Adiós a las armas en la justicia española
Derrocar a un presidente es un objetivo legítimo de la oposición, pero no debe alcanzar jamás a los jueces
En toda guerra, o surge alguien inteligente y con mirada amplia que llama a los contendientes a hacer las paces, o bien uno de los dos bandos aniquila al otro o, en el mejor de los casos, lo somete. También existe la idea, nuevamente inteligente, de que no hay que comenzar las batallas —ni siquiera las guerras— que no se pueden ganar. Pero no voy a hablar de ningún conflicto bélico, sino del evidente enfrentamiento que existe entre algunos jueces y el Gobierno y, en parte, el Parlamento con la actual mayoría en el Congreso.
El tema viene de lejos. Dejando de lado las clásicas refriegas ...
En toda guerra, o surge alguien inteligente y con mirada amplia que llama a los contendientes a hacer las paces, o bien uno de los dos bandos aniquila al otro o, en el mejor de los casos, lo somete. También existe la idea, nuevamente inteligente, de que no hay que comenzar las batallas —ni siquiera las guerras— que no se pueden ganar. Pero no voy a hablar de ningún conflicto bélico, sino del evidente enfrentamiento que existe entre algunos jueces y el Gobierno y, en parte, el Parlamento con la actual mayoría en el Congreso.
El tema viene de lejos. Dejando de lado las clásicas refriegas prebélicas —ha habido demasiadas—, el primer capítulo de este triste relato sobrevino con la sentencia del procés. En dicho proceso, la Fiscalía mantuvo una acusación por rebelión tan sumamente fuera de lugar que hasta la rechazó el Tribunal Supremo, condenando por sedición, que tampoco existía porque jamás hubo un alzamiento, como exigía el Código Penal. Subirse a un coche de policía no es “alzarse”, al menos en el sentido que lo exigía el citado Código. Tampoco lo era intentar, con más astucia que vehemencia, la celebración de un referéndum ilegal y soportar los porrazos de la Policía. Ni siquiera fue sedición declarar la independencia, tal y como ridículamente hizo el Parlament, al menos en el sentido exigido por cualquier intérprete del Código Penal previo a 2017. Pero el Tribunal Supremo condenó, con escasa motivación, por cierto, y a nadie pareció importarle —más bien al contrario— esa interpretación suya tan sumamente creativa que suponía que, en resumidas cuentas, era ese tribunal, y no exactamente el legislador —es decir, el Parlamento—, quien determinaba el contenido de lo que debía ser delito. Nadie sensato negaba la gravedad, en varios sentidos, de intentar la secesión fuera de las vías constitucionales. Otra cosa es que lo sucedido fuera una sedición o una rebelión, insisto, al amparo del Código Penal entonces vigente.
El segundo capítulo de esta historia sobreviene con la muy discutible condena a Alberto Rodríguez, diputado de Podemos, que le supuso la pérdida de su condición de parlamentario por un delito menor en el que la prueba incriminatoria era realmente insuficiente, lo que equivale a decir que se pudo vulnerar su presunción de inocencia. Sin embargo, no reaccionó ninguno de los resortes que podrían haber corregido la situación. Hubo que esperar a 2024, tres años después de la condena, a que el Tribunal Constitucional enmendara el evidente desaguisado, y sorprendentemente no por vulneración de la presunción de inocencia, sino por falta de proporcionalidad de la condena.
Tras ello vino la ley de amnistía, que más allá de toda duda razonable dispuso el olvido de todos los delitos cometidos durante el llamado procés y sus secuelas. Sin embargo, nuevamente algunos magistrados del Tribunal Supremo se sintieron creativos y dijeron que el legislador no había querido amnistiar la malversación. Lo afirmaron con una muy peculiar teoría —ni siquiera interpretación— según la cual los políticos condenados pretendieron enriquecerse al financiar el referéndum —supuestamente— con dinero público, y no con dinero de sus bolsillos. Nuevamente, dio igual lo que dijo el legislador, y hasta muchos observadores imprudentes, políticamente disconformes con la amnistía, aplaudieron la conducta, ya ni siquiera del Tribunal Supremo, sino sólo de algunos de sus magistrados que, nuevamente, se separaba de la obra del Parlamento. A ver qué acaba diciendo al respecto el Tribunal Constitucional.
