Los científicos que vigilan una Amazonia en apuros

La legendaria selva tropical, antes un sumidero de CO₂, empieza a liberar carbono a medida que el cambio climático, la deforestación y otras amenazas humanas la llevan hacia el límite. Un grupo de expertos intenta predecir su futuro

Una avioneta hacía un vuelo a baja altitud para recoger muestras de aire cerca de una torre de observación en el Bosque Nacional de Tapajós, en el Estado de Pará, Brasil, el 6 de mayo de 2023.Foto: DADO GALDIERI | Vídeo: PATRICK VANIER
TEXTO: DANIEL GROSSMAN VÍDEO: PATRICK VANIER FOTOGRAFÍAS: Dado Galdieri
Santarém (Brasil) -

Luciana Gatti mira sombríamente por la ventanilla de la avioneta mientras despega de la ciudad de Santarém, Brasil, en el corazón de la selva amazónica oriental. A los pocos minutos de vuelo, el avión pasa sobre una franja de unos 30 kilómetros de devastación ecológica. Es un mosaico de tierras de labranza, llenas de tallos de maíz verde esmeralda y parcelas recién taladas donde antes había selva tropical. “Es horrible. Muy triste”, se lamenta Gatti, climatóloga del Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales de São José dos Campos (Brasil).

Gatti forma parte de un amplio grupo de científicos que intentan predecir el futuro de la selva amazónica. Los ecosistemas terrestres del mundo absorben en conjunto alrededor del 30% del dióxido de carbono liberado por la quema de combustibles fósiles. Los científicos creen que la mayor parte de este proceso tiene lugar en los bosques, y la Amazonia es, con diferencia, el mayor bosque sin fragmentar del mundo. Desde 2010, Gatti ha recogido muestras de aire sobre la Amazonia con avionetas como esta, para controlar cuánto CO₂ absorbe. En 2021, presentó datos recopilados en 590 vuelos que mostraban que la captación del bosque amazónico —su sumidero de carbono— es débil en la mayor parte de su superficie. En el sudeste de la Amazonia, el bosque se ha convertido en una fuente de CO₂.

El hallazgo acaparó titulares en todo el mundo y sorprendió a muchos científicos, que esperaban que la Amazonia fuera un sumidero de carbono mucho más fuerte. En opinión de Carlos Nobre, climatólogo del Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de São Paulo (Brasil), el cambio se estaba produciendo demasiado pronto. En 2016, utilizando modelos climáticos, él y sus compañeros predijeron que la deforestación descontrolada, sumada al cambio climático global, acabarían empujando a la selva amazónica más allá de un “punto de inflexión”, transformando el clima en una enorme franja de la Amazonia. En ese momento, dejarían de darse las condiciones necesarias para mantener un bosque frondoso de dosel cerrado. Según Nobre, que fue uno de los 12 coautores del artículo de 2021 junto con Gatti, las observaciones de la científica brasileña parecen mostrar los primeros indicios de lo que predijo que ocurriría en dos o tres décadas. Otra gran incógnita es si la selva aún puede salvarse frenando el cambio climático, deteniendo la deforestación amazónica y restaurando sus tierras dañadas, algo que Nobre cree que es posible.

La deforestación a gran escala es la amenaza más visible para la Amazonia, pero la selva sufre de otras maneras menos evidentes. Erika Berenguer, ecóloga de la Universidad de Oxford y la Universidad de Lancaster (Reino Unido), ha descubierto que incluso la parte de bosque intacta ya no es tan sana como antes, debido al cambio climático y a los efectos de la agricultura que se extienden más allá de los límites de las explotaciones. A principios de este año, un gran equipo internacional de investigadores, entre los que se encontraba Berenguer, informó de que esos cambios afectaban al 38% de la selva amazónica intacta.

