España ya no huele a pueblo
Centrada la atención en nuestros nacionalismos, hemos olvidado no pocos lugares que solo intentan que su existencia no sea pasado
“España huele a pueblo, / a descalzo y a fuente, / a trabajo y a queso, / a arrugas en la frente”. Junto a algunas flores selectas de Paco Martínez Soria, ...
“España huele a pueblo, / a descalzo y a fuente, / a trabajo y a queso, / a arrugas en la frente”. Junto a algunas flores selectas de Paco Martínez Soria, España huele a pueblo fue uno de esos productos culturales que, derivados del éxodo rural, nacieron como odas pero pronto se iban a entender como elegías. Benito Moreno compuso la canción en la marea alta del folk de los setenta y Manolo Escobar, un sabueso del casticismo, la popularizó. Se trataba de curar las nostalgias de aquellos que, con más anhelos de subsistencia que sueños de clase media, habían dejado atrás sus pueblos y volvían a evocarlos con un baile en la Feria de Abril de Barberà del Vallès o con un casete de Juanito Valderrama en Alemania. Menéndez Pelayo, en un golpe de brillo, escribió que la “antigua libertad” española era de carácter “municipal y foral”, y para honrar esa intuición bastará con recordar que Extremadura, con un millón de habitantes, tiene más municipios que Portugal, con 11 millones. Precisamente hasta el éxodo rural esos pueblos españoles continuaban siendo —como observó Azorín— iguales que en tiempos de Cervantes: “Plazas anchas, con soportales ruinosos, por las que de tarde en tarde discurre un perro”. Hoy seguimos teniendo más de 8.000 municipios, cuatro de cada cinco por debajo de los 10.000 habitantes. Y si nunca estuvieron muy poblados, hoy están diezmados y envejecidos, presa de la corrosión que desencadena el éxodo: el padre se va, el hijo no vuelve, el quiosco cierra, el bar apenas abre y —si se clausura la escuela— solo quedarán viejos hasta que ya no queden viejos. De los setenta a esta parte, fijar la población al territorio ha sido un principio rector de la vida nacional: por eso hemos abierto universidades y tendido vías férreas, y por eso prevemos mecanismos para fusionar municipios que chocan con el hecho de que a un pueblo no le gusta cómo huele el otro pueblo. Hemos tenido, en fin, mucho regocijo con las rotondas, pero si en algo es puntera la inversión pública es en polideportivos a una escala más adecuada a Toronto que a Villanueva de Gállego. El resultado de los esfuerzos ya sabemos cuál es: nuestra democracia ha tenido más éxito en recuperar al lince ibérico que al joven zamorano. Tenemos un problema —como si nos faltaran— con los pueblos.
Podemos pensar que, centrada la atención en nuestros nacionalismos, hemos olvidado no pocos lugares de España que no piden independencias, sino que intentan que su existencia no sea pasado. Solo impactos tan brutales como los fuegos de agosto nos harían volver los ojos a ellos. En realidad, siempre le hemos prestado atención al campo, desde el esfuerzo ilustrado —canales, repoblaciones— bajo los Borbones hasta el agrarismo de los años treinta o los pueblos nuevos de la “colonización” franquista. Ha ocurrido en la política y también en las sensibilidades: nuestro barroco hizo el menosprecio de corte y nuestro costumbrismo iba a ser, con tipos tan leídos en su día como Pereda y Gabriel y Galán, una alabanza de aldea. Hasta podemos concebir el carlismo, un tradicionalismo al fin y al cabo, como una invitación a permanecer sentados sobre nuestro propio foro. De hecho, para ser un país de industrialización enclenque, nuestro XIX hará de la ciudad y del progreso unos demonios desproporcionados: un cuento como el Adiós, Cordera de Clarín viene a ilustrar casi al punto el axioma chemin de fer, chemin d’enfer. Y no hablemos de la idealización rural de Valle-Inclán y Miró, de Unamuno y Azorín. “¡Rascacielos!”, clama Miguel Hernández. Él mismo se contesta: “¡Rascaleches!”
