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La inseparable vinculación de secretos y calumnias

El Supremo no ha tenido en cuenta que fue la pareja de Ayuso y su entorno quienes primero rompieron el secreto mintiendo sobre la Fiscalía

En la causa contra el fiscal general del Estado nada se dice sobre la acusación más grave que el querellante, Alberto González Amador, hizo —a través de su pareja, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso―, de que la investigación de la Agencia Tributaria (AEAT), primero, y ...

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En la causa contra el fiscal general del Estado nada se dice sobre la acusación más grave que el querellante, Alberto González Amador, hizo —a través de su pareja, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso―, de que la investigación de la Agencia Tributaria (AEAT), primero, y la querella de la Fiscalía, después, estaban siendo impulsadas por el presidente del Gobierno. La presidenta madrileña fue muy clara a ese respecto cuando, al conocerse la noticia de la querella de la Fiscalía contra su pareja, denunció en relación con la misma los días 12 y 13 de marzo de 2024 (al mediodía) en televisiones y radios, la “inspección salvaje” que sufría, imputándola a La Moncloa e insistiendo en relación con tal querella: [El presidente Pedro Sánchez] “busca desestabilizarme a través de mi destrucción personal”. Y que González Amador estaba siendo “asediado por todo el poder de un Estado” por ser su pareja, y habló de “una persecución política escandalosa”. El mismo día 13 de marzo, El Mundo — después de hablar su subdirector con el portavoz de la presidenta— informó a las 21.25 de que la Fiscalía le había propuesto un acuerdo y, solo algo más de una hora después, el mismo portavoz difundió un tuit en el que afirmaba que, antes de que González Amador hubiera respondido a tal propuesta de acuerdo, la misma Fiscalía había recibido “órdenes de arriba” para no concluirlo.

No es concebible en un Estado de derecho que un Gobierno —su presidente o la ministra de Hacienda— presione a los funcionarios de la AEAT o a los fiscales a través del fiscal general para recabar datos, iniciar inspecciones, plantear querellas o impedir acuerdos. No puede entenderse que esa denuncia no haya merecido la menor consideración en los autos. Si los funcionarios de la AEAT realizaron sus actuaciones inspectoras contra González Amador al margen de protocolos y procedimientos siguiendo órdenes o instrucciones concretas del Gobierno es algo que debió ser investigado, como también si el fiscal encargado de presentar la querella por delitos de defraudación tributaria y falsedad documental lo hizo por órdenes o instrucciones del fiscal general, quien también habría ordenado no llegar a acuerdos que evitasen la prisión de González Amador. Se trataría de conductas constitutivas del delito de prevaricación de quienes aceptaron tales órdenes e instrucciones y de quienes se las dieron. Conductas que debieron comprobarse interrogando a los funcionarios de la AEAT y de la Fiscalía para saber si habían sido presionados, practicando cuantas otras pruebas fueran necesarias para averiguarlo. Si de tal comprobación resultase la falsedad de tales imputaciones de la presidenta y su portavoz, como mínimo debió hacerse constar en los autos y tomarse en consideración en la causa contra el fiscal general por ser decisiva y transformar completamente la perspectiva desde la que se estaba abordando el asunto.

