Tribuna

Pegasus: un caballo desbocado

No alcanzo a comprender quién tomó la irreflexiva decisión de espiar a los independentistas catalanes y cómo no se midieron sus consecuencias; en un sistema democrático lo saludable es que los responsables dimitan

Eva Vázquez

Pegasus, según la mitología griega, era un caballo blanco con alas, que apoyando sus patas en el aire llegó hasta el Olimpo, lugar reservado para la residencia de los dioses. Su nombre ha sido adoptado por una empresa israelí, que vende sus servicios al mejor postor, dedicada al espionaje masivo de las comunicaciones personales de aquellas personas que pudieran tener un interés público o político relevante. Vivimos en un mundo en el que, sin distinción...

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Pegasus, según la mitología griega, era un caballo blanco con alas, que apoyando sus patas en el aire llegó hasta el Olimpo, lugar reservado para la residencia de los dioses. Su nombre ha sido adoptado por una empresa israelí, que vende sus servicios al mejor postor, dedicada al espionaje masivo de las comunicaciones personales de aquellas personas que pudieran tener un interés público o político relevante. Vivimos en un mundo en el que, sin distinción de modelos políticos, el Estado tiene un apetito insaciable por acumular información de cualquier género, justificándolo en las necesidades de la seguridad nacional. Podríamos sintetizar esta tendencia en dos modelos. En su día, la República Democrática Alemana, fue capaz de acumular información sobre la vida de los otros, como nos mostró la magnífica película del mismo título. Otro modelo, Estados Unidos, dispone de una Agencia Central de Inteligencia (CIA) con un control, en principio más estricto, y con obligación de desclasificar informaciones confidenciales o secretas, mucho más amplia que en otros sistemas también democráticos.

Las modernas constituciones, entre ellas la nuestra, alertan sobre los peligros que para la intimidad suponen las nuevas tecnologías de la información. Imponen a los legisladores la obligación de poner coto a las ansias de información que muchos gobiernos pretenden tener sobre los ciudadanos, pasando por encima de su derecho a la intimidad y de su dignidad. Como sostienen los politólogos, la información es poder. Los constituyentes y todos los que hemos dedicado nuestras reflexiones a denunciar este peligro, somos conscientes de las dificultades a las que nos enfrentamos. Es difícil poner barreras a la inmensa potencialidad de los avances tecnológicos de los sistemas de interceptación de las comunicaciones entre personas y corporaciones. Para cerrar el círculo del control de nuestras vidas, las aplicaciones de geolocalización de nuestros teléfonos móviles permiten seguir, paso a paso, nuestros movimientos y situación.

Hemos pasado de los rudimentarios métodos de intervención de las comunicaciones que veíamos en la premonitoria película La conversación (dirigida por Francis Ford Coppola en 1974), en la que se utilizaba una furgoneta con antenas orientadas hacia la persona vigilada, a la inmensa potencialidad de la plataforma Pegasus que se ofrece en el mercado, sin tapujos, para realizar espionajes masivos solicitados por gobiernos que la contratan. Las profecías de Orwell (el Gran Hermano), Bentham (El panóptico) o Aldous Huxley (Un mundo feliz) son, hoy día, una realidad desasosegante.

La plataforma Pegasus encarna, en nuestro tiempo, la visionaria idea de Jeremy Bentham en el siglo XVIII, cuando diseñó el panóptico (el ojo de Dios) como un lugar desde el que se podía controlar a toda la población de una cárcel. Con su proverbial agudeza política, Michael Foucault lo definió como el Ojo del Poder. El ojo de Dios ya dispone de todas las herramientas necesarias para convertirnos a todos en una especie indefensa frente a los insaciables ataques de los poderosos. Nuestra intimidad puede ser horadada hasta el punto de que, como advirtió en su día el Tribunal Constitucional alemán, lleguemos a convertirnos en personas de cristal, tan transparentes que nada podemos ocultar a los poderes supremacistas que disponen de estos sofisticados artilugios.

