Un 6 de enero para borrar la memoria del anterior
La normalidad de la confirmación del resultado electoral nos deja a un paso solamente de la posible reescritura de la histórica turbulencia del anterior
Desde hace cuatro años las palabras “seis de enero” han adquirido un aura particular en el imaginario estadounidense. Es normal. El 6 de enero de 2021 fue un día histórico: un presidente electo animó a una turba de sus seguidores a asaltar el Capitolio para detener el proceso de confirmación de las elecciones que él mismo había perdido unas semanas antes. Lo que ha pasado a muy grandes rasgos desde entonces ya lo conocen. Ese presidente, Donald Trump, fue procesado en uno de sus varios casos criminales por sus acciones ese día, muchos de sus seguidores fueron condenados a prisión, él se volvió a lanzar para ocupar de nuevo la Casa Blanca, llamó a los insurrectos condenados “rehenes” del sistema judicial, entre muchas otras cosas que dijo sobre aquel día, y, finalmente, ganó rotundamente las elecciones el pasado 5 de noviembre.
Ayer, también 6 de enero, la fecha que dicta la Constitución de Estados Unidos para confirmar el resultado de las elecciones celebradas siempre el primer martes de noviembre, las sombras de hace cuatro años se sentían presentes. Pero los fantasmas de la multitud acercándose al Capitolio y entrando apenas instantes después de una evacuación exprés del pleno del Senado fueron ahuyentadas por el rápido, pero aún tedioso, protocolo de ratificación. Y así, tras completar en media hora un proceso que tardó, gracias a la determinación de los legisladores, unas 14 horas la vez anterior, el 6 de enero volvió a ser probablemente el día más aburrido del ciclo electoral estadounidense.
La seguridad estaba reforzada como nunca antes, los perímetros hipervigilados y los alrededores del Capitolio vacío. En esta ocasión el guion no iba a dar sorpresas. Kamala Harris volvió al foco de las cámaras prácticamente solo por segunda vez desde que perdió decididamente en noviembre; como vicepresidenta, también preside el Senado y sobre sus hombros recayó la responsabilidad de ratificar su propia derrota. Lo hizo estoicamente y sin sobresaltos.
La formalidad de la certificación, con su lenguaje arcaico, podría hacer que cualquiera respire tranquilamente pensando que la normalidad ha vuelto. En realidad, el retorno fugaz de un 6 de enero ajustado a las instrucciones constitucionales nos deja a un paso solamente de la posible reescritura de la histórica turbulencia del anterior. Las elecciones están ya más lejos que la ceremonia de confirmación de Donald Trump —el 20 de enero, marquen en su calendario la fecha si todavía no lo han hecho— y una de sus tantas promesas para ese primer día de vuelta en el poder es indultar a los “mártires del seis de enero”, como llama a los cientos de condenados, por delitos más o menos graves, a sentencias más o menos largas.
Pero de la mano de esos indultos está la pluma que pretende reescribir el episodio. Trump ya ha dicho que ese día, en el que 150 policías resultaron heridos —tres murieron más adelante—, una persona fue matada a tiros a las puertas de la Cámara de Representantes y la turba saqueó la sede del Gobierno estadounidense, fue un “día de amor” y de defensa de la democracia. No fueron ellos, dice el trumpismo, quienes buscaron detener la certificación de unas elecciones justas, sino quienes buscaban detener la consumación de un robo y quienes, además, luego fueron perseguidos injustamente por ello. A pesar de que una gran porción de la población del país cree esta versión, en especial teniendo en cuenta las montañas de evidencia fácilmente disponibles en internet, es difícil pensar que esta interpretación alternativa de los hechos se vuelva hegemónica; pero los hechos para Trump son una cosa maleable.
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