Nada de esto, infelizmente, contribuyó a prestigiar nuestros pueblos y nuestros campos, que fuera y dentro de nuestro país han tenido la mala fortuna de identificarse más bien con una España negra, tantas veces más trágica que “la negra provincia de Flaubert”. Así, ninguna idealización rural ha tenido la pegada de unos Campos de Níjar o unas Hurdes, tierra sin pan y, al pensar en la vida del agro evocamos más a Puerto Hurraco que a cualquiera de nuestros trasuntos de los Cotswolds. Todo país tiene su palabra para “paleto” o “pueblerino”, pero hay matices: en Inglaterra, el campo era el lugar de la vida bella y el saber de Oxford y Cambridge; en Francia, el campesino era el portador de las verdades de la tierra. Quizá sí tenemos parecidos con el Mediodía italiano, lo que no resulta alentador: el pueblo ahí será pobreza, la marca de vergüenza por la que el campesino de Sicilia o de Galicia disimulaba la lengua aprendida de su madre. Al pensar en el destrozo urbanístico de nuestros pueblos; al lamentar la ausencia histórica de ligas de defensa de nuestra arquitectura popular, colegimos que, literaturas aparte, el pueblo era el lugar del que uno quería largarse.
Hoy seguimos atendiendo al problema, de la PAC al PER, con sobresaliente compromiso presupuestario. Y hasta las “ideas estéticas”, por citar de nuevo a Menéndez Pelayo, nos acompañan: uno de los aciertos editoriales de estos años fue La España vacía. Y ha cobrado auge una literatura que no es que vuelva al campo, sino que no salió de él y así —muchas veces con autoría femenina— lo reivindica. El turismo y la gastronomía han hecho bien a nuestra mirada: los niños no vienen de París, pero las estrellas Michelín vienen del campo. Es posible que caigamos en la tontería si dejamos que nuestra visión del agro y los pueblos sea la de la casa rural y el hotelito con encanto, pero —como fuere— el origen se vive ya más como orgullo que como vergüenza. Cada municipio tiene su asociación comprometida con el propio municipio. Y en la última década se han conjurado dos peligros: por un lado, el de quienes, con pasión geométrica e ignorancia práctica, querían eliminar las diputaciones provinciales; por otro, el de quienes querían despojar de Estado a tantos pueblos con la racionalización, je, de las cabezas de partido judicial. Lleguemos, por fin, al argumento supremo (aviso ironía): ¡pero si en el campo hay agua caliente y Amazon!
Y, sin embargo, España —grandes zonas— se sigue despoblando a un ritmo solo comparable al surgimiento de comités de sabios contra la despoblación. Los nómadas digitales no se han mudado al campo. La covid no nos devolvió a él. Quizá cantemos más que antes las alabanzas de la cecina de León, pero la percepción es que León solo sale en las noticias cuando arde, mientras que los leoneses están a la última de Ayuso y conocen el nombre hasta de la consellera de Territori catalana. Sigue habiendo españoles A y B y sigue habiendo acentos que sí y acentos que no: seremos más sensibles a nuestro Hinterland, evitaremos con tacto palabras como “provincia” o “periferia”, pero sigue habiendo brecha. Y nuestro tiempo favorece, aún más que antes, la concentración de gentes y talentos en las grandes ciudades. De hecho, el proceso se acelera: en 1950, España ya tenía más población urbana que rural; el mundo solo dio ese paso hacia 2010.
Así, podríamos encogernos de hombros y contemplar con resignación aquella España de “tierra solitaria y ciudades silenciosas”, tan amada de los viajeros de otro tiempo. Pero es difícil pensar que eso ocurra. AfD en Alemania, Le Pen en Francia, Farage en el Reino Unido y hasta Trump en EE UU demuestran hasta dónde llega el poder de esos “lugares que no importan”, en expresión de Rodríguez Pose, pero sí votan. Hay un malestar en la España despoblada que se intentó cubrir con copias locales del PNV: Teruel Existe, Cuenca Ahora, Soria Ya. El malestar, como han mostrado los fuegos, ha crecido. Y ahora ese malestar se llama Vox.