En efecto, caso de demostrarse la falsedad de tales imputaciones estaríamos ante una calumnia por imputar falsa y públicamente, desde el 12 de marzo, una conducta constitutiva del delito de prevaricación, aparte de infamante e injuriosa en términos éticos y políticos. Esa falsa imputación debería haber determinado el abandono del único enfoque de la causa —que el fiscal general había revelado, infundada y caprichosamente secretos— para considerar si, ante las calumnias, se limitó a defender la institución (y a sí mismo) dando a conocer toda la verdad de secretos ya desvelados calumniosamente por el entorno de González Amador. Y considerar también si el fiscal general no solo habría ejercido el derecho a defenderse, sino cumplido con su deber de hacerlo en defensa de la institución que representa. Sería así conforme a derecho publicar una nota informativa de la Fiscalía explicando la verdad de lo ocurrido, verdad que incluía dar cuenta de la petición de González Amador de llegar a un acuerdo con la Fiscalía y de su reconocimiento del delito. También lo sería haber dado a conocer públicamente el correo electrónico en que el abogado de González Amador, con la conformidad de su cliente, solicitaba un acuerdo reconociendo su delito. Y lo sería porque, desde el entorno de González Amador —y con su conocimiento— desde casi 48 horas antes se habría comenzado a calumniar a la Fiscalía sobre las razones de la querella por delitos fiscales y finalmente sobre la existencia misma de negociaciones del acuerdo (falseándolas) y acusando al fiscal general de impedirlas. Mi opinión es firme sobre la legitimidad de dar a conocer el citado correo en ese contexto de calumnias, aunque pueda llegar a entenderse que el instructor y la Sala tuvieran otra opinión. Lo que no puede entenderse es que la tuvieran sin haber llegado a valorar siquiera el contexto calumnioso que motiva la defensa de la Fiscalía y su derecho y deber de probar documentalmente la falsedad de tales públicas imputaciones.

La Sala Segunda del Supremo (auto del 15/10/24) y el instructor invocan correctamente como fundamento del secreto y la reserva a la que estaba obligado el fiscal general las garantías de González Amador como investigado (derecho de defensa y presunción de inocencia). El problema es que no toman en cuenta que ese investigado y su entorno son quienes primero han roto el secreto y la reserva al elegir la plaza pública para hablar de su proceso con imputaciones calumniosas. Y eso lo cambia todo. Es ese ignorado contexto de calumnias el que transforma en ingenuidad la aproximación hecha en la causa contra el fiscal general en la que el instructor llega a preguntarse, candorosamente, en que beneficiaba a González Amador dar a conocer su correo aceptando su culpa, desconociendo que haber empezado desde el 12 de marzo a calumniar sobre los motivos de la querella era el beneficio a lograr al transformar un vulgar delito común de la pareja de la presidenta madrileña en una persecución política que les resultaría más presentable ante la opinión pública.

La imparcialidad de toda actuación judicial exige que en la instrucción y en el pronunciamiento definitivo la justicia recoja la totalidad de los hechos relevantes para el fallo final. No hacerlo determinaría la nulidad de todo lo actuado en una causa en la que —en términos estrictamente objetivos y sin poner en cuestión, en absoluto, la rectitud de intenciones de los magistrados que han intervenido— no se recoge absolutamente nada de las imputaciones calumniosas e injuriosas, ni de la sesgada información de la supuesta propuesta de acuerdo de la Fiscalía que El Mundo hizo pública por primera vez (sorprendido sin duda en su buena fe, pese a su experiencia, por quien le informara o confirmara la noticia) horas después de hablar el 13 de marzo su subdirector con el portavoz de la presidenta madrileña.

La Sala Segunda del Supremo está a tiempo de declarar la nulidad de todo lo actuado y archivar o devolver al instructor la causa para que incorpore a la misma las calumnias e injurias inseparablemente vinculadas con el secreto de eventuales propuestas de acuerdo desveladas por la información de El Mundo. A partir de esa revelación —tras las previas calumnias—, el fiscal general comienza a requerir información para desmentirla. No podría considerarse una instrucción o decisión justa e imparcial la realizada con un relato parcial, por incompleto, de los hechos, excluyendo algunos relevantes. Solo si se tienen en cuenta todos los hechos, podría evitarse la impresión de que la justicia ha sido instrumentalizada —sin percatarse, desde luego, de ello— por un querellante que habría logrado su inicial propósito de que un simple delito común se acabe percibiendo como una persecución política ayudado, objetiva e inconscientemente, por una desacertada —por incompleta— actuación judicial.

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