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'Mascachapas'

El otro día oí a un chico que le llamaba a otro, con inconfundible tono de insulto: ¡mascachapas! Los filólogos somos un poco como los coleccionistas de sellos, sólo que en palabras, así que ni corto ni perezoso me lancé a preguntar por el significado de esa misteriosa novedad léxica que no está recogida todavía en el diccionario de la RAE. Resulta que un mascachapas es un espécimen social, hombre o mujer, que suele ir vestido de chándal y zapatillas de deporte, con el pelo estirado hacia atrás, una generosa provisión de piercings y tatuajes y, lo más importante, luce un coche "tuneado", o sea un automóvil de medio pelo al que se le han añadido aletas y otros adornos para parecer un deportivo de marca. Suena muy moderno, pero no lo es. Puestos a buscar definiciones lexicográficas, yo propondría la siguiente: mascachapas (del latín masticare y de chapa, voz de origen incierto): quiero y no puedo.

Esto de la lexicografía parece fácil, mas tiene su miga. El caso es que yo me había quedado tan contento y comenté en la mesa a propósito de un vecino que lleva un enorme cuatro por cuatro, aunque se niega a contribuir al más mínimo arreglo de la escalera, que era un mascachapas, cuando un sobrino, que estaba presente, me corrigió y me dijo: no puede ser un mascachapas porque lo del todoterreno no lo hace para provocar, sino para dar envidia. Vaya, vaya. O sea que era eso: el mascachapas es un quiero y no puedo achulapado. No te acostarás sin saber una cosa más. Realmente el mascachapas es una personalidad interesante porque psicológicamente incurre en una contradicción. Sus signos externos resultan provocativamente vulgares, nadie diría que tiene deseos de ascender en la escala social. Sin embargo, al mismo tiempo, tunea (¿se dirá así?) su coche para parecer más rico de lo que es.

El hecho es que me quedé con la mosca detrás de la oreja y me puse a buscar otros ejemplos de mascachapismo por aquello de elevar la anécdota a categoría. Lo notable es que mi intuición no se equivocaba: los he encontrado. El más estridente es el que acaba de humillar al gobierno de la primera potencia a propósito del Katrina. Siempre me había parecido que la forma de llevar la guerra de Irak -todo aquello del árbol de Navidad, que decían los aviadores, mientras abajo morían miles de civiles inocentes- era de una chulería insoportable. Ahora resulta que el gigante tenía los pies de barro y que un simple huracán provoca una catástrofe humanitaria sin que los que tenían que prevenirla hayan hecho absolutamente nada. Vamos, que eran unos desgraciados y que toda la parafernalia tecnológica de las armas sofisticadas era como el tuneado de los coches, pura apariencia. No es el único caso, los hay a centenares. Por ejemplo, hay un país que se autoalaba todos los días con aquello de que ha llegado a ser la décima economía mundial y de que representa un ejemplo de transición pacífica a la democracia para los estados en vías de desarrollo. Pues bien, hace un par de años se le derrama un petrolero y no se le ocurre mejor idea que recorrer toda la casa salpicando las paredes y dejándolo todo hecho un asco. Y hace sólo unos meses se ponen a reformar la cocina para hacer un pasillo y un derrumbamiento casi se la lleva por delante, mientras que en el otro extremo de la casa un cenicero mal apagado remató la faena y logró socarrar el cuarto de estar. No sabría qué calificativo emplear para ese país. Antes hablaban de la chapuza nacional, pero eso se decía de una gente que no tenía (teníamos) pretensiones, de una gente raída que emigraba a Europa con maletas de cartón. Ahora creo que lo más apropiado es definirlo como un país de mascachapas.

No hay dos sin tres. El último testimonio de mascachapas lo tenemos bien a mano con la (pertinaz) sequía que estamos padeciendo. Hay una región que creía liderar un modelo turístico expansivo basado en construir miles de apartamentos y centenares de campos de golf, una región que se tuneaba la carrocería con parques temáticos faraónicos para asombro de las generaciones futuras. Ahora nos encontramos con que no llueve, de manera que los campos de golf se van a tener que regar con agua mineral (eso sí: que no sea catalana, por favor) y los apartamentos no necesitarán echar sal a la ensalada porque bastará con lavarla con el agua del grifo. El trasvase que lo iba a arreglar todo ha pasado a la historia, pues las tomas de donde había de venir el agua aún están más secas que nuestros campos (acabaremos auxiliando a los de Huesca con camiones cisterna llenos de agua del Júcar). En fin: que somos unos mascachapas. Conclusión: no sólo hay que incluir la voz mascachapas en el diccionario, también hay que introducir el término mascachapismo: Cualidad de mascachapas. || 2. Doctrina política dominante a comienzos del siglo XXI.

Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. (lopez@uv.es)

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