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Esencia de mercado

“Aquí, en crudo y antes de ser cocinado, el producto brilla por sí mismo”

París, seis y media de la mañana. Salimos del hotel de carretera en el que nos alojamos y ponemos rumbo hacia el Marché International de Rungis, el mercado de alimentación de venta mayorista más grande del mundo (234 hectáreas) a las afueras de la capital. Desde 1969 asegura el suministro de producto fresco a chefs, comerciantes minoristas y distribuidores llegados de todo el mundo: quienes van en busca de producto fresco, se aseguran de estar allí a primera hora de la mañana (el mercado abre a las dos de la madrugada y algunos de sus pabellones, incluso antes) para tener acceso prioritario al producto del día.

Es el primer día de octubre y el aire matutino raspa, prueba definitiva de la llegada del otoño. Recorremos a pie los pasillos a cielo abierto que forman los grandes pabellones dispuestos en fila, y me distraigo observando el trajín de los operarios que entran y salen moviendo mercancías, mientras que otros aprovechan el que intuyo será primer descanso de la jornada para fumar un cigarro mientras sostienen con la otra mano un café caliente. Me atrae la normalidad de los mercados centrales: los mejores productos de alimentación se compran y venden aquí, y el respeto —altísimo— que por ellos tienen quienes los manipulan a diario (los operarios que entran y salen de las naves moviendo mercancías de un lado a otro, chequeando albaranes o atendiendo a clientes) está desprovisto de la afectación con la que muchas veces los mismos productos son tratados una vez llegan a nosotros en la mesa de un restaurante o de una cafetería.

Aquí en el mercado, en crudo y antes de ser cocinado, el producto brilla por sí mismo. Alrededor de las 12 nos acercamos a una de las boulangeries situadas dentro del mercado; un lugar de encuentro diario para los trabajadores. Se trata de un despacho sencillo y sin miramientos, que hornea diariamente pan y un amplio repertorio de los clásicos de la pastelería francesa. Por el bullicio animoso de quienes esperan fuera para ser atendidos, entiendo que hemos llegado a la hora del almuerzo. Van saliendo operarios con un croissant, un trozo de quiché Lorraine, o con uno de los generosos bocadillos que allí se preparan con el pan recién hecho. Me dispongo a pedir un pain au chocolat y un café. El bollo cuesta 1.25€ y es de los mejores que he probado últimamente: un hojaldre fino y compacto, sin duda elaborado con buena mantequilla. El café con leche es correcto. M

e gusta esta normalidad, que encuentro perfectamente alineada con la esencia del mercado: productos cuya alta calidad se da por hecho y se ofrecen a precios razonables. Es precisamente la fórmula contraria (productos básicos sospechosamente elevados de precio) la que parece estarse instaurando con una asombrosa falta de resistencia en las propuestas de alimentación que ven la luz en los últimos tiempos: locales encorsetados, pulidos y listos para la foto, que ofrecen productos básicos (café, bollería básica, pan) a precios difíciles de encajar y que además, en muchos casos, no llevan asociada la calidad que se podría presuponer. Echo de menos el espíritu desenfadado y no tan consciente de sí mismo de los establecimientos tradicionales; resulta casi terapéutico toparse con lugares que operan al margen de la tendencia, en los que la calidad y el buen gusto no son transaccionales, sino más bien un valor sin el cual no sería plausible su existencia. En la normalización de lo bueno está la clave para reconectar con los principios básicos del mundo.

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