América Latina también vota en Estados Unidos

El pronóstico de que el voto latino favorecerá a Trump no se aleja de la tendencia del electorado hacia la derecha en varios países de nuestro continente

El candidato republicano a la presidencia de EE UU, Donald Trump, en un acto con políticos y religiosos hispanos en Florida.Matias J. Ocner (Miami Herald/Tribune News Service/Getty)

Las elecciones presidenciales en Estados Unidos se viven en los países de América Latina como si fueran propias, y las actuales, en medio del clima de polarización feroz que abarca el mundo, alinean también a la gente en bandos irreconciliables. El pronóstico de que el voto latinoamericano favorecería a Donald Trump no se aleja de la creciente tendencia que el electorado muestra hacia la derecha en países como Argentina, c...

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Las elecciones presidenciales en Estados Unidos se viven en los países de América Latina como si fueran propias, y las actuales, en medio del clima de polarización feroz que abarca el mundo, alinean también a la gente en bandos irreconciliables. El pronóstico de que el voto latinoamericano favorecería a Donald Trump no se aleja de la creciente tendencia que el electorado muestra hacia la derecha en países como Argentina, con el presidente Milei como entusiasta trumpiano, o en Chile y Brasil, según el resultado de las últimas elecciones municipales; o en otros países bajo dictaduras, como Cuba, Venezuela y Nicaragua, con la esperanza ilusoria de que los superhéroes de la MAGA, de Steve Bannon a Elon Musk, se llevarían a los opresores atados de pies y manos mediante operaciones comando apenas pusieran pie en la Casa Blanca. Cuando bien podría ser todo lo contrario, que Vladímir Putin, a quien Trump tanto admira, interceda con éxito en favor de sus socios, y terminen más bien consolidados.

La historia de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina es más compleja de lo que convienen a los clichés retóricos que proclaman el dominio inamovible del imperialismo yanqui; una relación que ha pasado por diferentes etapas, y la presente no es la más álgida de todas. La guerra hispanoamericana de 1898, que se resolvió en pocas meses con la derrota de España en Cuba, y le arrebató también Puerto Rico y Filipinas, dio paso poco después, en 1903, a la toma de Panamá para llevar adelante la construcción del canal interoceánico. Es cuando José Enrique Rodó proclama la tesis de Ariel y Calibán, civilización contra barbarie, y Darío escribe la Oda a Roosevelt, una doble proclama que busca dar identidad a una Hispanoamérica agredida por los “búfalos de dientes de plata”, como los llama el mismo Darío en El triunfo de Calibán.

A partir de entonces, y por toda la primera mitad del siglo XX, la política exterior de Estados Unidos de cara a América Latina se regirá por la defensa de sus intereses financieros. No es caricaturesco recordar que los abogados de Wall Street, que protegen a las compañías bananeras o mineras, llegan a ser secretarios de estado, y a dirigir, por tanto, la diplomacia del dólar. Las intervenciones militares se suceden, florecen las dictaduras, y el advenimiento de la guerra fría no hace sino consolidar esta política, que lleva al derrocamiento del presidente Árbenz en Guatemala en 1954. Después se impondrá el apoyo irrestricto a los regímenes militares que, en medio de la lucha insurgente de los movimientos guerrilleros, proclaman la doctrina de la seguridad nacional, que se extiende al cono sur, con toda su cauda de desaparecidos.

Hay un motivo oficial que nunca falta en los documentos diplomáticos del Departamento de Estado, y es la “búsqueda de la estabilidad”. No otra justificación hay en las últimas tres intervenciones militares del siglo veinte: la de la ínfima Granada en 1983, ordenada por Ronald Reagan, después que una facción radical del partido de gobierno asesinó al primer ministro Maurice Bishop; la de Panamá en 1989, ordenada por George Bush padre, para remover a Manuel Antonio Noriega, un narcotraficante que había actuado como agente de la CIA; y la más peculiar de todas, la de Haití en 1994, ordenada por Bill Clinton, la operación “Defender la democracia”, que depuso a la cúpula militar corrupta encabezada por el general Raoul Cedras, para restablecer en la presidencia a Jean Bertrand Aristide, un cura de izquierdas, legítimamente electo.

Ahora las intervenciones militares no parecen sino fantasmagorías lejanas. En tiempos del big stick habría sido impensable que Estados Unidos pudiera convivir con regímenes que desafían los alineamientos tradicionales, o buscan alianzas políticas y económicas fuera del hemisferio, cuando la vieja doctrina Monroe parece disolverse en el tiempo. Quizás la respuesta está en un discurso académico de Clinton, después de dejar la presidencia, donde dijo que Estados Unidos debería hacerse la idea de que un día ya no serían la primera potencia mundial.

El comercio de América Latina con China se ha multiplicado por 35 desde el comienzo de este siglo. Rusia expande sus mecanismos de inteligencia militar en Centroamérica y el Caribe, el viejo traspatio imperial. Y a quienes Washington juzga culpables de conductas antidemocráticas, o de corrupción, los castiga suprimiendo sus visados y cerrándoles las cuentas bancarias, con lo que los sancionados se han acostumbrado a convivir.

El primer tema de esta campaña electoral ha sido la migración, y las baterías están dirigidas contra los migrantes latinoamericanos, que secuestran perros y gatos en los vecindarios para comérselos, y viven contentos entre la basura; pero si en términos geopolíticos América Latina no es ya el traspatio imperial, mientras la economía de Estados Unidos crezca, muros de contención o no, la gente misma seguirá siendo el primer producto de exportación, miles de millones de dólares en remesas que afianzan a regímenes que cada día se proclaman antimperialistas.

Este es el voto verdadero, el voto con los pies.


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