El periodismo contra la prensa. Apuntes para una crónica latinoamericana
Hay que pasar de la tiranía a la democracia del dato. Que el dato esté en la trama. Integrado, no superpuesto, no solo como cifra, sino también como idea o pulsión
En julio de 2021, luego de las primeras protestas multitudinarias contra el régimen castrista, la Revista Semana me pidió un artículo sobre el tema. Dije que no. Un artículo sobre Cuba solo habría funcionado para sus intereses, diametralmente opuestos a los míos, y en última instancia habría terminado diciendo cualquier cosa contraria a mis palabras, porque los consorcios mediáticos cerrados, con familias, castas y...
En julio de 2021, luego de las primeras protestas multitudinarias contra el régimen castrista, la Revista Semana me pidió un artículo sobre el tema. Dije que no. Un artículo sobre Cuba solo habría funcionado para sus intereses, diametralmente opuestos a los míos, y en última instancia habría terminado diciendo cualquier cosa contraria a mis palabras, porque los consorcios mediáticos cerrados, con familias, castas y linajes detrás, tejen una amplia red de sentido, un sentido dominante, asentado en la institución del capital no como producción y circulación, sino como herencia.
Ahí importa menos lo que se ha dicho, o quién lo dice, que desde dónde se dice, y la única manera de subvertir ese esquema pasa por la oportunidad de ejercer el periodismo contra la prensa, lo que ocurre generalmente cuando un medio publica aquello que no parecería capaz de publicar. Apunto esto como alguien que conduce una revista que no puede escapar completamente de la fatalidad del letargo. Esa red de sentido es lo que conocemos como lenguaje, códigos de la publicidad articulados alrededor del eslogan de la noticia, donde la palabra es solo un elemento más.
Escribí mucho sobre Cuba en aquel entonces, pero escogí en qué lugar hacerlo, igualmente alejado de los cenáculos que se ven a sí mismos como bastiones de resistencia, propietarios de la identidad contracultural (eso no existe), moralmente pulcros, económicamente legítimos y, de la misma manera, mayormente ineficientes en la medida en que actúan similar a aquello que rechazan: para su audiencia, típica categoría de consumo; relación entre propietario y cliente donde, como en cualquier vínculo especular, uno es el otro: te doy lo que quiero, pero en realidad lo que tú quieres decide el límite de lo que me está permitido ofrecer.
Una audiencia fiel queda definida por la circulación de una idea principal, disfrazada en el relato aparentemente diverso de los hechos. Que el periodismo se haga contra la prensa no significa que se haga por fuera de ella, pues formamos parte activa del poder que pretendemos transformar.
Muchos de los lugares en que elegí publicar sobre Cuba, un significante gastado, como todo referente nacional, pertenecían a entidades corporativas, pero lo que separaba tales lugares de la revista Semana es que se trataba de periódicos liberales, no de un enclave que representa o refleja una estructura económica oligárquica, los ritos y las supersticiones de una clase tan poderosa como muerta. Semana es una publicación premoderna y solo me interesa mencionarla para recordar que la discusión política y estética alrededor del periodismo es una discusión que puede establecerse exclusivamente en el tiempo histórico de la modernidad, que es, como se sabe, apenas uno de los tantos tiempos del presente.
El periodismo es un oficio configurado dentro de la ideología liberal y cumple algunas leyes que le permiten convertirse en prensa. Como noción cultural, el periodismo excede su propio principio, mientras que la prensa sigue siendo para siempre un dispositivo que comienza en la segunda mitad del siglo XIX. Hay tres mandatos fundamentales que generan el logos de la prensa, de la serialización de la información: la objetividad, la imparcialidad y la ausencia del yo. Esta trinidad secular quiere pasar como natural, como una legislatura invariable que no ha sido históricamente construida. El código ético de la prensa produce, desde luego, unos hallazgos estéticos específicos, lo que define su alcance o su función política, pero dicho código ético, ante la agonía del liberalismo (y el diagnóstico todavía parece generoso), genera cada vez más conflictos morales para cualquiera que decida hacer periodismo.