Están acabando con la selva para transformarlo todo en soja
Luciana Gatti, climatóloga del Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales de São José dos Campos

Gatti visitó Santarém por primera vez a finales de los noventa, cuando la mayor parte de la agricultura de esta parte de la Amazonia la practicaban pequeños agricultores con fines de subsistencia. Ahora está asombrada por la magnitud de la destrucción que ha asolado la selva. Al pasar sobre una enorme parcela de selva amazónica recién arrasada, la voz de Gatti se oye por el intercomunicador del avión. “Están acabando con la selva para transformarlo todo en soja”.

La respiración de la selva

La avioneta que recoge muestras de aire para Gatti está alojada en un hangar enorme del aeropuerto de Santarém. En un lluvioso día de mayo, se reúne ahí con Washington Salvador, uno de sus pilotos habituales. Gatti revisa las resistentes maletas de plástico que le han enviado a Santarém y que guarda en su pequeña oficina del aeropuerto. En su interior, envueltos en papel de espuma, hay 12 frascos de cristal del tamaño y la forma de las botellas de refresco de un litro.

Gatti no necesita acompañar a Salvador cuando este recoge las muestras. Es una suerte, porque se marea en las avionetas. Los pilotos que trabajan con ella vuelan dos veces al mes a un lugar específico de muestreo en cada cuadrante de la cuenca del Amazonas. Una vez que alcanzan una altitud de unos 4.420 metros sobre un punto de referencia, el piloto pulsa un botón, abre las válvulas y enciende un compresor que llena el primer frasco con aire del exterior a través de una boquilla. Acto seguido, se adentran en una espiral pronunciada y estrecha alrededor del punto de referencia, recogiendo 11 muestras más, cada una a una altitud determinada. En la cota final, el piloto prácticamente zarandea las copas de los árboles, a veces a una altura de apenas 100 metros del suelo.

La científica medirá después la cantidad de CO₂ en las muestras en su laboratorio del Instituto Nacional de Investigación Espacial. Calculará cuánto absorbe (o libera) la selva comparando sus mediciones con las realizadas sobre el océano Atlántico.

Las botellas utilizadas para almacenar muestras de aire recogidas durante los vuelos. Dado Galdieri

Scott Denning, un científico atmosférico de la Universidad Estatal de Colorado en Fort Collins que ha colaborado con Gatti, afirma que la investigación de la científica ha sido un “proyecto asombrosamente difícil desde el punto de vista logístico. La belleza del trabajo de Luciana, y también su dificultad, es que lo ha hecho una y otra vez, cada dos semanas durante 10 años”.

Laxitud a la hora de aplicar la ley

Algunas de las fuerzas que están transformando el bioma amazónico se exhiben en el puerto de Santarém, donde un trío de silos de ocho pisos de altura se cierne sobre el mercado de pescado de la ciudad. Cada silo puede contener hasta 20.000 toneladas de maíz o soja, a la espera de ser enviadas a otras partes de Brasil y luego a todo el mundo. En 2017, más del 13% de la selva amazónica había sido talada, en gran parte para la ganadería y los cultivos. Casi dos tercios de este bioma se encuentran en Brasil, que hasta ese año ya había perdido más del 17% de esos bosques, y cuyas tasas de deforestación se dispararon en 2019 durante el Gobierno del entonces presidente, Jair Bolsonaro.

Brasil es básicamente el único país donde todavía se puede entrar en la selva, empezar a talar y esperar salir con un título de propiedad. Es como el Salvaje Oeste de Norteamérica en el siglo XVIII
Philip Fearnside, investigador del Instituto Nacional de Investigación de la Amazonia

Se supone que el Código Forestal de Brasil protege los bosques del país. Una disposición clave exige que, en la Amazonia, el 80% de cualquier parcela, una porción conocida como Reserva Legal, debe dejarse intacta. Pero muchos científicos y activistas forestales sostienen que la laxitud a la hora de aplicar la ley hace que sea demasiado fácil eludirla, y que las multas por incumplimiento no son una disuasión eficaz porque rara vez se pagan. Además, a menudo se obtienen títulos de propiedad de tierras públicas o indígenas que se ocupan y desbrozan ilegalmente, mediante un proceso denominado acaparamiento de tierras. Philip Fearnside, investigador del Instituto Nacional de Investigación de la Amazonia en Manaos, afirma: “Brasil es básicamente el único país donde todavía se puede entrar en la selva, empezar a talar y esperar salir con un título de propiedad. Es como el Salvaje Oeste de Norteamérica en el siglo XVIII”.

