Los refugiados sin refugio
La región del Extremo Norte de Camerún, fronteriza con Nigeria y Chad, acumula desplazados por crisis humanitarias antiguas y nuevas desatadas por la violencia intercomunitaria y el terrorismo de Boko Haram. ACNUR ha pedido de forma urgente 55 millones de euros para asistir a cien mil personas, pero nadie responde
Doungoussia Bachir, Goussia para la familia, es una adolescente de sonrisa tímida y mirada esquiva. Una niña de 13 años, como cualquier otra joven musulmana del Extremo Norte de Camerún. Pero esconde un pasado traumático. No hace falta que hable para saber que algo va mal; con un simple gesto se adivina. Cuando descubre su brazo derecho, habitualmente oculto bajo el chador, materializa la terrible cicatriz, física y mental, que le dejó algún integrante del grupo yihadista Boko Haram (BH) cuando apenas contaba cinco años.
Relata la experiencia su madre, Ache Bachir, desde su hogar en Maroua. Esta es una de las principales ciudades del norte camerunés, la última a la que llegan los aviones del servicio humanitario de la ONU desde la capital, Yaoundé. Los vuelos comerciales no paran por estas tierras azotadas por los crímenes de BH, como llaman aquí para abreviar a los terroristas, de tanto que se habla de ellos: secuestran inocentes, roban en las aldeas y queman todo a su paso, atacan con Kaláshnikov y machetes, inmolan a niñas bomba en los supermercados… Surgieron en 2009 en el norte de Nigeria, donde acumulan más de 350.000 muertos a sus espaldas, pero amedrentan a toda la región: solo en 2020, aquí se registraron más ataques que en Chad, Nigeria y Níger juntos, según las estimaciones del Centro Africano de Estudios Estratégicos. Nadie vive tranquilo ante un grupo terrorista que provoca miedo y dolor en nombre de una ideología que pretende instaurar la ley islámica.
Personas como Goussia y Ache se cuentan entre las damnificadas. Madre e hija son desplazadas internas o IDPs, es decir, súbditas camerunesas que tuvieron que marcharse de su hogar y su ciudad, pero que no han llegado a salir del país. Como ellas, la Agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR) estima que hay unas 100.000 personas en esta situación, tanto dentro del país como provenientes de Nigeria. De ellas, el 60% son menores de edad, y el 53% son mujeres.
Pero BH y el Estado islámico de África del Oeste –una escisión de los primeros que opera de manera similar en el mismo territorio– no son los únicos problemas. A las razones por las que escapar se han sumado crecientes enfrentamientos entre etnias que se disputan los cada vez más exiguos recursos naturales, fundamentalmente agua.
La ausencia de este medio básico para la supervivencia, espoleada por frecuentes sequías, provocó el 5 de diciembre de 2021 un altercado entre ganaderos, agricultores y pescadores en la aldea de Ouloumsa. Fue tan violento que más de 100.000 habitantes de los alrededores huyeron. En agosto, otras peleas de la misma índole ya habían provocado el desplazamiento de otros 23.000 vecinos, advirtió ACNUR, y en febrero de 2022 los ataques registrados dejaron 34 aldeas reducidas a cenizas.
“Antes solo llegaban quienes huían de los ataques de Boko Haram, pero ahora también tenemos a los que escapan de los conflictos intercomunitarios”, confirma por WhatsApp Moise Amedje, asistente de comunicación de ACNUR en Maroua. “Todos ellos se encuentran en una situación de extrema vulnerabilidad y viviendo en condiciones precarias; especialmente en un entorno urbano como Maroua, donde la vida es cara. Los donantes también deben tener en cuenta a estas personas, que lo han perdido todo y no pueden volver a casa”.
La familia Bachir vive en la miseria, en una casa –si se puede llamar a así a tal calamitosa infraestructura– en régimen de alquiler. Ache Bachir, con su hija al lado, cuenta cómo les cambió la vida un día de 2013. “Estábamos bien situados; mi marido era comerciante de ganado y debajo de la cama guardábamos mucho dinero”, relata sobre su pasado opulento. Y señala el catre donde ahora duerme. Este no solo no esconde ya caudal alguno: es que carece hasta de colchón. Únicamente unas mantas apiladas atenúan la dureza del suelo a la hora de dormir.
Una noche, empezó el “ratatata”, es decir, el sonido de los disparos. Varios hombres armados irrumpieron en el pueblo con intención de arrasar, y los Bachir salieron a la carrera: el cabeza de familia, sus dos esposas y los diez hijos que sumaban entre ambas. Goussia, de cinco años por entonces, fue alcanzada por un proyectil. “Yo estaba embarazada y la niña resultó herida. Así y todo, caminamos 30 kilómetros hasta llegar a Mora”, explica la mujer. En esta ciudad se encuentra el único hospital distrital y allí las atendieron. La extremidad requirió cirugía, pero no salió bien.