Es difícil negar que el Tribunal Supremo, con algunas resoluciones, ha estado inspirado de algún modo por la política o ha tomado decisiones, probablemente sin necesidad, que interfieren en esa vida política. Algunos otros jueces inferiores lo han imitado, y así tenemos varios casos abiertos contra diversos reos, siempre relacionados directa o indirectamente con algún político que, igual que aquellos antiguos casos contra Podemos que acabaron en nada, puede que tengan poco o nada que rascar, más allá de conjeturas policiales o elucubraciones sesgadas de algún juzgador.
En ese contexto sobrevino la sentencia que ha condenado al fiscal general del Estado, que tan poco costó deliberar y que tantísimo ha costado motivar. Un caso que es difícil de entender que se iniciara —las notas de prensa son habituales en fiscalías y tribunales y prácticamente jamás se investigan las filtraciones—, en el que se emplearon medios de investigación absolutamente desproporcionados y en el que los datos encontrados, en cualquier otro caso, hubieran resultado insuficientes, no ya para condenar o siquiera para pasar a juicio, sino incluso para abrir una investigación. Pero el fiscal general ha sido condenado en una sentencia que pasará a la historia como un ejemplo del esfuerzo sobrehumano en justificar lo injustificable. La información difundida en la nota de prensa no era ya secreta, pues la conocía cualquier medio de comunicación y hasta la difundió el entorno del interesado. A ver qué dice al respecto el Tribunal Constitucional ante tamaña vulneración de la presunción de inocencia.
Todos estos casos están dejando como unos zorros algo imprescindible en una democracia: la buena imagen de la justicia. No sin argumentos, muchísimos ciudadanos ven en varios de estos fallos, y en otros análogos, el signo de una ideologización extrema de demasiados jueces, siendo que quien debería ser independiente y, por tanto, imparcial, se transforma en un actor político que ni siquiera esconde —como ocurrió en el caso del fiscal general— relaciones personales, incluso oficialmente estrechas, con abogados de la acusación, es decir, de una de las partes. Se llegó hasta el extremo, en un exceso verbal, de banalizar sobre un fallo después de una conferencia nada menos que en la casa de una de las partes acusadoras: el Colegio de Abogados de Madrid.
Ocurre que es imposible entrar en una guerra sin salpicarse de sangre o lodo, y los jueces no pueden hacer eso. Derrocar a un presidente del Gobierno es un objetivo legítimo de la oposición política, pero no debe alcanzar jamás a los jueces, igual que —casi— nadie duda ya que no puede implicar a la Policía o al ejército, como ocurrió en el pasado. Sin embargo, ahí tenemos a varios jueces en las redes sociales haciendo comentarios orientados políticamente, y además esgrimiendo su condición de juzgadores desde una soberbia y una ausencia de criterio jurídico y de falta de independencia que resultan, no ya inquietantes, sino espantosas.
Los jueces no pueden mancharse de sangre, ni siquiera de barro entrando en la brega. Deben permanecer alejadísimos de cualquier juego político, a riesgo de ser las próximas víctimas de esa innoble guerra, como ya ha ocurrido históricamente varias veces y aún sucede en los Estados extranjeros en que algunos jueces han decidido dedicarse al deporte del lawfare, por corrupción o por alma de salvapatrias, es indiferente. Estas guerras deben detenerse, puesto que jamás las gana el más vulnerable, que es justamente el que no puede mancharse. La justicia, como concepto de origen incuestionablemente teológico, no deja de precisar, aun en nuestros días, mucho de fe ciudadana que las togas, que son las sotanas de los jueces, tienen que honrar. Hay que recuperar esa fe. Un ciudadano no puede confiar en los tribunales tras conocer los entresijos de según que vodeviles. Alguien debería poner un poco de cordura en este auténtico desvarío de intereses personales cruzados, acordándose de la dignidad que debe tener el órgano que ocupa, olvidándose de aspiraciones profesionales futuras o de lo que le digan o pidan sus amigos. El futuro, que hoy en día se hace presente enseguida, se lo demandará con tremenda dureza si no lo hicieren.
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