Sin convivencia, qué importa la lengua

Está bien lo conseguido hasta ahora, pero no es suficiente. Queda trecho por recorrer para la lengua catalana, sin necesidad de aventuras secesionistas ni de imposiciones monolingüistas

Diego Mir

Sense català, no hi ha escola. ¡Cuanta razón! Sin catalán no puede haber escuela catalana, es decir, una escuela que se precie como tal en Cataluña, mi país. Suscribo sin matices la pancarta, aunque no suscribo lo que querían decir, pero no habían escrito, los manifestantes, un centenar de ciudadanos que salieron a la calle en Canet de Mar el sábado 11 de diciembre de 2021 en protesta por la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) ...

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Sense català, no hi ha escola. ¡Cuanta razón! Sin catalán no puede haber escuela catalana, es decir, una escuela que se precie como tal en Cataluña, mi país. Suscribo sin matices la pancarta, aunque no suscribo lo que querían decir, pero no habían escrito, los manifestantes, un centenar de ciudadanos que salieron a la calle en Canet de Mar el sábado 11 de diciembre de 2021 en protesta por la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) que obliga a la escuela Turó del Drac a impartir un 25% de las clases en castellano.

“Si hay castellano en la escuela, no hay escuela catalana”. Este y no otro es el mensaje subliminal que todo el mundo entiende, quienes están a favor de la escuela monolingüe catalana, los manifestantes, y quienes están en contra, aquellos contra los que protestan. Para una parte de la opinión catalana, especialmente la independentista, el castellano, lengua materna de la mitad de la población, y familiar —es decir, de padres o abuelos— de un porcentaje mucho mayor, quizás el 70% debe recibir, en cambio, el tratamiento propio de una lengua extranjera. Ciertamente privilegiada, en la medida en que se imparte como asignatura obligatoria en todo el currículo escolar, pero extranjera al fin y al cabo, como el inglés o el francés. Y el resto de la enseñanza debe ser enteramente en catalán. Al terminar la escolaridad, se argumenta que los jóvenes dominarán las dos lenguas, aunque será más por efecto del bilingüismo social, en la familia, en la calle y en los medios de comunicación, que por la acción pedagógica, que no transmitirá a estos niños el registro culto de lengua castellana que corresponde a una buena enseñanza científica y humanística, sino que lo hará, en caso de que así suceda, solo en catalán.

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Al parecer, se trata del modelo catalán de la inmersión, ampliamente consensuado. Indiscutible e irreformable, habría que añadir a esa dogmática y falaz argumentación usual en boca del secesionismo. Este es un debate profundamente equivocado y envuelto en una nube de tergiversaciones impropia de una sociedad civilizada. No está en discusión la inmersión, como eficaz método de enseñanza intensiva de una lengua, ni esta es incompatible con la modesta propuesta de reservar una asignatura troncal, una sola, no una maría, no la gimnasia o las artes plásticas, a la enseñanza del castellano. Tampoco es incompatible con esta propuesta el mantenimiento de una única línea de enseñanza, sin separar a los alumnos en razón de su lengua materna, en la que la lengua catalana sea utilizada normalmente y constituya el centro de gravedad, tal como ha reconocido el Tribunal Constitucional.

El modelo catalán, al que tantos éxitos se atribuye, probablemente de forma algo exagerada, se basa en estos dos elementos: inmersión para los niños recién llegados sin conocimiento de la lengua y circuito único que no segregue a los alumnos en función de la lengua. A estos dos elementos habría que añadir la inteligencia y la flexibilidad de los centros, las asociaciones de padres y la administración para acomodar la intensidad del uso de cada una de las dos lenguas en función del contexto social del centro: si hay algún consenso es que los alumnos de ciudades o barrios de inmigración reciente necesitan más catalán, mientras que en ciertas zonas del territorio catalán es imprescindible intensificar el castellano. Conociendo el paño y escuchando cómo se expresan los jóvenes, especialmente algunos, se diría que estamos haciendo exactamente lo contrario: más catalán donde el catalán es ampliamente hegemónico y más castellano donde solo se habla castellano.

Estas son cuestiones que no debieran dilucidarse en la pelea política ni utilizarse para argumentar ni a favor de la independencia ni en contra. Cuando esto sucede, como ha sucedido y sigue sucediendo, ¿alguien puede quejarse de que el litigio llegue a los tribunales? Llega a los tribunales porque quienes representan a los ciudadanos lo han querido. Quien ataque a los jueces que han dirimido en la controversia según su mejor criterio profesional lo menos que merece es ser tachado de hipócrita, y más todavía si tiene alguna responsabilidad de gobierno, como es el caso del consejero de Educación.

Su desprecio hacia la judicatura y su incapacidad para ponerse en los zapatos de los otros, en este caso los padres de la niña de cinco años contra los que se celebró la manifestación, le descalifican para gobernar. ¿Cómo podrá pedir luego que se cumplan las leyes, las sentencias y sus propias instrucciones si desde el Gobierno se propugna la desobediencia? Conozco la respuesta. Se trata de reconocer solo las leyes y decisiones surgidas del Parlamento de Cataluña. Es decir, la lengua, nuevamente, al servicio de la independencia. No se trata, por tanto, del modelo lingüístico catalán sino del modelo secesionista de gobierno catalán, que no reconoce la validez de la legislación española, del Estado de derecho y de los tribunales.

Este camino podría ser hipócrita, pero inteligente si condujera a algún sitio. Conduce al fracaso político. Perjudica a la lengua catalana. A su prestigio en Cataluña y fuera de Cataluña y, por tanto, a su futuro. Aleja a los nuevos hablantes e incómoda a los catalanes y a los catalanistas liberales de toda la vida, que los hay y en abundancia. Por mucho que se empeñen con la pintura tremendista de la España anticatalana, con la inestimable colaboración de Pablo Casado y sus calumnias, todo lo que ha progresado la lengua catalana en la historia, con la Mancomunidad, con la Segunda República y con la actual Constitución de 1978, ha sido gracias al talento político pactista de los catalanes que han conseguido que su lengua recibiera suficientes apoyos en el conjunto de España, fuera reconocido en el plano legal y avanzara en su reconocimiento. Un proyecto de Estado independiente como el que se ha exhibido en los últimos 10 años podría ser literalmente letal para una lengua que ha sido enriquecida demográficamente por la inmigración y favorecida por la capitalidad editorial y cultural española de Barcelona.

Está bien lo conseguido hasta ahora, pero no es suficiente. Así lo pensamos muchos. Queda trecho por recorrer para la lengua catalana, sin necesidad de aventuras secesionistas ni de imposiciones monolingüistas. Un mayor reconocimiento en las instituciones españolas en general, ciertamente. Una mejor proyección internacional, sin proyectos políticos tóxicos de por medio. Una presencia en los medios audiovisuales y digitales, Netflix entre otros, claro. Una mejor coordinación de esfuerzos con las comunidades autónomas de habla catalana, la Comunidad Valenciana y la Balear. Pero nada de todo esto se podrá hacer si la mitad del arco político español y una gran parte de la opinión pública consideran que todas estas propuestas están al servicio de la secesión y no de una mayor integración de Cataluña en la unión libre y democrática de todos los ciudadanos y pueblos de España.

Por tanto, además de hipócritas, estúpidos. Si no sirvieran todos estos argumentos, muchos de ellos políticos, queda uno mucho más sencillo e incluso moral: ¿para qué nos sirven las lenguas si perdemos la convivencia, que es el alma auténtica de Cataluña? Si perdemos el alma para salvar la lengua, terminaremos perdiéndolas ambas, el alma y la lengua.

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