Hoy, este centro sanitario está gestionado por el Ministerio de Sanidad y por Médicos Sin Fronteras (MSF), que, entre otras labores, se encarga desde 2015 de que las cirugías sean sin coste para los pacientes y de que mantengan unos estándares mínimos de calidad. Pero en aquel entonces no había presencia de organizaciones humanitarias allí y el servicio era de pago. Hoy, el brazo de la adolescente traza una forma antinatural, como una letra S, cuando debería ser recto. La cicatriz que luce es gigantesca. Y ella sufre dolor crónico desde entonces. Ocho años de dolor.
Los problemas no acabaron aquí porque, con la huida, la segunda esposa del marido de Bachir se esfumó y no han vuelto a saber de ella. El resto llegó a Maroua, capital de la región, más al sur y ya no tan peligrosa, pues aquí no ha llegado el terrorismo. Pero el marido de Bachir y padre de las 11 criaturas también se acabó por marchar. “Quedó traumatizado porque lo perdimos todo”, sospecha la mujer. De un día para otro se vio sola, sin dinero, en una ciudad desconocida y con una prole a su cargo, entre niños propios y ajenos.
Este es uno de los afligidos testimonios que se escucha entre la población desplazada del Extremo Norte, donde las necesidades humanitarias son acuciantes para todos, pero sobre todo para quienes se ven obligados a escapar de la violencia con lo puesto a lugares donde no conocen a nadie, donde no encuentran empleo ni arraigo ni hay ley de acogida alguna que los asista. La situación, en marzo de 2022, es “catastrófica”, lamenta Amedje. A principios de año, esta agencia de la ONU realizó una petición extraordinaria de fondos para poder ofrecer ayuda a cien mil personas. De los 55 millones de euros solicitados se ha recaudado el 4% y a esta exigua respuesta se suma el temor a que la invasión rusa en Ucrania socave los llamamientos futuros e incluso los fondos ya destinados a países que sufren otras crisis humanitarias, tal y como ha advertido la semana pasada Oxfam Intermon. La organizacion ha expresado su preocupación por el hecho de que algunos Gobiernos estén cambiando los presupuestos ya asignados para pagar la asistencia en el pais europeo, y ha instado a los donantes a satisfacer estas necesidades con nuevas partidas. “Algunos donantes han indicado que reducirán su ayuda oficial al desarrollo a Burkina Faso en un 70%, mientras que otros países de África Occidental están recibiendo noticias similares”, aseguran en un comunicado de prensa.
Otro despertar entre disparos
Con un susto y una huida comienza también la historia de Adoum Daouda y los suyos, y también recalaron en Maroua. Ocupan una chabola destartalada en medio del campo donde la basura y los charcos son vecinos habituales. “Cuando llueve, se inunda todo. La última vez nos llegó el agua a la cintura”. La marca de humedad de un metro de altura en el muro de las viviendas de los alrededores lo atestigua. Daouda también fue un próspero hombre de negocios, pero la violencia terrorista le ha convertido casi en indigente.
En un relato que resulta calcado al de miles de compatriotas, este antiguo empresario describe cómo una noche, mientras dormían a pierna suelta, el rugido de las motocicletas de BH les hizo saltar de la cama. Hijos, esposas –tiene dos– y demás parientes y vecinos se refugiaron en la espesura durante un par de días. Cuando regresaron a sus hogares, todo había sido incendiado. Se marcharon de allí con el pijama como única pertenencia y al cabo de 10 kilómetros a pie les recogió un camión que los llevó hasta Maroua. Aquí comenzó la odisea de empezar de cero.
Pero esto no fue lo peor: los fundamentalistas asesinaron a uno de los hermanos de Daouda, dejando viuda a Mariama, que ahora vive con él. Otro hermano, su mujer y sus dos hijos murieron en el acto, cuando estaban sentados a la mesa para cenar, porque una niña a la que habían atado un cinturón de explosivos fue inmolada allí mismo. “Cuando volvimos al pueblo encontramos los cadáveres colocados uno junto a otro, frente a la puerta de su casa”, recuerda el hombre. Habla con serenidad, sin dejar entrever sus sentimientos. Es una historia quizá demasiadas veces contada.
Los Daouda y los Bachir son dos de las numerosas familias que atestiguan no recibir ninguna ayuda ni atención, ni del Estado, ni de ninguna organización humanitaria. Ache añade que sus hijos carecen, incluso, de certificado de nacimiento, aunque sí van a la escuela. Daouda no tiene los niños escolarizados, y tampoco están registrados. Por tanto, ninguno de ellos existe oficialmente: ni a la hora de incluirlos en estadísticas que podrían servir para evaluar cuántas personas necesitan ayuda, ni para ser beneficiarias de asistencia social. Ni siquiera para poder presentarse a exámenes oficiales en el colegio y pasar de curso.
