Yo nací, perdonadme, con Suárez

Esa épica de la concordia que ejerció de zócalo afectivo de nuestra democracia se ha ido mellando. Mitificada y desmitificada la Transición, bien haríamos en volver a restañarle el pan de oro

Eduardo Estrada

Al hablar de la época en la que vino al mundo, Ronald Knox escribe: “Solo quienes nacimos bajo la reina Victoria sabemos lo que es asumir, de modo natural, que Inglaterra es la primera de las naciones, que los extranjeros importan poco y que, si ocurre lo peor, lord Salisbury mandará los barcos”. Quienes nacimos durante la Transición española no estábamos destinados a tanta facundia, pero el futuro sí nos había previsto un lugar seguro: una España que ya no tenía por qué helarnos el corazón y que, de hecho, se iba a convertir, después de mucho tiempo, en uno de los lugares más afortunados en l...

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Al hablar de la época en la que vino al mundo, Ronald Knox escribe: “Solo quienes nacimos bajo la reina Victoria sabemos lo que es asumir, de modo natural, que Inglaterra es la primera de las naciones, que los extranjeros importan poco y que, si ocurre lo peor, lord Salisbury mandará los barcos”. Quienes nacimos durante la Transición española no estábamos destinados a tanta facundia, pero el futuro sí nos había previsto un lugar seguro: una España que ya no tenía por qué helarnos el corazón y que, de hecho, se iba a convertir, después de mucho tiempo, en uno de los lugares más afortunados en los que aterrizar a la vida. Llevamos tanto tiempo sin hacer el retrato al pastel de la Transición que resultaría tentador hacerlo ahora, pero no cabe engañarse. ETA mataba. Los sables hacían ruido. Y si la natalidad caía no era solo por el número de televisiones en las casas, sino por los efectos de una crisis económica perfecta. Pero los cinco millones de españoles —unos miles arriba o abajo— que nacimos entre la muerte de Franco y la victoria de González íbamos a vivir durante varias décadas en una España que quizá no podemos mirar como un paraíso perdido, pero que sí fue al menos una tierra de promisión —de promesa—.

Estos 20 años —la mitad de nuestra vida— de ciudadanos de una Hispania felix también debieran entrar dentro del mandato del poeta: “Recuérdalo tú y recuérdalo a otros”. El ingreso en las comunidades europeas cumplía con la aspiración intelectual de generaciones. América no interesaba como nostalgia imperial o destino migratorio sino como comunidad cultural y mercado natural. Nos desquitamos con el AVE hasta terminar preguntándonos si no habríamos hecho AVE de más. En fin, incluso las ventas cervantinas, que tanto habían espantado a los viajeros europeos, se iban convirtiendo en hoteles con encanto. Izquierdas y derechas dudaron pero acertaron: hoy es imposible pensarnos en un espacio que no sea el atlantismo de la OTAN, aunque González, en materia de barcos, se limitara a la Numancia de Marta Sánchez y sus Soldados del amor. En pleno aniversario de la Expo y de los Juegos Olímpicos, recordar 1992 es invocar una cifra mágica, nuestro norte magnético, pero nada terminó ahí. González pensaba Europa con Kohl como los gobiernos de Aznar enseñarían disciplina presupuestaria a los luteranos. El carisma del hoy emérito, entonces en sus mejores años, valía por una diplomacia pública. Aquella España estaba cargada de futuro.

“Las elecciones de 2000″, escribe el propio Aznar, “vienen a cerrar definitivamente la ruptura abierta por la Guerra Civil”. Es demasiado fácil quejarse de nuestra ligereza tuitera de hoy, pero algo nos sorprende al recordar gestos que, ayer mismo, mostraban una sólida conciencia de la historia. González va a misa en la Brunete cuando la gente del loden aún temía a la gente de la pana. Aznar llega a La Moncloa meditando a Azaña y recitando a Cernuda. Quizá esto nos lleve ahora a una sonrisa de suficiencia, pero llama la atención hasta qué punto los actores políticos tenían presente un interés superior aun cuando se opusiera a sus propios instintos. No es angelismo: en menos de un lustro, el socialismo español pasa del marxismo a unas medidas —reconversión industrial, ortodoxia económica— que hubieran podido firmar algunos tories. Y la derecha desempolva el principio de subsidiariedad para que su alma liberal y su alma conservadora acepten la descentralización política. Qué decir de Suárez, Calvo-Sotelo y el PCE.

