La amnistía, la Constitución, el fin y los medios
Las medidas de gracia necesitarían para legitimarse de dos requisitos de los que hoy carecen: el rechazo independentista a la unilateralidad y un amplio consenso político y social
El debate en torno a la amnistía está dominando la conversación pública en nuestro país desde que la posibilidad de aprobarla se incorporó a la agenda negociadora de socialistas e independentistas, afirmándose como uno de los puntos centrales de las exigencias planteadas por estos últimos para apoyar la investidura de Pedro S...
El debate en torno a la amnistía está dominando la conversación pública en nuestro país desde que la posibilidad de aprobarla se incorporó a la agenda negociadora de socialistas e independentistas, afirmándose como uno de los puntos centrales de las exigencias planteadas por estos últimos para apoyar la investidura de Pedro Sánchez. Discernir el encaje constitucional de la amnistía en nuestro ordenamiento jurídico se ha convertido, pues, en un asunto fundamental, objeto de atención prioritaria. La ausencia de información sobre los términos de la operación que se ha estado gestando —parece que los conoceremos en breve— impide llevar a cabo todavía una valoración de la misma, determinando de modo específico si la que termine proponiéndose, llegado el caso, respeta o no la Constitución.
La completa opacidad impuesta hasta ahora no impide, sin embargo, llevar a cabo un análisis desde una perspectiva constitucionalmente genérica, llamando la atención sobre los límites que en todo caso debería respetar cualquier amnistía. A modo de premisa, es imprescindible traer a colación algunos de los principios esenciales sobre los que se cimenta nuestro sistema: España es un Estado democrático y de derecho, en el que los poderes públicos y los ciudadanos están sujetos a la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico. Asimismo, en el esquema de distribución de funciones entre poderes asumido por la Constitución, el judicial se atribuye a jueces y tribunales, a los que corresponde en exclusiva la potestad de ejecutar la ley y hacer ejecutar lo juzgado. Y junto a todo ello, como imprescindible oxígeno que compone la atmósfera constitucional, se afirma el principio de igualdad de los ciudadanos ante la ley y la prohibición de trato discriminatorio.
Atendiendo a lo expuesto, no cabe duda del profundo desgarro que experimentan las previsiones referidas cuando, mediante una ley de amnistía, se formaliza la voluntad del Estado de extinguir la responsabilidad jurídica y las penas impuestas por la comisión de concretos delitos e infracciones por parte de determinadas personas en un contexto individualizado y durante el periodo de tiempo señalado, así como su renuncia a iniciar o concluir causas judiciales pendientes en los supuestos contemplados. Actuando de esta manera, el legislador cuestiona el Estado de derecho, puesto que no solo renuncia a exigir que se cumpla la ley, sino que, además, decide eliminar las responsabilidades jurídicas ya declaradas, extinguiéndolas e impide que se desarrollen nuevos procesos en torno a concretas conductas punibles. De esta forma, el poder judicial, que actuó conforme a derecho y cumplió con su misión constitucional, queda completamente desautorizado. Una situación no menos comprometida muestra, por su parte, el principio de igualdad, puesto que una misma conducta tipificada como delito o como ilícito recibe un tratamiento jurídico diferenciado, dependiendo de quién la haya realizado, cuándo y en qué lugar.
Aprobar una amnistía, por lo tanto, supone una operación excepcional que, como ya declaró el Tribunal Constitucional al hilo de una ley de 1984 que ampliaba ciertos efectos en el ámbito laboral de la amnistía aprobada en 1977, “supone un juicio crítico sobre toda una etapa histórica, eliminando los efectos negativos derivados de la aplicación de las leyes”. Más concretamente, razonaba entonces el Constitucional que la amnistía “se produce en un momento de consolidación de nuevos valores”, por lo que trae consigo “un reproche a los tribunales de justicia que aplicaron la ley correctamente” y que, ahora, resultan desautorizados (sentencia 147/1986). Consecuentemente, se exige que una operación de tanta trascendencia, calificada como “excepcional”, venga avalada por criterios de razonabilidad y, asimismo, que cuente, desde la perspectiva de las exigencias del principio de igualdad, con una fundamentación rigurosa y la debida justificación. Solo cumpliendo tales requisitos es posible esquivar el riesgo de incurrir en arbitrariedad, por un lado y de generar un trato discriminatorio, por otro.