Una vecina de Santarém miraba a los silos del puerto, en mayo de 2023. Dado Galdieri

A una hora de viaje en coche desde Santarém, el jefe indígena de la minúscula aldea de Açaizal, en la reserva conocida como Terra Munduruku do Planalto, está sentado en un porche para poder vigilar a los forasteros que pasan en sus vehículos. Josenildo Munduruku —como es habitual, su apellido es el mismo que el nombre de su tribu— cuenta que, hace décadas, colonos no indígenas empezaron a establecer pequeñas propiedades en tierras que él y sus antepasados habían ocupado durante generaciones. Afirma que construyeron casas y abrieron pastos para el ganado sin pedir nunca permiso ni obtener derechos legales. Las generaciones anteriores no se opusieron. “Nuestros padres no tenían esta clase de actitud, no les preocupaba”, se lamenta. La tierra acabó en manos de cultivadores comerciales, que compraron parcelas adyacentes y arrasaron enormes extensiones de selva. “No les importan estos árboles de los que extraemos medicinas. Para ellos, estos árboles no tienen sentido, no sirven para nada”, afirma Munduruku. Señala que su comunidad ha intentado sin éxito obtener ayuda del Gobierno para detener la tala y recuperar parte de la tierra.

El elevado valor de algunas maderas nobles tropicales supone una amenaza constante para el bosque. Junto a una carretera al oeste de Açaizal, un trabajador de un aserradero pasa un enorme tronco por una sierra industrial, que corta un tablero del grosor de una enciclopedia. Otros trabajadores dan forma al tablero en bruto para ajustarlo a las dimensiones estándar. Ricardo Veronese, propietario del aserradero, relata que los miembros de su familia, una pequeña dinastía maderera, llegaron desde el Estado de Mato Grosso hace 17 años. “Vinimos a Pará porque quedaba mucha selva virgen”, explica. En Mato Grosso, desde mediados de los ochenta, se ha talado aproximadamente el 40% de su selva tropical.

Cada año, el aserradero de Veronese corta la madera procedente de unos 2.000 árboles gigantes, la mayoría para suelos y porches de alta gama en Estados Unidos y Europa. Con evidente orgullo, dice que solo utiliza madera “talada de forma sostenible”. Los enormes troncos, apilados por decenas en un patio, proceden de explotaciones madereras reguladas por el Estado que practican la tala selectiva, asegura, en la que solo se cortan los árboles grandes, dejando que los restantes crezcan y llenen los huecos en el dosel. Y afirma que su compañía sigue las normas gubernamentales de tala selectiva, que exigen a las empresas tomar medidas para reducir su impacto.

Pero muchos ecologistas afirman que la tala selectiva permitida por el Código Forestal no suele ser sostenible en el sentido de preservar las reservas de carbono de la selva retenidas en los troncos y conservar su flora y fauna hiperdiversas. Eso se debe a que los árboles que vuelven a crecer tras una operación de tala no son de la misma especie que los que se retiran. Los originales suelen ser especies de crecimiento lento y madera densa, mientras que los sustitutos tienen madera menos densa. Absorben menos carbono en el mismo espacio. Erika Berenguer afirma que pocas empresas siguen los requisitos para limitar la construcción de carreteras o el número de árboles que se pueden talar. “Se calcula que alrededor del 90% de la tala selectiva en la Amazonia es ilegal y, por tanto, no sigue ninguno de estos procedimientos”.

