La demagogia de los hechos
Una anciana es desahuciada por deber 88 euros, la milmillonésima parte, por decir algo, de las ganancias de un banco en un día, una décima de segundo en el caudal de ingresos de un oligarca
No hay demagogo más descarado que la simple realidad; no hay panfleto más incendiario que la sección de Economía del periódico. Hace solo unas semanas, en los mismos días en que se anunciaban los beneficios de los bancos españoles, un Niágara sucesivo y triunfal de miles de millones de euros, vino la noticia de esa mujer de 78 años que ...
No hay demagogo más descarado que la simple realidad; no hay panfleto más incendiario que la sección de Economía del periódico. Hace solo unas semanas, en los mismos días en que se anunciaban los beneficios de los bancos españoles, un Niágara sucesivo y triunfal de miles de millones de euros, vino la noticia de esa mujer de 78 años que estaba siendo desahuciada de la casa en la que había vivido siempre por no pagar una deuda de 88 euros. Parece ser que los bancos ganaron el año pasado más dinero que nunca: en un récord inverso, puede que nunca una persona vulnerable y anciana haya perdido tanto, su casa y su vida entera, por tan poco dinero. Es difícil imaginar qué méritos han acumulado los bancos y sus directivos para recibir sus compensaciones multimillonarias, qué riqueza o prosperidad han creado en el curso de un año. Bien es verdad que en esto nuestra condición de país de medio pelo reduce comparativamente el botín de nuestros bancos y nuestros multimillonarios. Elon Musk se había concedido a sí mismo en 2023, en su cualidad de dueño o líder de la compañía Tesla, una remuneración de 56.000 millones de dólares, y una jueza del Estado de Delaware la ha dejado en suspenso al considerarla tal vez algo excesiva, escrúpulo que no tuvo en sentido inverso el juez de Barcelona que encontró adecuado el desahucio de la deudora de los 88 euros. Mientras que esta mujer, Blanca, recogía unas cuantas cosas de su casa abandonada para alojarse en la pensión que al parecer le ha buscado y le paga el Ayuntamiento, las grandes compañías tecnológicas tomaban el relevo de los bancos españoles para hacer públicos sus beneficios, y las cantidades eran tan descomunales que desbordaban hasta la imaginación del plutócrata más ensoberbecido.
El gusto morboso que otros satisfacen leyendo ficciones distópicas yo lo encuentro en la información de todos los días, en el periódico de papel que compro cada mañana con la misma anacrónica y algo desengañada lealtad que un número declinante de mis coetáneos, con la misma rutina entre gustosa y melancólica con que saco a pasear a mi perra o preparo el desayuno. Aunque no lo parezca, leemos no solo con los ojos: también con las manos, con el tacto, el olfato, el oído, el hábito corporal de inclinarnos sobre las hojas desplegadas. Igual que la literatura, y sobre todo la poesía, se me queda mejor en la memoria cuando la leo en papel, las desgracias y los horrores y las insensateces panfletarias de la realidad me hieren más cuando las veo resaltadas por la tinta, a esa hora de la mañana en la que todavía no se me han activado del todo las fuerzas necesarias para hacer frente al día que empieza. Agitado por esos estimulantes que en otras épocas iban siempre juntos, la tinta y la cafeína, quizás me indigno más al leer que las mismas empresas tecnológicas que declaran beneficios no ganados nunca por nadie en la historia de la humanidad anuncian al mismo tiempo despidos masivos. Con su lógica anticuada, uno pensaba que una empresa despide a trabajadores cuando sufre pérdidas, pero a estas se ve que la riqueza les exagera la codicia, y cuanto más ganan a más gente despiden, para ganar todavía más.