Ellos contactaron en octubre de 2021 con ACNUR y fueron registrados dentro del último plan de asistencia a población desplazada de esta organización. “Estamos haciendo una estimación de cuántas personas necesitan ayuda para incluirlas en un programa que les dará certificado de nacimiento gratuito y una ayuda económica”, avanzaba entonces Boniface Uwitonze, coordinador de la encuesta. La primera fase de esta evaluación finalizó el 19 de enero de 2022 con la participación de 6.679 desplazados; de ellos, solo el 30% poseía documentos de identidad válidos, y solo el 8% de los niños había sido registrado al nacer. Se hallaron altos niveles de separación familiar y más de un 60% de menores de edad sin escolarizar.
Vivir de cualquier cosa
Con una pequeña cantidad monetaria se puede comenzar un pequeño negocio. O mejorar uno que ya exista. Para sobrevivir, Bachir compra a crédito en una tienda de comestibles del centro de Maroua y luego vende por un poco más esos productos en su barrio, en las afueras. Con lo que obtiene, devuelve el préstamo y le queda para pagar el alquiler –14.000 francos CFA, unos 22 euros– y alimentar a la prole.
En casa de Adoum Daouda todos se dedican a algo. Él acude a diario al mercado, donde hace de intermediario entre quienes quieren comprar y vender vehículos, fundamentalmente motos. “Hablo cinco idiomas: hausa, kanouri, francés… Muchas veces no hay buena comunicación, así que me ofrezco como mediador y me llevo una comisión”. Su hermano menor, que también vive con él, se ocupa de vender mosquiteras al pie de la carretera. Mariama ha montado un puesto de productos de básicos de consumo –sal, pimienta, azúcar, té, bolsitas de detergente…– en la puerta de casa, para los vecinos. Y su esposa sabe bordar. Adoum muestra su gorro, primorosamente decorado con hilos de colores. “Si tuviéramos una pequeña ayuda ella podrá comprar material de costura y arrancar un negocio también”, fantasea, resaltando el talento de la mujer.
Estas personas necesitan cubrir todas sus necesidades básicas: alojamiento, alimentación, escolarización de los niños, empleo decente y acceso a servicios sanitarios, lo más preocupante. “Maroua no es un lugar directamente afectado por el terrorismo, así que aquí no se destinan tantas ayudas como en otros sitios”, explica Uwitonze. Pero indirectamente sí afecta, pues es punto de encuentro de cientos de damnificados que llegan con las manos vacías. Al no estar en un campo de refugiados o de desplazados, sino diseminados y sin registrar, resulta más complicado recibir asistencia.
En el caso del acceso a los servicios de salud, ocurre así. El bien surtido hospital público de Maroua ofrece tratamientos, consultas, medicamentos, pruebas y diversas cirugías, pero todo ello tiene un coste, pues en Camerún la atención sanitaria no es gratuita. “Tenemos muchos problemas de malaria en niños, mira cómo vivimos”, denuncia Bachir, refiriéndose a las piscinas de agua estancada que inundan su barrio y que son el caldo de cultivo perfecto para la proliferación del mosquito Anopheles, el transmisor del paludismo.
Otra complicación para la población desplazada es cumplir con el calendario de vacunas de los menores de edad, bien porque las campañas no llegan o bien porque, al tener que huir de un lugar a otro, las madres pierden la oportunidad de llevar a sus hijos al centro de salud. Por eso ha acabado Hadi, de un año, en una sala de aislamiento del hospital de Mora. Padece rubeola complicada con una infección respiratoria, aunque su pronóstico es bueno. Su historia de desplazamiento es similar a tantas otras. Ataque terrorista, huida… “Luego me divorcié de mi marido y me fui con mi madre. Hemos estado yendo de un sitio a otro y se me olvidó la vacunación”, cuenta en idioma fufuldé Djeuda Mussa, la madre.
Como Ache Bachir no puede pagar la asistencia médica, recurre a remedios tradicionales, que son más baratos, o compra blísteres de medicamentos en puestos de la calle, pero con absoluto desconocimiento de lo que se está tomando y de si realmente curará. Sus hijos sufren episodios de malaria todos los años, pero afortunadamente, dice, ninguno ha sido grave. En cuanto a Goussia, su brazo maltrecho requeriría una intervención de cirugía plástica reconstructiva, algo imposible. Primero, porque es un servicio de pago, imposible de asumir para ellas. Y segundo, porque tal especialidad médica no existe en este violentado norte de Camerún.
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