Ubicada en este marco genérico de referencia, la figura de la amnistía queda constreñida por un reducido margen de actuación. Porque la voluntad de “pasar página” e ignorar las responsabilidades derivadas de comportamientos antijurídicos judicialmente probados únicamente podrá ser tolerada por un Estado de derecho en supuestos especialmente cualificados. Solo si la justicia impartida por los tribunales se ha mostrado incapaz de resolver el conflicto del que trae causa el juicio, cabría admitir la posibilidad de acudir al cauce excepcional de hacer “borrón y cuenta nueva”. Así concebida, con carácter preliminar, el legislador tendría que ponderar los bienes en juego: la recuperación de la concordia social versus el mantenimiento de los efectos derivados de la aplicación judicial de la ley. Y si se decidiera inclinar la balanza a favor de dar preferencia al primero de dichos bienes en detrimento del segundo, la amnistía podría ser constitucionalmente admisible. Su utilización, sin embargo, como ha señalado recientemente Juan Luis Requejo, supone reconocer que “el sistema ha fracasado”, que “algo no ha funcionado correctamente”. En dicho contexto ese “mal necesario” que supone la amnistía (en palabras del profesor César Aguado) operaría como válvula de seguridad, esto es, como un mecanismo para garantizar la estabilidad del orden constitucional.
Sobre la base de las coordenadas expuestas es posible afirmar que el cumplimiento del objetivo señalado impone a la amnistía el deber no solo de respetar las exigencias formales a las que está sometida cualquier ley. Atendiendo a su especial transcendencia constitucional, además, estaría obligada a cumplir ciertos requisitos directamente relacionados con su legitimidad sustancial. En primer lugar, la exoneración de responsabilidad jurídica de quienes pusieron en jaque la Constitución requiere de aquellos una renuncia expresa a mantener tal actitud. Entiéndase que no se trata en modo alguno de subordinar la amnistía al abandono de los ideales independentistas por parte de sus beneficiarios sino, antes bien, de reclamar el rechazo de la inconstitucional vía unilateral utilizada en el pasado para lograr su consecución. El cumplimiento de esta exigencia muestra una importancia capital también desde el debido respeto a la labor desarrollada por los tribunales en su momento. Las consecuencias derivadas de la misma se cancelan, sí, pero sin cuestionar la corrección de su actuación conforme a derecho. Por otra parte, una operación de estas características debería contar con un plus reforzado de consenso no solo en el ámbito político, recabando el respaldo mayoritario de las fuerzas representadas en el Parlamento, sino también en el terreno social, apoyándose en un nivel cualificado de adhesión entre la ciudadanía. Solo cumpliendo con los requisitos expuestos, el fin perseguido —garantizar la supervivencia de la Constitución y solventar un conflicto no resuelto— aportaría la imprescindible dosis de legitimidad capaz de justificar el medio excepcional utilizado —la amnistía—.
Trazados los márgenes constitucionales dentro de los que vendría a incardinarse cualquier amnistía en nuestro ordenamiento, lleva a concluir que la operación que sobrevuela nuestro horizonte, a día de hoy, no se ajusta a tales márgenes. La ausencia de voluntad del independentismo de aceptar el marco de la Constitución para encauzar sus reivindicaciones supone un escollo esencial de cara a justificar la operación en cuanto tal: la diferencia de trato otorgada sería difícilmente justificable y la desautorización de los tribunales de justicia en el cumplimiento de su función, inasumible. Igualmente, si llegara a sellarse el acuerdo para aprobar dicha ley, esta únicamente contaría con la mayoría que apoya a Pedro Sánchez, mostrándose huérfana de ese imprescindible plus de aceptación que exige una medida de estas características. Ciertamente, la ley gozaría de presunción de constitucionalidad como cualquier otra y llegado el caso, incluso podría ser avalada por el Tribunal Constitucional. Y, sin embargo, el desgarro causado al Estado de derecho traería consigo una merma considerable de la legitimidad del sistema democrático instaurado por nuestra Constitución.