planificación territorial y urbanística.

La acumulación de coches arrastrados por las aguas como si fueran juguetes delata con meridiana claridad en Calp que los barrancos y los ríos han buscado, bajo la descomunal presión de toneladas de agua, sus cauces naturales, ahora urbanizados. Parece mentira, pero hasta hace poco no obligaba la ley a incluir la cartografía de riesgo de las zonas inundables en las actuaciones urbanísticas. Se han convertido ramblas en calles, barrancos en colectores y marjales en pueblos. De vez en cuando, con trágica reiteración, el agua reivindica con furia sus dominios.

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