Se trata de un esquema que ya uno no puede creerse sin el cinismo del usurero mediante, o sin la estupidez del burócrata, de ahí que los hallazgos estéticos específicos se conviertan en saberes cada vez más limitados, en convenciones, y su función política sea entonces sumamente reaccionaria y cómplice. ¿Cuál es el punto ciego que decreta la complicidad? La imposibilidad de fiscalizar la muerte de la ideología que te inventa y perecer con ella. Que la prensa muera no me preocupa, sino, más bien, que arrastre al periodismo en ese descenso y pretenda imponerle su destino.
Lo que caracteriza políticamente el neoliberalismo no es la disolución del Estado, como se ha dicho, sino su secuestro, la reducción de sus funciones al momento —eso sí, fundamental— en que la empresa necesita de nuevo ser salvada. Destruida la arquitectura del mundo fordista, su simulacro sigue en pie a través de la prensa, un cuento sobre la realidad o un cuento que es la realidad y que finge desconocer, aunque probablemente desconozca, su propia condición de espejismo. El neoliberalismo puso la prensa a velar un cadáver insepulto: el cadáver del mundo liberal. El cuerpo del Estado es en el neoliberalismo un cuerpo sacrificial. La prensa es el policía que se conforma con reprender al chivo expiatorio que el propio homicida le ha entregado sutilmente, puesto que le interesa ante todo, al policía, cumplir con sus trucados índices de eficiencia, no intervenir en la vida.
La fiscalización del Estado, de los poderes legislativos, ejecutivos y judiciales, no es suficiente. Cada uno de esos poderes es el avatar de un orden líquido, una red finamente trenzada de economías declaradas y tácitas, todas posnacionales e imprescindibles entre sí y para sí. Si un periodista destapara o denunciara hoy una actividad ilegal, no necesariamente habría hecho periodismo, aunque los mandamientos fijos de su oficio lo indultaran, y esto se debe a que la legalidad es igualmente criminal y el individuo tiene constantemente que escabullírsele para sobrevivir. En La Habana, los reporteros de la televisión comunista salían a las calles a delatar a los carretoneros desarrapados que vendían entre sus iguales unas pocas viandas y frutas sin licencia administrativa. Esa breve fábula del socialismo real es menos propiedad exclusiva de Stalin que de la modernidad toda. Menos Castro y más Kafka.
La última treta de la objetividad como categoría analítica ha consistido en negar su propia existencia. En crisis su vitalidad como principio organizador de los hechos, ha preferido emitir una falsa acta de defunción antes que admitir aquello que esconde: la subjetividad del sistema. Cada cuerpo debe ser enterrado con su nombre. La objetividad no existe, pero lo que había dentro de ella sí, y lo que había dentro debe irse con su máscara.
La imparcialidad, por otra parte, se limita a retratar las relaciones de poder, es una fotografía del mal, de la miseria o, en su negativo, de la injusticia y la desigualdad. La estetización de la realidad libra al periodista del riesgo y el deber de intervenir en la composición del plano. El atractivo, por supuesto, funciona como el maquillaje para aquello que ve el ojo domesticado de la audiencia, el ojo del individuo endeudado, del individuo que consume, sea cocaína, paquetes turísticos o noticias y sus derivados.
A su vez, la larga prohibición del uso de la primera persona en el texto periodístico persigue justamente, como ideología que acompaña el auge del capital, la conversión del periodista en pieza mecánica de una fábrica de símbolos, su despersonalización es la condición obligatoria para el cumplimiento ético de un oficio que trabaja con palabras, pero sigue una lógica técnica, de productividad industrial. La violencia de esa operación, que decide la forma en que primero nos contamos el mundo, revienta parcialmente en manos del hedonismo posmoderno. El exhibicionismo del yo, entonces, tendría su justificación solo en cierta espectacularidad del relato, en la extravagancia del suceso que el cronista estaría dispuesto a experimentar, pero la prensa nombra el excentricismo y el periodismo nombra la singularidad; la prensa te dice que una noticia es que un hombre muerde a un perro, y el periodismo te dice que la crónica es que un perro muerde a un hombre.
