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Columna
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Aquelarre de manguis

Otra dura semana para el PP valenciano y muy especialmente para su líder, Francisco Camps, abrumados uno y otro por los nuevos episodios delictivos que emergen en el partido y que se agregan a la nómina de los que ya son su cruz y seña de identidad en toda España. No es extraño que la valoración del molt honorable (¡vaya sarcasmo!) se desplome en las encuestas y comience a cundir la inquietud electoral entre la militancia popular, un riego muy prematuro a nuestro entender, visto del tesón con que los socialistas se aplican a eternizarse en la oposición. Se diría que su estrategia se reduce a esperar que los escándalos abrasen a su adversario.

Y camino de ello van tal como sugieren los sucesos desvelados estos días y de los que, para no variar, se desprende la fetidez de la corrupción o, cuando menos, el fracaso del desgobierno. Nos referimos en primer lugar a los fondos de cooperación para el desarrollo social de Nicaragua por importe de 1,8 millones de euros, de los que únicamente alcanzaron su destino unos 70.000, desviándose el resto para inversiones en inmuebles y prodigalidades varias en Valencia. En estas páginas se ha dado cumplida cuenta de esta operación, cuya responsabilidad recae en el titular de la Consejería implicada, el hoy también portavoz en las Cortes, Rafael Blasco. Que este haya desmentido enérgicamente la conclusión que se desprende de los hechos conocidos puede aventar algunos escrúpulos, pero no le exime de aducir pruebas más persuasivas.

Coadyuva a ello, además de la rareza -dejémoslo así- de la maniobra, la turbia trama de fundaciones y organizaciones pretendidamente no gubernamentales, pero que perciben muy respetables caudales públicos, lo que exige un plus de transparencia de un Gobierno reiteradamente remiso a practicarla y que es incluso belicoso contra quienes la reclaman. En tales circunstancias, no son impertinentes las sospechas de amiguismo, clientelismo u otras irregularidades punibles. No otra cosa se desprende del eco mediático suscitado.

En sintonía con este triste sarao popular ha estallado el que bien podemos describir como enredo Emarsa, la empresa que gestionaba la depuradora de Pinedo, que ha resultado ser una ínsula barataria exprimida por el medro y acechada por la estafa. Que se haya neutralizado el cobro fraudulento de un millón de euros no demiente el desgobierno que amparaba los desmesurados sueldos que algunos percibían, el descontrol que primaba y los 34 millones de euros -¡qué desmán!- con que se blindaba a una empresa contratada. Carece de fundamento que la alcaldesa Rita Barberá se enfade por las acusaciones que se le han formulado, pues al fin y al cabo el ayuntamiento que preside es el socio de referencia con un 48% de esa ruina. ¿Quién vigilaba esta compañía y con qué diligencia? ¿Acaso confiaba ella ciegamente -y nunca mejor dicho- en la correcta gestión de los cofrades de partido que la dirigían? Menos humos de dama ofendida y más rigor en la faena.

A resultas de estos episodios, la confrontación entre PP y su oposición en las Cortes ha alcanzado tal temperatura que el portavoz del PSPV, Ángel Luna, ha brindado al jefe del Consell dirimir las diferencias ante las cámaras de TV. Lástima de espectáculo que nos perdemos, pero era inviable por dos motivos: no era el sitio adecuado, pues para eso está la tribuna parlamentaria, y después, porque el presidente anda corto de recursos retóricos y de razones para negar el aquelarre de manguis en que ha devenido su gobierno.

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