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Empezar de cero a los 60 en Nueva York: un despido injustificado deja a unos 20 migrantes sin empleo a las puertas de la jubilación

La empresa productora de gafas Essilor Luxottica cesó sin advertencia a varios trabajadores el pasado verano. Llevan meses a la deriva, sin explicaciones y sin prospectos

Xugeey López y Yiyer López, en su hogar.
Xugeey López y Yiyer López, en su hogar.CORTESÍA

Cansados de tener que empezar de cero más que del trabajo, casi todos los exempleados de la multimillonaria Essilor Luxottica, con sede en Long Island, han caído en depresión. Eso dicen cuando se les pregunta cómo se sienten tras el despido. Se trata de unos 20 trabajadores que fabricaban gafas y que ahora cargan con una tristeza colectiva. Reyna Guerrero, hondureña de 60 años que habla como si llorara, con una voz nerviosa y húmeda, dice que la usaron y luego la echaron, como un objeto, algo completamente desechable. El miércoles 12 de junio de 2024 los jefes de la empresa, una fusión entre la francesa Essilor y la italiana Luxottica, convocaron a una reunión imprevista. A las 11 de la mañana informaron a los trabajadores, la mayoría migrantes hispanos de la tercera edad, que tenían dos días para abandonar las labores a las que algunos se habían dedicado casi la mitad de la vida. Dos días para irse a casa y reinventarse, a sus más de 60 años, la edad en que pensaban que ya eran todo lo que iban a ser.

“En ningún momento nos dijeron vayan buscando trabajo, o nos dieron un indicio para uno prevenirse. Esa es la mayor injusticia. Me sentí frustrada, deprimida, como si de pronto me hubieran tirado al vacío”, dice Luz Estella Yépes, una colombiana de 62 años, que nunca tuvo dudas de que algo confuso estaba sucediendo. El ambiente en el lugar era raro, les daban menos trabajo, pero nadie les explicó nada, más bien les aseguraron que todo marchaba normal.

Yiyer López, colega de Guerrero y Yepes, ahora tiene tiempo de sobra, el tiempo elástico y engañoso de un desempleado, tiempo para dormir, para ir al doctor y recorrer la ciudad. Por tanto, ha decorado sigilosamente, con decenas de adornos navideños, su apartamento de la cuarta planta de un edificio moderno en Bay Ridge. Es como si estuviera maquillando los días, sobrellevándolos con jarras con cabezas de Santa Claus que coloca encima de la mesa, trineos en la nieve a un costado del televisor, campanas doradas y renos encima del sofá, y un árbol que toca el techo, repleto de listones rojos, guirnaldas, esferas multicolores y bastones de caramelo.

Piensa que, pese a todo, es casi un lujo la vida que se está dando, el tiempo del que dispone para las terapias de la rodilla, o para asistir al concierto de violín de la nieta, del que nunca antes pudo disfrutar por tanto trabajo. Incluso hace unos días agarró el tren, llegó a Manhattan y, sin planificarlo, apareció en un lugar que jamás, en 20 años viviendo en Nueva York, se enteró de que existía. El lugar lo describe como un caminito donde hay una paloma gigante. Se trata de El Dinosaur, la escultura hiperrealista de aluminio de cinco metros del artista colombiano Iván Argote ubicada en el High Line, que desde hace meses observa con rigidez a visitantes y neoyorquinos.

Xugeey López.
Xugeey López.CORTESÍA

López no sabría explicar cómo llegó desde su casa a la intersección de la 10th Avenue y la 30th Street, si toda su vida ha agarrado el mismo tren en otra dirección. Por 17 años hizo la ruta que acababa en Long Island, en las instalaciones de la empresa Essilor Luxottica, especializada en el diseño, fabricación y distribución de lentes de marcas icónicas en más de 150 países. Incluso hace un tiempo lanzaron las gafas inteligentes Ray-Ban Meta, un boom de la industria oftalmológica en la que trabajaron sus más de 140.000 empleados, encargados de generar los 15.000 millones de euros que la empresa reporta al año.

“Me encantaba trabajar ahí”, cuenta ahora López, no sin que se le salga una lágrima o se le raje la voz. A Guerrero, que comenzó en la compañía en 2016, también le animaba agarrar el tren desde El Bronx y llegar al trabajo. Ahora, durante los días con sol, sale a dar interminables caminatas para permanecer sola el menor tiempo posible. “Imagínese, estar uno encerrado en casa”, dice.