El relato Vice, que sigue buscando al hombre que muerde al perro, es la continuación de la prensa por otros medios, adaptada a una nueva sustancia: la lasitud del capitalismo tardío. O bien la presencia formal del yo desaparece tan radicalmente que no hace más que, por omisión, manifestar el esfuerzo que ese yo ha hecho para no aparecer y, por supuesto, de esa manera aparecer constantemente; o bien las fintas impúdicas del yo hacen que las verdaderas preguntas no tengan que ser respondidas y que se obture de nuevo la posibilidad plena del reportero, que no es otra que la traducción que pueda hacer uno de sí mismo a través, y gracias, a las voces de los demás.
En un capítulo de La deshumanización del arte llamado Unas gotas de fenomenología, Ortega y Gasset plantea la siguiente situación: un hombre ilustre agoniza y lo acompañan su mujer, un médico, un reportero y un pintor. La mujer, cercana a su amado, se retuerce de dolor. El médico, presente por un deber profesional, también alcanza un grado de implicación importante con la situación del enfermo. Es responsable de lo que le sucede y se juega su prestigio en el caso. El pintor se encuentra en una actitud meramente contemplativa, le interesa captar fidedignamente los detalles de la escena.
El reportero, a medio camino entre el médico y el pintor, no se sabe bien lo que es. Su oficio, el más reciente de todos, no se constituye en la afirmación y queda marcado por lo que los demás no son: “Advertimos que nos hemos alejado enormemente de aquella dolorosa realidad. Tanto nos hemos alejado que hemos perdido con el hecho todo contacto sentimental. El periodista está allí como el médico, obligado por su profesión, no por espontáneo y humano impulso. Pero mientras la profesión del médico le obliga a intervenir en el suceso, la del periodista le obliga precisamente a no intervenir, debe limitarse a ver. Para él propiamente es el hecho pura escena, mero espectáculo que luego ha de relatar en las columnas del periódico. No participa sentimentalmente en lo que allí acaece, se halla espiritualmente excento y fuera del suceso…”.
Esta praxis periodística reduce la realidad a lo que la prensa supone estrictamente comprobable, mediante la dictadura de la verdad notarial. Los hechos parecen susceptibles de ser fiscalizados en su totalidad, pero solo después de haberlos amputado de manera dramática. No se cuenta lo que pasa, se cuenta aquello que aparentemente es lo único que puede pasar. Cualquier zona referida de los acontecimientos, glosada o difusa, queda fuera de las labores del reportero, como si la realidad se restringiera a lo que ocurre, y las variaciones, lecturas e interpretaciones de los sucesos no fuesen cosas que suceden también. Semejante método alcanza su expresión más neurótica en la política de fact checking del periodismo gringo, que actúa menos sobre lo que es falso que sobre lo que es posible, elimina cualquier riesgo indagatorio y suprime la expansión de la mirada.
Lo que el fact checker no puede comprobar, y sus métodos positivistas de comprobación son bastante pobres, queda fuera de la historia. La mayor parte de lo que se suprime ha acontecido. Hay una trágica censura de la vida, porque la sublimación de este procedimiento castrante, copiado sin empacho urbi et orbi, confunde los datos puros y duros con la construcción social de la verdad y celebra el hábito de la vigilancia como rigor periodístico.
Básicamente, el lugar triste en el que Ortega y Gasset ubica al reportero no existe. El reportero de verdad es alguien que mira al hombre ilustre desde el sitio del médico, porque solo desde esa cercanía puede conversar con la mujer y observar como el pintor. Por lo demás, el periodismo, como un coro de registros, incluye necesariamente la posibilidad de hacerse cargo de aquellos acontecimientos en los que el periodista no ha estado presente.