Trabajadores en un aserradero cerca de Jacamin, en el Estado de Pará, en mayo de 2023. Dado Galdieri

Recuento de carbono

Vigilar la Amazonia durante largos periodos requiere paciencia y perseverancia. Berenguer y su equipo llevan midiendo 6.000 árboles del bosque nacional de Tapajós cada tres meses desde 2015. A partir de estos datos, calculan los cambios en la cantidad de biomasa del bosque y cuánto carbono se almacena en él.

Los censos de este tipo y las mediciones atmosféricas como la de Gatti son dos técnicas habituales que utilizan los climatólogos para estudiar la captación y liberación de carbono. Cada una tiene sus ventajas y sus inconvenientes.

Los censos miden directamente la cantidad de carbono (en forma de madera) de un bosque. Si se combinan con mediciones de los restos en el suelo y del CO₂ liberado por la tierra, también pueden tomar en cuenta la descomposición. Pero los censos solo examinan un número limitado de lugares. Las mediciones atmosféricas pueden evaluar el impacto combinado de los cambios en los bosques a escala regional e incluso continental, aunque es difícil descifrar la causa de los cambios que muestran.

Erika Berenguer y su equipo llevan midiendo 6.000 árboles del bosque nacional de Tapajós cada tres meses desde 2015. A partir de estos datos, calculan los cambios en la cantidad de biomasa del bosque y cuánto carbono se almacena en él

En 2010, Berenguer empezó a controlar más de 20 parcelas en el bosque de Tapajós y sus alrededores. Su objetivo era comparar la absorción de carbono del bosque primario con la de la selva degradada por la tala selectiva, legal o no. Pero en 2015, una ola de calor y una sequía sin precedentes azotaron la Amazonia oriental. Ocho de las parcelas de Berenguer se quemaron, matando centenares de árboles que había medido al menos dos veces. Berenguer recuerda el día en que visitó una parcela recién arrasada por las llamas. Su ayudante, Gilson Oliveira, se había adelantado. “Se puso a gritar: ‘El árbol número 71 está muerto. El árbol número 114 está quemándose’. Me derrumbé llorando; me senté entre las cenizas”.

En condiciones normales, la selva amazónica es casi a prueba de incendios. Es demasiado húmeda para arder. Pero cuando terminó esta larga estación seca, los incendios habían calcinado casi un millón de hectáreas de bosque primario en la Amazonia oriental, un área del tamaño de Líbano, matando unos 2.500 millones de árboles y produciendo tanto CO₂ como el que libera Brasil quemando combustibles fósiles en un año. Algunas de las investigaciones de Berenguer quedaron, literalmente, reducidas a cenizas. Aun así, vio la oportunidad de estudiar un problema que se prevé que será cada vez más común: el efecto combinado de múltiples complicaciones, como la sequía extrema, los incendios y la degradación humana causada por la tala selectiva y la tala por clareo [cuando la mayoría o todos los árboles en un área son talados de forma uniforme].

En un recorrido por el lugar donde trabaja el equipo de Berenguer en el bosque de Tapajós, su director de campo, Marcos Alves, camina hasta un sitio que ardió en 2015. Poco antes del incendio, madereros ilegales talaron los árboles más grandes y de mayor valor económico. El bosque ha vuelto a crecer con abundante vegetación, incluidas algunas especies que ya alcanzan el grosor de un poste de teléfono. Pero no hay ninguno de los gigantes que se pueden encontrar en otras partes del bosque.

El cambio climático ha calentado toda la selva amazónica 1 °C en los últimos 60 años. La Amazonia oriental se ha calentado aún más

Alves, Oliveira y Gatti se dirigen a un lugar a tres kilómetros de la carretera que nunca ha sido objeto de tala selectiva o de tala rasa, y que escapó a los incendios de 2015. Aquí hay menos luz porque el dosel arbóreo es muy espeso. Y se nota más frío: los árboles no solo bloquean la luz del sol, sino que también sueltan grandes cantidades de agua, lo que enfría el aire. Gatti se maravilla ante el tamaño de un árbol de la nuez de Brasil (Bertholletia excelsa). “Es increíble la cantidad de agua que este árbol pone en el aire”.