La mayoría de los extrabajadores están convencidos de que si los echaron fue por algo que solo unos pocos se atreven a decir. Los echaron por viejos, por los años, para emplear a los más jóvenes, porque nadie quiere trabajar con gente mayor. Al menos es lo que Guerrero cree. “Despidieron a personas como nosotros, mayores, yo sentí discriminación”, asegura. López también entiende que en el equipo solo “dejaron a jóvenes nuevos que recién habían comenzado. Prácticamente nos quitaron el trabajo, lo podían haber evitado”.

Cuando comenzó a trabajar en el local de dos plantas y paredes de color blanco, surtido de máquinas especializadas en la fabricación de lentes, López tenía 37 años y hacía dos que había llegado de Cantón Samborondón, en Ecuador. Una amiga la llamó, le dijo que necesitaban a alguien en el laboratorio. López no tenía idea de cómo se fabricaban unos lentes, pero sí el arrojo de su edad. Se presentó al siguiente día, se comunicó con el manager con la ayuda de un traductor, que le fue explicando en español los requisitos del puesto. Enseguida ocupó una posición en la que cobraba siete dólares y 30 centavos por hora, junto a migrantes de muchos países que de lunes a viernes se centraban en recibir recetas, medir, cortar, pulir o blanquear cientos de lentes para clientes desconocidos.

Entonces Nueva York era un lugar diferente, repleto de factorías en las que trabajaban la mayoría de los inmigrantes de la ciudad. Ella también era diferente, sin la artritis que ahora tiene en las rodillas, una mujer fuerte que podía agacharse en sus labores como limpiapisos en oficinas o casas de familias ricas. Por eso el día en que le dijeron que estaba despedida apenas lo asimiló. “Me dio un bajón, fueron 17 años trabajando ahí, yo daba lo que más podía. Ahora me da temor buscar trabajo, porque pienso que no voy a dar lo mismo”.

No era que Essilor Luxottica fuera un sitio ideal, pero sí uno cómodo. Casi todos valoraban la opción de acumular allí los años necesarios para garantizar el retiro, irse a la casa, dejar de trabajar ocho horas, poner a descansar los talones adoloridos, algunos incluso volverse a sus respectivos países. El lugar, además, les permitía navegar un mundo en español, evitar un idioma ajeno.

Yiyer López.
Yiyer López.CORTESÍA

A Xugeey López, ahora que a ella también la expulsaron de su trabajo como a sus compañeras, le cuestionan cómo es posible, tras veinte años viviendo en Nueva York, que no sepa inglés, que tenía que haberlo aprendido, que ahora cómo va a conseguir otro trabajo. “Pero a los que me dicen eso, siempre les respondo que la gente viene pero no todo el mundo llega y lo mandan a la escuela, tienes que trabajar y, si puedes, vas a la escuela”, dice.

López cree, además, que en un centro de trabajo desprovisto de cuidados, donde apenas les daban días libres, en el que compensaron su expulsión con dos semanas de pago, los jefes también echaron a unos 20 trabajadores el día que comenzaron a entender lo que era un derecho, lo que era quejarse. En los últimos años varias de estas personas presentaron quejas porque no les proveían de guantes, máscaras o gafas a pesar de que trabajaban con toda clase de sustancias tóxicas. No les daban días personales, ni les permitían tomarse una jornada. En una ocasión, cuando una señora cayó al piso en un desmayo por exponerse al olor fuerte de uno de los productos de limpieza, los jefes no quisieron que llamaran a una ambulancia. Los trabajadores sí localizaron a los paramédicos. Luego llegaron los inspectores de la Administración de Seguridad y Salud Laboral (OSHA) y detectaron que las condiciones laborales no eran las debidas. Fue algo que molestó particularmente a los jefes y que las puso en la mira de un despido.

EL PAÍS envió una solicitud de comentarios a la empresa, con el fin de saber cuáles fueron las razones para la expulsión de los trabajadores y qué respuesta tienen ante las condiciones de trabajo señaladas, pero hasta el momento no se ha recibido respuesta.

La pregunta que se hacen día a día las personas expulsadas es cómo van a volver a trabajar, y más que eso, cumplir con el tiempo que les garantice una jubilación digna. Yiyer no se ve limpiando de nuevo, como lo hacía hace años, ni tampoco Reyna, que llegó en 1993 y limpiaba oficinas o trabajaba en la cocina de una iglesia católica. Están cansadas de empezar de cero. En casa, los días son mucho más largos. Quisieron descansar durante todos estos años y ahora el tiempo les sobra y no el dinero. Cómo se empieza otra vez, se han preguntado unos a otros. Se han preguntado incluso si un emigrante no hace más que empezar, y hasta hoy no han encontrado una respuesta.

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