Timothy Garton Ash recuerda una cita del novelista Jerzy Kosinki: “Me interesa la verdad, no los datos, y soy lo bastante viejo para conocer la diferencia». Pero más adelante dice: «Tucídides se permitía poner palabras en la boca de Pericles, como un novelista. Nosotros, no”. No es cierto. Tucídides no pone palabras en boca de Pericles como un novelista, poner palabras en boca de alguien no es un ejercicio exclusivo de la novela. Tucídides pone palabras en boca de Pericles como un cronista. Son palabras que recrean un discurso real, referidas a acontecimientos reales, escuchadas por gente real. No hay verdad sin datos, pero los datos no son la verdad y hay más engaño en el hecho de no poner ninguna palabra en boca de Pericles, solo para que el fact checking pueda legitimar y autorizar la publicación del libro del historiador y militar ateniense, que en el hecho de atreverse a recrearlas. El pacto de lectura, que es un pacto político en tanto es un pacto con los acontecimientos, debiera reconocer que esos discursos son recreados, glosados, y justo ese reconocimiento es el que eventualmente la prensa no le permite hacer al periodismo.
Heródoto cuenta lo que ve, lo que le dicen, lo que se murmura, lo que ocurrió 2.000 años antes y lo que pasa en su presente, se hace cargo también de las fabulaciones de los pueblos, las criaturas imaginadas, sus exageraciones. Anterior a las clasificaciones, traza un mapa espiritual sin padecer el chantaje de ninguna convención, y muele todo aquello digno de mención en una máquina narrativa que encuentra un tono retórico y una distancia puntual para cada uno de los datos adquiridos. No miente, tampoco omite. La crónica ha de escribirse siempre como si Aristóteles no hubiese aparecido todavía.
Visto lo anterior, la pregunta que me hago es esta: ¿qué cosa es ser un cronista latinoamericano hoy, o que te convertiría hoy en un cronista latinoamericano? No hablo, por supuesto, de un territorio geográfico, de la pertenencia pasiva a un sitio por carta de nacimiento, ya que todo sitio hay que merecerlo, sino de una propuesta de verdad, de una singularidad discursiva. América Latina está llena de periodistas gringos que escriben en castellano y la crónica latinoamericana, su manifestación moderna, arranca con un desplazamiento, un lugar de enunciación desenfocado.
Un cubano, José Martí, escribe desde Nueva York para periódicos argentinos y mexicanos, y un estadounidense, John Reed, cuenta una parte de la Revolución mexicana desde el corazón de las tropas de Pancho Villa. Ambos comparten, y eso es lo que la crónica latinoamericana es, un ejercicio no-liberal del periodismo, ni siquiera porque se opongan a él, sino porque lo desconocen, al menos como oficio consagrado. Son previos o ajenos a esa totalidad. Ambos ejercen una militancia de la escritura.
Sé que la palabra militancia hará que muchos desenfunden su revólver ante el recuerdo inmediato de la cantidad insana de propagandistas en la región que se travistieron durante el siglo pasado como escritores, reporteros o artistas, amparados por su moralizante interpretación de la organicidad intelectual, pero Benjamin advierte “que la tendencia de una obra solo puede ser acertada cuando es también literariamente acertada. Es decir, que la tendencia política correcta incluye una tendencia literaria (…) Es esta tendencia literaria —contenida implícita o explícitamente en toda tendencia política correcta—, y no otra cosa, lo que da calidad a la obra”.
Esa militancia implica el intento de la innovación formal y no incluye necesariamente un desmontaje de los fundamentos, digamos, tácticos del ejercicio liberal del periodismo, a saber: el contraste de fuentes; la independencia de partidos políticos, organizaciones gubernamentales y cacicazgos económicos; la reducción de los voluntarismos, didactismos y juicios sin datos; la obligación de escuchar a los victimiarios y no practicar la lástima con las víctimas; entender que la forma está en los hechos, son ellos los que dicen cómo van a ser contados, y priorizar la educación de la mirada.
La militancia de la que hablo tiene una naturaleza estratégica. Los textos deben seguir una función organizadora, que es lo que, para continuar con Benjamin, garantiza que el cronista se convierta finalmente en autor, alguien que no solo abastece los medios de producción, sino que interviene en ellos, opera sobre su funcionamiento. Contrario a la novela, la crónica no puede practicar la elusión o el efectismo, y es probable que, a la larga, un latinoamericano tampoco. Hay que pasar de la tiranía a la democracia del dato. Que el dato esté en la trama. Integrado, no superpuesto. No solo como cifra, sino también como idea o pulsión. El horizonte político que abre esa apuesta estética es lo que denominamos belleza.