La climatóloga brasileña Luciana Gatti sonríe junto a un árbol de samaúma gigante, en el bosque nacional de Tapajós.Dado Galdieri

En 2021, Berenguer y un equipo de coautores de Brasil y Europa publicaron un estudio sobre la absorción de carbono y la mortalidad de los árboles en sus parcelas durante tres años tras la quema de 2015 y 2016. Compararon parcelas que habían sido taladas selectivamente o habían ardido en los años anteriores con otras que no habían sido taladas ni quemadas. El estudio descubrió que morían más árboles en las parcelas degradadas. Aunque las parcelas que no estaban degradadas obtuvieron los mejores resultados en su estudio, Berenguer afirma que ya no existen los “bosques prístinos”. El cambio climático ha calentado toda la selva amazónica 1 °C en los últimos 60 años. La Amazonia oriental se ha calentado aún más.

La pluviosidad amazónica no ha cambiado de forma apreciable, si se saca una media de todo el año. Pero la estación seca, cuando la lluvia es más necesaria, se está alargando, especialmente en el noreste de la Amazonia, donde las precipitaciones durante la estación seca disminuyeron un 34% entre 1979 y 2018. En el sudeste, la estación dura ahora unas cuatro semanas más que hace 40 años, lo que supone un estrés para los árboles, especialmente para los grandes. Aun así, Berenguer asegura que, hasta ahora, los efectos mensurables del cambio climático en el bosque son relativamente sutiles en comparación con los del impacto humano directo, como la tala.

En el sudeste de la Amazonia, la estación seca dura ahora unas cuatro semanas más que hace 40 años

David Lapola, especialista en modelación de sistemas terrestres de la Universidad de Campinas (Brasil), afirma que la deforestación por sí sola no puede explicar por qué se ha debilitado el sumidero de carbono de la Amazonia, y se ha invertido en el sudeste. Él y más de 30 compañeros, entre ellos Gatti y Berenguer, publicaron el año pasado un análisis en el que señalaban que las emisiones de carbono resultantes de la degradación igualan o superan a las de la deforestación por clareo.

Es más, incluso los bosques intactos sin un impacto humano local evidente acumulan menos carbono que antes, como se observa en algunos estudios de censos de árboles. Un análisis de 2015 de 321 parcelas de bosque primario amazónico sin impactos humanos evidentes registró “una tendencia decreciente a largo plazo de la acumulación de carbono”. Un estudio similar publicado en 2020 señalaba lo mismo en la selva de la cuenca del Congo, la segunda selva tropical más grande del mundo.

Esto supone un cambio respecto a décadas anteriores, cuando los censos indicaban que esos bosques primarios de la Amazonia almacenaban más carbono. No existe una explicación consensuada de estas ralentizaciones, ni de por qué un bosque primario acumulaba carbono anteriormente. Pero muchos investigadores sospechan que las ganancias de carbono en décadas precedentes (y las restantes hoy) se deben a la influencia positiva del CO₂ adicional en la atmósfera, que puede estimular el crecimiento de las plantas.

En varios estudios en los que se expusieron grandes parcelas de bosques a niveles elevados de CO₂, conocidos como experimentos de enriquecimiento de carbono en aire libre (FACE), los investigadores han medido aumentos en la biomasa. Pero en una notable excepción, no se produjo ningún crecimiento a largo plazo, lo que sugiere que no siempre se puede contar con que el aumento de CO₂ beneficie a los bosques.

Hasta ahora, todos los experimentos forestales de FACE se han realizado en regiones templadas. Y muchos científicos sospechan que los bosques tropicales —y la Amazonia, en concreto— podrían seguir reglas diferentes. Por fin se va a llevar a cabo el primer experimento FACE a 50 kilómetros al norte de Manaos. Está previsto que su sistema de tuberías para liberar dióxido de carbono en las parcelas de prueba se ponga en marcha en algún momento de este año. Nobre confía en que el experimento pueda ayudar a predecir si los continuos aumentos de CO₂ beneficiarán a la Amazonia.