En internet he querido seguir el rastro de la historia de Blanca y lo he perdido muy pronto. Los bancos y las tecnológicas y sus invenciones y trapacerías monstruosas para succionar hasta el último segundo de nuestra atención y nuestros últimos céntimos siguen ocupando un espacio creciente de la actualidad, pero de Blanca no ha vuelto a saberse nada. Por mucho que busco no encuentro sus apellidos, como si una persona de tan poca importancia no tuviera pleno derecho a ellos. ¿Estará todavía en esa pensión, como una viuda empobrecida y antigua, como las señoras enlutadas que llevaban existencias fantasmales en las pensiones de mi primera juventud? ¿Y por qué los servicios sociales no han tenido la mínima generosidad de alojarla no ya en una pensión, sino al menos en un hostal? Blanca llevaba 50 años viviendo en el mismo piso del Barrio Gótico de Barcelona, en una calle en la que solo había otra vivienda aparte de la suya que no fuera un alojamiento turístico. Dice que llegó por primera vez a su casa con vestido de novia y que aspiraba a no salir de él sino con la mortaja. Un piso habitado por una anciana que paga un alquiler modesto es un negocio calamitoso en uno de esos barrios céntricos de las ciudades españolas donde la gente pobre y trabajadora tuvo su espacio natural durante más de un siglo, resistiendo en las épocas en que los mejor situados se iban y en que las calles sucumbían a la delincuencia y a la heroína. Los mismos que sostuvieron la vida de los barrios en los años oscuros son los expulsados cuando los tiempos cambian y el barrio se vuelve más atractivo, y se rehabilitan casas, llegan propietarios y negocios pujantes, desaparecen las tiendas modestas que sostenían la vida cotidiana, llegan por fin los turistas internacionales arrastrando maletas estrepitosas con ruedas y consultando en el móvil la página de Airbnb.
Blanca, a su edad, tenía la aspiración elemental que enuncia el Romance sonámbulo de García Lorca: “Compadre, quiero morir / decentemente en mi cama. / De acero, si puede ser / con las sábanas de holanda”. Después de muchos años de deterioro de su casa, Blanca logró que la propietaria le hiciera algunas reparaciones urgentes, que al parecer salieron de cualquier manera, si bien a ella, la inquilina, se le exigió un pago sin fundamento legal. Pero la propietaria podía costear abogados y trapacerías jurídicas, y Blanca, en su casa ruinosa, todavía con humedades y arreglos chapuceros, con todos los recuerdos acumulados de su vida, su ropa en los armarios, las fotos de sus muertos, dejó de pagar uno de los recibos que se le reclamaban, los 88 euros, la milmillonésima parte, por decir algo, de las ganancias de un banco en un solo día, una décima de segundo en el caudal de ingresos de uno de esos oligarcas que ni siquiera pagan impuestos, que compran gobiernos y corrompen y arruinan países enteros. El Jean Valjean de Los miserables acabó cumpliendo 19 años de cárcel por robar una hogaza de pan. Hay formas extremas de demagogia que ya no son privativas de las novelas sociales y sentimentales del siglo XIX. Dice Thomas Piketty que la desigualdad social llegó a su grado máximo en 1914, y que las guerras mundiales y las crisis de las primeras décadas del siglo propiciaron un declive en la concentración de la riqueza, acentuado por las políticas igualitarias del Estado de bienestar a partir de 1945, que han ido siendo desmanteladas en Estados Unidos, y tristemente también en Europa, desde el triunfo de Reagan y Thatcher a principios de los ochenta. Ahora la acumulación de riqueza y la desigualdad social son más pronunciadas todavía que en 1914. En un libro reciente, The Inequality of Wealth, Liam Byrne cuenta que el yate del oligarca ruso Roman Abramóvich mide 162 metros y costó 1.200 millones de libras, e incluye entre sus variadas prestaciones un helipuerto con capacidad para varios helicópteros y un sistema de detección de misiles. “En un orden social como este, mi única posición posible es la de mendigo”, dice James Joyce. Para que existan corporaciones o individuos que dispongan de tanto dinero y tanto poder hace falta un orden social en el que una mujer de 78 años pueda ser expulsada de su casa por una deuda de 88 euros.