Hemos sido orfebres de la crítica con cuestiones pacíficas en el debate de la época: la transparencia de las instituciones o el reparto electoral. No estaría de más apreciar otras que sí estaban en su cultura política, porque antes de doblar el cambio de siglo, los españoles podíamos ver imágenes que hoy no creeríamos. Por ejemplo, un ministro liberal conservador en pose alegre con los sindicatos tras firmar un pacto, o las pintadas de la huelga masiva que la izquierda sindical montó a la izquierda gobernante. Por ejemplo, un Ejecutivo que muchos suponían hijo de la derecha militarota, pero que impulsó la profesionalización del Ejército. O un presidente socialista que devolvía la bandera española a ayuntamientos vascos sin temor a la palabra facha.

En el año 2005 se acuña otra palabra: mileurismo. Por entonces, nadie podía pensar que, en un tiempo muy breve, quien fuera mileurista iba a poder considerarse afortunado. A los hijos de la prosperidad, la crisis se encargó de demostrarnos que buena parte de las promesas con las que nos habíamos criado quedarían incumplidas. El picado fue brusco: de soñar con el G-8 y creernos Alemania a que la propia Alemania nos pusiera en vigilancia. Ahora, a medio camino de cobrar la pensión, la sensación de que la España contemporánea se ha encargado más de los mayores que de los jóvenes ya no nos ha de abandonar. Pero estábamos destinados a desengaños más cercanos. Tras ser la primera hornada que estudió el mapa de las autonomías, vimos cómo esa hermandad hispánica, vivida con tanta naturalidad, se ponía en riesgo con el procés: todo, después de creer que éramos una generación libre de afrontar España como drama; que el problema de España era fatalismo noventayochista, cosa de los manuales de literatura. Si con la crisis económica, una izquierda iba a cargar contra el cerrojo del 78, con la crisis del procés otra derecha iba a decidir que a ellos tampoco les valían los consensos de la Transición. Así se ha ido mellando esa épica de la concordia que ejerció de zócalo afectivo de nuestra democracia. Mitificada y desmitificada la Transición, bien haríamos en volver a restañarle el pan de oro.

Del prestigio tecnocrático de cierto felipismo a los años en que fue de moda ser ratista, diversos gobiernos han cogido la bandera de la reforma. También cuando dejamos de ser una joven democracia, con un Zapatero que quería incidir en la moral pública y un Rajoy que tuvo que sortear la crisis económica. Y es notable que, aun con la recesión y los populismos, todavía tardamos en darnos a la declinología: no han faltado propuestas de mejora en todo lo que va de la mochila austriaca al fin de las diputaciones provinciales. El propio concepto de regeneración ha llegado a estar más presente que durante el regeneracionismo. Es irónico pensar que los cambios al final sobrevenidos —del adiós al bipartidismo a la generalización de las primarias— ni han sido numerosos ni han dejado de tener ambivalencias.

Al pensar en los sueños de una generación, amarga constatar que ni siquiera hemos reducido la convergencia —concepto omnipresente en los noventa— con Europa: como para pensar en asaltar el cielo. Quizá nuestra generación esté teniendo más suerte con sus cronistas que —Rivera, Iglesias, Casado— con sus políticos. El novelista Anthony Powell habla de “el mundo de la aceptación”: tal vez nos neguemos a entender el futuro como la administración de una derrota, pero nuestra mayor esperanza reside en que la historia no está escrita. Hijos de una grandeza a la que no hemos sabido dar continuidad, nacimos en la mejor España para volver ahora al reproche más hiriente: ese que dice que España siempre está empezando.


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