Durante varias décadas, Nobre y sus alumnos han utilizado modelos informáticos para predecir cómo afectarán a la Amazonia el cambio climático y la deforestación. La investigación se basó, en parte, en trabajos realizados en los setenta, que demostraban que la propia selva amazónica contribuye a crear las condiciones que la mantienen viva. La humedad que sopla desde el Atlántico cae en forma de lluvia en la Amazonia oriental y luego se evapora y es transportada hacia el oeste. Se recicla varias veces antes de llegar a los Andes. Un bosque más pequeño o gravemente degradado reciclaría menos agua y, con el tiempo, podría no ser capaz de mantener el bosque exuberante y húmedo.

Estamos matando este ecosistema directa e indirectamente. Esto es lo que me asusta terriblemente y lo que me afecta tanto cuando vengo aquí. Observo cómo se muere el bosque
Luciana Gatti, climatóloga brasileña

En su estudio de 2016, Nobre y varios compañeros calcularon que la Amazonia alcanzaría un punto de inflexión si el planeta se calentara más de 2,5 °C por encima de las temperaturas preindustriales y si se deforestara entre el 20% y el 25% de la selva. El planeta va camino de alcanzar los 2,5 °C de calentamiento en 2100, según afirmó Naciones Unidas en 2022. Nobre se pregunta ahora si su anterior estudio fue demasiado conservador. “Lo que muestra el trabajo de Gatti es que toda esta zona del sur de la Amazonia se está convirtiendo en una fuente de carbono”. Está convencido de que, aunque la Amazonia aún no ha llegado al punto de inflexión, podría hacerlo pronto.

Susan Trumbore, una directora del Instituto Max Planck de Biogeoquímica de Jena (Alemania), no es partidaria de utilizar el término punto de inflexión, una frase sin definición precisa, para hablar de la Amazonia. Pero está de acuerdo en que el futuro de la selva está en juego. “Tengo la sensación de que va a ser una alteración gradual del ecosistema que sabemos que se avecina con el cambio climático”, afirma. Independientemente de que el cambio sea rápido o lento, Trumbore coincide con la mayoría de los científicos que estudian la Amazonia en que esta se enfrenta a graves problemas que podrían tener ramificaciones mundiales.

Algunos de esos retos están directamente relacionados con la política de la región. El pasado agosto, Gatti y sus compañeros informaron de que los ataques a la Amazonia —como la deforestación, la quema y la degradación— habían aumentado drásticamente en 2019 y 2020 como consecuencia de una menor aplicación de la ley. Y eso duplicó las emisiones de carbono de la región.

Luciana Gatti miraba una avioneta de recogida de muestras desde una torre de observación en el bosque nacional de Tapajós, en mayo de 2023. Dado Galdieri

El destino de la Amazonia está en la mente de Gatti mientras sube a una torre de celosía en el bosque de Tapajós, uno de los puntos de referencia que sobrevuelan sus pilotos cuando recogen muestras de aire. La estructura metálica se zarandea y cruje mientras ella asciende. Cuando alcanza la cubierta, 15 pisos por encima del suelo, contempla el bosque que se extiende en todas direcciones hasta el horizonte. “Estamos matando este ecosistema directa e indirectamente”, dice, emocionándose. Se seca una lágrima. “Esto es lo que me asusta terriblemente y lo que me afecta tanto cuando vengo aquí. Observo cómo se muere el bosque”.

A finales de 2023, varios meses después de visitar el bosque de Tapajós, Erika Beringuer cuenta que los alrededores de Santarém están envueltos en el humo de decenas de incendios forestales. Hay “hectáreas y hectáreas de bosque quemado”, incluso en al menos una de sus parcelas, explica en un mensaje de texto. El humo es demasiado denso como para poder evaluar el impacto en su investigación hasta el momento, dice. “Algo que me parece especialmente inquietante es que da la impresión de que 2023 es una reedición de 2015. ¿Cuántas reediciones tendremos hasta que se tomen medidas para evitar los incendios forestales?”.

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