Hacerse funcionario para no ser un paria
Una nueva filosofía de lo público se abre paso en España frente al desasosiego de acabar en situación precaria o incluso mísera o sin calidad de vida para otros proyectos personales
Ser funcionario se ha convertido en un sueño laboral en España para quien intenta huir despavorido de la precariedad del sector privado. Cada vez más, amigos de unos 30 años sienten que fuera del Estado hace frío, que ganarse la vida en la calle se ha vuelto durísimo en los tiempos que corren. Así que la función pública podría irse poblando de trabajadores que buscan cobijo, y no tanto satisfacer una vocación de servicio. Y eso envía un feo mensaje a los autónomos, las pymes y los demás asalariados, como si fueran los pari...
Ser funcionario se ha convertido en un sueño laboral en España para quien intenta huir despavorido de la precariedad del sector privado. Cada vez más, amigos de unos 30 años sienten que fuera del Estado hace frío, que ganarse la vida en la calle se ha vuelto durísimo en los tiempos que corren. Así que la función pública podría irse poblando de trabajadores que buscan cobijo, y no tanto satisfacer una vocación de servicio. Y eso envía un feo mensaje a los autónomos, las pymes y los demás asalariados, como si fueran los parias que se quedarán fuera sosteniendo el bienestar de unos pocos.
Lo deslizó una encuesta de la web Opositatest.com sobre 4.000 candidatos: más del 80% aseguró en 2021 que buscaba estabilidad personal, no tanto un mejor salario o la ilusión de desempeñar un puesto concreto. Esa inquietud se traducía en que un 40% estudiaba, pese a tener un empleo de jornada entera, un 20% más de quienes compaginaban ambas tareas en 2019. Muchos reconocían que preparan más de una y de dos oposiciones a la vez para tener mayores posibilidades de sacarse la plaza. En definitiva, la primera que lograsen, sea cual fuera.
Es esta nueva filosofía de lo público que se está abriendo paso en España como huida al desasosiego de acabar en situación precaria o incluso mísera o sin calidad de vida para otros proyectos personales, como formar una familia. No cabe idealizar un pasado donde solo se opositaba por amor a lo colectivo. Pero sería cínico negar el riesgo moral de que “vivir bien” se vuelva sinónimo de ser funcionario. Esa noción se tiende a agudizar con las crisis, como la austeridad, la pandemia o la inflación, pero podría llegar para quedarse si lo privado sigue renqueando en protección y con condiciones a la baja.
En mi círculo de la treintena es fácil encontrar ya a opositores a cuerpos de seguridad, gestión local o instancias medias del Estado. Tienen carreras universitarias dispares y jamás habían mostrado ningún interés en la función pública. Fue poner el pie en el mercado laboral unos años y decidir que tanta inestabilidad no resultaba sostenible. Plantearse un horizonte vital hace que el grueso de opositores en 2021 tuviese entre 36 y 50 años, con una media de 39, según la citada encuesta. En la cincuentena hay un repunte de padres o madres de familia, frustrados tras despidos sucesivos o que planean la jubilación y rechazan la imprevisibilidad, pese a perder dinero.
Esta tendencia puede ir incluso a más entre la juventud, dado que nuestra Administración se halla de media muy envejecida y se irá renovando a lo largo de los próximos años. Los mileniales y los centeniales priorizan ser dueños de su tiempo libre, más de lo que lo hacían los boomers. No toleran la cultura de la empresa privada de echar horas más allá de la jornada, y podrían encontrar en el Estado una salida a sus aspiraciones. De ahí fenómenos como la Gran Renuncia de quienes prevén dejar su trabajo buscando salarios mejores o una conciliación real.
En consecuencia, las convocatorias de empleo público de los próximos años estarán trufadas de un halo de agravio respecto a los trabajadores privados. Son quienes se quedarán fuera respondiendo a elevadas exigencias de productividad, con el temor a perder poder adquisitivo o a seguir lidiando con la inestabilidad del despido. Sus salarios podrían remontar si vienen tiempos de bonanza como el pelotazo de la construcción previo a 2008. Pero pocos ciudadanos creen hoy que el mañana sea mejor que el presente o que la economía española pueda mejorar su valor añadido.
El resentimiento está ya latente. Las redes estallaron porque ha crecido la brecha entre los sueldos del sector público y el privado, según la EPA. Suele mantenerse alrededor del 50%; ya que la Administración acumula pluses de antigüedad y suma gran cantidad de cuerpos de élite. Estos últimos se llevan los mejores sueldos, aunque se consideren peor pagados que en la calle. El problema es que la mayoría de los actuales opositores que huyen de la precariedad tampoco optan a puestos como notario o abogado del Estado. Una brecha de élites, o incluso de clase, corre riesgo de reproducirse en lo público si el precariado solo opta a empleos de menor rango.
Y esto no va de creer que el Estado es un paraíso, obviando las congelaciones salariales de los últimos años o las altísimas tasas de temporalidad e interinidad. Según la OCDE, España no tenía en 2019 una tasa de trabajadores públicos tan elevada como Suecia o Dinamarca, si atendemos al total de empleados, aunque haya variado por las necesidades de contratación de la pandemia.
El problema es que la política tiene incentivos electorales para seguir priorizando al funcionariado o a los pensionistas, frente al trabajador autónomo o a las pymes. El Gobierno ha buscado en los despachos la foto de una subida salarial para los funcionarios, mientras que los sindicatos saldrán a la calle a exigir mayores incrementos para el resto de asalariados. Y si la respuesta es “pues que opositen”, entonces es que la cultura de papá Estado ha calado. Los derechos se vuelven privilegios si solo los disfrutan unos pocos. La aristocracia del siglo XXI la forman quienes pueden llevar una vida estable de la que no gozan fuera los esclavos de lo inestable.