No era Hitler, sino Stalin
Abascal y sus amigos quieren hacer “Europa más grande otra vez” cuando el plan trumpista implica nuestra pequeñez. Que nos lo expliquen
La dictadura de Trump no ha terminado en un día, como prometió antes de las elecciones, sino que está durando un poco más. Sus decisiones no solo se caracterizan por violar varias veces por hora las leyes internacionales o de su propio país, sino que ha convertido a EE UU en ...
La dictadura de Trump no ha terminado en un día, como prometió antes de las elecciones, sino que está durando un poco más. Sus decisiones no solo se caracterizan por violar varias veces por hora las leyes internacionales o de su propio país, sino que ha convertido a EE UU en enemigo de quienes éramos sus aliados. Enhorabuena.
Pero hay más hallazgos, y debemos reconocer que en algo nos equivocábamos: no es a Hitler a quien podemos compararle por extender el discurso del odio, la criminalización del distinto y los campos de concentración como el que pretende en Guantánamo, sino a Stalin, maestro de la deportación de pueblos de un lado al otro de la Unión Soviética para que no le molestaran. El tirano del bigote no tenía el toque inmobiliario de Trump, pero no andaba lejos: actuaba sin proceso judicial y por su santa voluntad, tal y como el norteamericano prevé en Gaza.
Millones de ciudadanos de la antigua URSS son hijos de aquellos movimientos forzados de población. En sus recuerdos familiares hay trenes, lloros, desarraigos y pérdidas que nunca se han curado. Los alemanes del Volga, gentes de Crimea, tártaros, minorías búlgaras, armenias, kurdas y de todo tipo y mayorías como ingusetios y chechenos fueron a parar —cuando sobrevivieron— a Siberia, Kazajistán, Kirguistán o Uzbekistán. Miles murieron en el camino. Otros, en penosas condiciones en el destino. Mientras tanto, Moscú rusificaba las zonas ya despobladas para extender su influencia y cerrar el círculo de una limpieza étnica que aún hoy le sirve al Kremlin para justificar su agresividad. Porque está, dice, defendiendo a los suyos.
El plan de Trump no es muy diferente a todos estos: deportar en masa, colonizar, sentar las bases de un gran Israel y un más grande aún EE UU. Su talante inmobiliario, en realidad, tampoco es muy diferente al de Stalin, que bajo el tamiz comunista y no capitalista mandó levantar ciudades soviéticas a escuadra y cartabón en las zonas más inhóspitas para exhibir su poder y explotar los recursos de los nuevos territorios habitados. He estado en algunas. El referente, por tanto, es Stalin.
Y no por impracticable o increíble el plan deja de ser importante: el marco de negociación y supervivencia ya ha cambiado.
Europa, mientras tanto, calla de forma vergonzante. Y la ultraderecha aplaude sin aclararnos cómo tiene previsto “hacer Europa más grande otra vez” (lema de la cumbre que hoy Abascal acoge en Madrid) si el plan trumpista de “hacer América más grande otra vez” implica nuestra pequeñez. Que nos lo expliquen.
Pronto diremos: siempre nos quedará Pekín, y no París. Porque Trump nos arroja a brazos chinos. Veremos.