Anosognosia: ¿Qué ocurre cuando una persona no es consciente de padecer un trastorno mental?
La anosognosia consiste en no ser consciente de los déficits y limitaciones derivados de un trastorno neurológico, un desafío presente en muchos trastornos psiquiátricos
Un honorable octogenario comienza a tener despistes, fallos de reconocimiento o embarazosos momentos de confusión, pero se cree dispuesto a proseguir su carrera política o profesional, hasta que el clamor del entorno le exige parar y renunciar. Una exitosa estudiante de medicina empieza temerariamente a adelgazar, sometiendo a su organismo a la inanición, los vómitos y los laxantes, pero no considera tener ningún trastorno, sino simplemente “estar gorda”. Otra mujer, tras superar una dolorosa separación, desarrolla una idea extraña, que se hace poco a poco delirante, sobre una supuesta trama en su contra, protagonizada por los vecinos del piso de arriba, y se va angustiando, aislando y empobreciendo, ante la mirada espantada de sus pobres hijos. Ninguno de estos tres pacientes quiere ni oír hablar de acudir al psiquiatra. Es un drama en el que viven muchos hogares, del que no se suele hablar y que genera mucha indefensión: cuando el ser querido es un paciente que no es consciente de tener un trastorno, y menos aún de necesitar ayuda o tratamiento.
Ya en 1914, Joseph Babinski, uno de los padres de la neurología, presentó un caso de anosognosia o falta de conciencia de enfermedad. Una mujer con hemiplejia, al ser requerida a levantar el brazo izquierdo, no contestaba o decía que ya lo había levantado. Evidentemente, no podía levantarlo, pero ella creía que lo había hecho. También acuñó el término anosodiaforia, aplicado a aquellos pacientes que, siendo conscientes de su hemiplejia, les daba completamente igual y no referían ningún malestar al respecto. Es similar a la más literaria belle indiference de los cuadros histéricos descritos por los franceses.
Otro cuadro neurológico fascinante es el de Anton-Babinski o ceguera cortical: el paciente, ciego, cree que puede ver. Pese a los tropiezos, golpes y errores, piensa que el problema es la falta de luz o que le han cambiado las cosas de sitio. Se enfurece o fabula historias alrededor de la negación de su trastorno, porque en algunas lesiones cerebrales, en ocasiones localizadas predominantemente en el hemisferio derecho, el paciente no es consciente del déficit ni la limitación. Esta anosognosia se da en el 80% de pacientes con enfermedad de Alzheimer y en el 60% con deterioro cognitivo leve. Pero en los cuadros psiquiátricos también es común: el paciente psicótico cree firmemente que todas sus ideas y percepciones son reales y no producto de ningún trastorno, la persona con manía bipolar cree que el mundo —y no su cerebro— es el que ha cambiado, y el depresivo participa de una hecatombe universal, existencial, y de ahí su desesperanza a veces suicida.
Estos cuadros suponen un reto para el manejo clínico, porque tensionan el equilibrio entre los principios bioéticos que rigen la medicina: la autonomía del paciente, la beneficencia (actuar en su beneficio, procurar su bien), la no maleficencia (no causarle daño) y la justicia (procurar la equidad e imparcialidad). Desde una postura paternalista llevada al extremo, se puede proceder —como en el pasado― a terribles medidas coercitivas “por el bien del paciente”. Desde un autonomismo maximalista, se puede dejar que el alzhéimer, la psicosis o la anorexia campen a sus anchas y determinen las decisiones, con consecuencias desastrosas para el paciente, su familia u otras personas.
En el debate crispado y a veces destructivo de las redes sociales, a veces se critica a los psiquiatras por ser demasiado coercitivos (se llega a usar el término “violencia psiquiátrica”) o por su contrario (no ingresar al paciente hasta que la situación es límite, tolerar realidades que conllevan riesgo de agresividad, ser en exceso buenista o contemplativos en sus acciones). En la ardua tarea de gestionar estas situaciones clínicas, los profesionales de la salud mental deben ser mesurados y responsables, capaces de evaluar y reevaluar a lo largo del tiempo la capacidad de juicio del paciente, y, por supuesto, optimizar los márgenes para la persuasión, el diálogo, el acuerdo y el acompañamiento emocional con una persona que está sufriendo mucho.
¿Podemos reducir, en nuestro entorno, las medidas coercitivas en el tratamiento de estos graves trastornos? Sí, tenemos margen. Pero para ello es necesario un cambio de mentalidad a distintos niveles (sanitario, social, educativo y judicial) y bastantes más medios (profesionales, formación, infraestructuras), huir de maximalismos temerarios y trabajar todos en la misma dirección. A la vez que humanizamos la atención en salud mental, no podemos dejar indefensas a las familias. Los dispositivos ambulatorios intensivos, la hospitalización domiciliaria o los hospitales de día pueden ser buenos cauces para avanzar en este sentido. Y no olvidar que, en situaciones extremas, con riesgo de auto o heteroagresividad, nuestro deber seguirá siendo proteger la vida, de la mejor forma posible.
El tema de la anosognosia nos remite a la conciencia de nuestros propios déficits y limitaciones. Como individuos y como sociedad, también tenemos puntos ciegos de los que no somos conscientes. En psicoterapia, hay relatos complacientes que encuentran agentes culpables del sufrimiento personal en el pasado remoto o el entorno del paciente, pero también otros —más ásperos pero quizá más terapéuticos— que, desde la empatía y la comprensión biográfica, hacen emerger a la conciencia del sujeto un patrón interpersonal arraigado, automático y dañino, que a partir de ahora se puede modificar.
En el plano cultural, hace unas décadas nos parecía normal intoxicarnos de tabaco o hacer chistes homófobos, por poner un ejemplo. Hoy nos parece que estábamos ciegos a toda esa toxicidad que estábamos respirando. ¿Qué puntos ciegos tenemos hoy en día en nuestra retina? ¿De qué creencias, convicciones o hábitos nos avergonzaremos en unos pocos años? Al menos seamos conscientes de nuestra ceguera y seamos prudentes y cautelosos en nuestra marcha. Si no, como en la ceguera cortical de Anton-Babinski, tropezaremos, golpearemos objetos —y personas—, y vociferaremos, porque creeremos que alguien nos ha cambiado de repente las cosas de sitio. Hay una furia destructiva y desorganizada en aquel que fanáticamente cree ver, pero está completamente a oscuras.
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