El silencio de Europa
Las calles vacías de nuestras ciudades nos recuerdan lo que hemos perdido en esta tragedia
Hubo un momento en que toda Europa estuvo vacía. Entre la caída del Imperio romano y el año mil, las ciudades fueron engullidas por la naturaleza y los pocos habitantes se escondieron de lo que pudiese venir (que solo podía ser malo) en remotas poblaciones. Así describe aquel paisaje el maestro de historiadores, el medievalista francés Georges Duby, en La época de las catedrales (Alianza Editorial): “De tarde en tarde, una ciudad penetrada por la naturaleza, que no es nada más que el esqueleto...
Hubo un momento en que toda Europa estuvo vacía. Entre la caída del Imperio romano y el año mil, las ciudades fueron engullidas por la naturaleza y los pocos habitantes se escondieron de lo que pudiese venir (que solo podía ser malo) en remotas poblaciones. Así describe aquel paisaje el maestro de historiadores, el medievalista francés Georges Duby, en La época de las catedrales (Alianza Editorial): “De tarde en tarde, una ciudad penetrada por la naturaleza, que no es nada más que el esqueleto rejuvenecido de una urbe romana, barrios enteros de ruinas contorneados por los arados; no lejos algunas docenas de cabañas en las que viven viticultores, tejedores, herreros”. Poco a poco, con el nuevo milenio, resurgieron los núcleos urbanos, se recuperaron las ferias, el comercio, la construcción… Y renacieron las ciudades, olvidadas durante 500 años salvo en algunos lugares que conservaron una potencia económica y cultural como Al Ándalus. Sus calles y sus mercados se llenaron y así permanecieron durante siglos… hasta ahora, cuando en la era del coronavirus han vuelto a vaciarse.
Antes de aquel primer renacimiento que rodeó al año mil, Europa vivió otra época de grandes ciudades con Roma como centro del mundo. La capital del Imperio alcanzó hace unos 2.000 años, un millón de habitantes, una cifra a la que no llegaría ninguna otra urbe hasta el Londres victoriano, en el siglo XIX. Y antes estaban Atenas y las polis griegas, con sus ágoras, el espacio público donde se reunían los ciudadanos.
Es fácil imaginar las calles de todas esas ciudades durante el día llenas hasta los topes: de gritos de animales y humanos, de comercios, de tabernas, de inmundicias, pero también de vida vociferante e inagotable. Mary Beard explica en su libro sobre Pompeya que en la ciudad sepultada por el Vesubio ya existían calles de sentido único y zonas prohibidas al tráfico para evitar el caos —una especie de Pompeya central sin las protestas de la oposición—.
No hay que olvidar que la mayoría de las ciudades hasta el siglo XX tenían murallas y que, por lo tanto, se veían obligadas a crecer apelmazadas. Roma, por ejemplo, todavía conserva las fortificaciones imperiales, la Muralla Aureliana, mientras que París no las perdió hasta 1919. La imposibilidad de crecer más allá de los muros producía unas concentraciones humanas muy densas: las estrechas callejuelas eran transitadas todo el rato, mientras que soportales, plazas y espacios públicos se dedicaban a los mercados y a espectáculos populares, generalmente poco edificantes, como las ejecuciones. Por eso, el silencio que estamos viviendo estos días es algo único en la historia de Europa, un vacío que quedaba reservado para el campo, para el estío, las finales de mundiales de fútbol o las noches de invierno.
Caminar por el centro de Madrid para bajar a hacer una compra rápida ofrece una imagen insólita. Esa sensación debe ser mucho más exagerada en ciudades que en los últimos años se habían visto invadidas por turistas, por las que resultaba casi imposible circular. Venecia es, naturalmente, el ejemplo máximo. En las últimas décadas, la ciudad italiana se había convertido en un arquetipo de los males que en el siglo XXI se han abatido sobre las ciudades monumentales: turismo de masas, gentrificación y desaparición de sus habitantes. Con ellos, además, se esfuma también el tejido urbano como las tiendas de cercanía —que son las que nos han sacado de este lío con su valentía de seguir abiertas—.
Pero, como dicen los Monty Python en su célebre gag: “Nadie espera a la Inquisición española”. Nadie podía haber imaginado el coronavirus y sus efectos devastadores… De repente los problemas son otros: la gentrificación nos parece una nimiedad frente a la magnitud de la tragedia. El silencio se convierte en una metáfora de la vida que se esfuma. El premio Nobel ruso Joseph Brodsky escribió un bellísimo libro sobre Venecia, Marca de agua (Siruela), sobre sus calles laberínticas y el sonido de las góndolas chapoteando. Escribe Brodsky: “El amor es un sentimiento desinteresado, una calle de dirección única. Esa es la razón por la cual es posible amar ciudades, la música, a los poetas muertos. Porque el amor es un asunto entre un reflejo y un objeto. Esa es, en última instancia, la razón que nos vuelve a atraer a Venecia”. Ahora esa urbe silenciosa y vacía, cuyas aguas han recuperado la claridad que perdieron hace décadas, nos recuerda todo lo que amamos y todo lo que hemos perdido con este maldito virus.
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