Estados Unidos, en el punto de no retorno

La pregunta es en qué momento se dislocó la brújula del sentido común y echó a andar la máquina de la muerte

Trump, el sábado a su llegada a un combate de artes marciales mixtas en el Madison Square Garden de Nueva York.Brad Penner (USA TODAY Sports/Reuters)

Voy en el tren mirando alrededor y pensando quién, de los otros viajeros, podría ser un fascista. El chico justo enfrente lleva una camiseta de Godard y se acaba de abrir un sándwich envuelto en cartón. La muchacha sentada a mi lado ojea sus redes sociales y da like a fotos aleatorias. A lo lejos, un anciano trajeado cabecea hasta dormirse. Está entre nosotros, suspiro, sin saber muy bien cómo colocar las etiquetas, pero acordándome de esos conocidos, de amigas de la familia que votarían sin pestañear una opción violentísima para con otras personas, ...

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Voy en el tren mirando alrededor y pensando quién, de los otros viajeros, podría ser un fascista. El chico justo enfrente lleva una camiseta de Godard y se acaba de abrir un sándwich envuelto en cartón. La muchacha sentada a mi lado ojea sus redes sociales y da like a fotos aleatorias. A lo lejos, un anciano trajeado cabecea hasta dormirse. Está entre nosotros, suspiro, sin saber muy bien cómo colocar las etiquetas, pero acordándome de esos conocidos, de amigas de la familia que votarían sin pestañear una opción violentísima para con otras personas, incluso arriesgando el propio bienestar inmediato. Me pregunto hacia dónde vamos ahora y si puedo permitirme el lujo de observar, de medir el precipicio.

Donald Trump ha ganado por segunda vez, a una segunda mujer, contra el peso insuficiente en las urnas de muchas féminas —especialmente las racializadas— y yo, que conozco ese país como la palma de mi mano, me sorprendo lo justo. El reino de la moral vencida alcanzó la superficie en 2016 y consiguió legitimarse a nivel internacional. Fue preciso que una masiva coalición de votantes del centro a la izquierda se congregase en torno a un candidato representante de la gerontocracia tradicional, pero adalid de un programa político que, poco a poco, se fue desmenuzando como un pedazo de pan en el agua. Joe Biden resolvió de manera eficiente la papeleta pandémica, aunque por el camino se desvanecieron medidas como la subida del salario mínimo federal —propuesta que tomó de Bernie Sanders—, las bajas maternales o por enfermedad pagadas, el apoyo legal (no sólo verbal) a los sindicatos o un efectivo plan climático. Palestina y las mayores protestas universitarias desde la guerra de Vietnam terminaron de apuntalar una derrota que comenzó a solidificarse con aquel catastrófico debate donde su deterioro cognitivo por fin se volvió indisimulable. El resto: inflación, una candidata improvisada, un sustrato de inhumanidad nutrido durante décadas que, ya sí, roza lo insólito.

Lo insólito cuenta con una, de facto, falta de separación de poderes. Trump, y ese vicepresidente sagaz a quien contemplo como una suerte de posible Dick Cheney, lo han logrado todo. La Cámara de Representantes, el Senado, un Tribunal Supremo cuyo cariz reaccionario puede prolongarse muchos años, y el poder Ejecutivo protegido, además, contra desmanes por tal órgano judicial constituyen el combo del infierno. A nivel interno, apuesto a que la conflictividad social no tardará en surgir, ni tampoco otra reforma fiscal que blinde aún más el ya vastísimo privilegio de los ricos. De cara al mundo, las alianzas de Trump probablemente dejen desvalida a Europa, comenzando por satisfacer el imperialismo de Moscú y continuando por exprimir nuestra dependencia energética. En relación a las próximas generaciones, esta presidencia supone el clavo final del ataúd ecológico, con un ansia por “perforar, baby, perforar” elevado a tanatocracia.

A partir de qué momento se dislocó la brújula del sentido común y echó a andar la máquina de muerte. Cuando surgió la covid-19, montones de jóvenes organizaron fiestas de contagio para jugar a la ruleta rusa frente a las mínimas restricciones sanitarias —con su salud y la de sus mayores—. Hubo viejos que ondeaban pancartas que pedían el fin de los débiles e incluso preconizaron el deceso propio si eso servía para que la economía no se detuviese. Si ya vivíamos en pleno darwinismo social, impregnados del egoísmo más flagrante y una pulsión luctuosa que impide abrazar al prójimo, ¿en qué modifica esta nueva era política el orden mundial? Quizá, en que no habrá orden que valga. A los pies de la proyección fálica que exhiben los cohetes de Elon Musk yacerá la sombra del Departamento de Educación eliminado, la afianzada indistinción entre verdad y mentira tras el trampantojo de las redes antisociales, las bombas que pulverizan en directo tripas gazatíes, y una democracia escuálida, puramente nominal, en la que siempre sale el sí a la devastación y el odio. A partir de qué momento se ancla la historia al punto de no retorno y se desata un transcurrir de fantasmas impresionables, vísceras sueltas que se alimentan únicamente del espectáculo y para quienes una mínima dosis de civismo resulta vergonzosa, señal de flaqueza. O, dicho con el respaldo de la filósofa Simone Weil, a partir de cuándo el malestar profundo pasa de producir resistencia a generar sumisión.

Hoy es uno de esos días en que miro alrededor con desconfianza, pero también con afán indagatorio, como si quisiera extirpar de cada mujer y, sobre todo, de cada hombre sus deseos más oscuros, colocarlos bajo un microscopio y juzgar su catadura moral: ¿serías capaz de hacer daño?; ¿votarías a un partido que asumiese la violencia que tú no puedes ejercer y la desplegase en múltiples capacidades?, ¿cuánta violencia?; ¿venderías la adultez de tus niños por otra más de tus comodidades fósiles?; ¿pegarías, agredirías a un mendigo, a tu madre, a un vecino? Una cosa es segura: la refundación de valores que necesitamos no brotará pronto, mucho menos lo hará de Estados Unidos, y jamás en el actual, desigual, tablero económico.

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