Las Constituciones democráticas tratan de defendernos ante las invasiones ilícitas de nuestra intimidad, pero se detienen y paralizan cuando se invoca el sagrado mantra de la seguridad nacional, como pretexto para saltar las barreras que salvaguardan nuestros derechos y libertades. En teoría, plataformas como Pegasus solo se pueden utilizar para hacer frente al terrorismo o el crimen organizado, pero como ha denunciado Amnistía Internacional, en la realidad se han empleado para vigilar a disidentes políticos y activistas. Los que propugnamos su eliminación somos tachados de frívolos o malos patriotas que ponen en peligro la seguridad del Estado. Les recuerdo que su funcionalidad se ha demostrado inoperante cuando se ha comprobado su incapacidad para prevenir los atentados de la Torres Gemelas, las masacres terroristas de nuestro 11-M, los asesinatos de la sala Bataclán en París o los atropellos mortales de las Ramblas barcelonesas o la Explanada de Niza.

Como era de esperar, sistemas como Pegasus o plataformas semejantes se han utilizado para espiar a los altos dignatarios de diversos países, poniendo en peligro la estabilidad de las relaciones internacionales y los sistemas democráticos. Las escuchas al presidente del Gobierno y a la ministra de Defensa, revelan la fragilidad de los sistemas de ciberseguridad. No creo que judicializar estos hechos aporte nada para solucionar el conflicto. Es necesaria una concertación entre los países, para poner coto a la existencia y manejo libre de estos artilugios.

En un sistema democrático en el que impere el derecho a un juicio justo y con todas las garantías, la interceptación individualizada de las comunicaciones solo se puede amparar en una previa intervención judicial que controla la necesidad y la proporcionalidad de una medida tan excepcional como invasiva del derecho a la intimidad. Disponemos de suficientes instrumentos legales para hacer frente a los intentos de quebrar la seguridad de las personas. Las normas de derecho internacional incorporadas a nuestra legislación y los tribunales internacionales refuerzan la protección de nuestros derechos.

Existe un espacio legal para realizar escuchas masivas que se debe utilizar con exquisita cautela. La Ley Orgánica 2/2002 de 6 de mayo, de control judicial previo de ciertas actividades del Centro Nacional de Inteligencia (CNI), establece que el director del centro deberá solicitar de un magistrado del Tribunal Supremo, nombrado por el Consejo General del Poder Judicial, la autorización para la adopción de medidas que afecten a la inviolabilidad del domicilio y al secreto de las comunicaciones. La ley no autoriza al director del CNI a una prospección indiscriminada, sino que le exige individualizar los hechos, identificar las personas, exponer las motivaciones y solicitar la autorización del magistrado. La decisión judicial no rinde cuentas ante el órgano que le ha designado (CGPJ), pero tiene la obligación de analizar lo que se le solicita, motivar la resolución en un plazo perentorio, responsabilizarse de su duración y de las consecuencias que se han derivado de su autorización.

La utilización del sistema Pegasus ha irrumpido de manera desbocada, como elefante en una cacharrería, en nuestro inestable panorama político. Me parece de una gravedad e irresponsabilidad difícil de asimilar la decisión de aplicar la doctrina de la seguridad nacional a los políticos independentistas catalanes y a todas las personas que, de alguna u otra forma, estaban relacionadas con el proceso, exclusivamente político, como sostiene toda la comunidad jurídica internacional, que pusieron en marcha los independentistas catalanes. Por más vueltas que le doy no alcanzo a comprender quién tomó tan irreflexiva decisión y lo que es más grave, por qué no se midieron las consecuencias del mensaje perverso que implicaba la adopción de medidas reservadas para el terrorismo o el crimen organizado. Con toda razón, los independentistas catalanes y no solo ellos, sino todos los ciudadanos que nos esforzamos en defender el Estado de derecho y sostener un sistema de protección de garantías y libertades, hemos reaccionado con indignación exigiendo comisiones de investigación y responsabilidades políticas.

En un sistema democrático es lógico y saludable que el o los que han cometido tamaño desatino político, por lo menos lo reconozcan y en su caso dimitan. Si la medida está amparada por la intervención del magistrado que contempla la ley que autoriza al CNI a interceptar conversaciones, no existe responsabilidad penal alguna, pero será difícil restañar la brecha política que se ha abierto. Está en peligro la estabilidad del actual Gobierno de coalición. No cuesta nada y creo que dignifica a la política reconocer el error antes de que sea demasiado tarde.

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