Un idioma actual y vivo

Entre el español de Bernal Díaz del Castillo y el nuestro no solo ha pasado el tiempo, ha pasado América; ya no es solo una lengua de conquista, es también una de resistencia

diego mir

Poco antes de que llegara la pandemia, un editor español me propuso un proyecto que, en un principio, me entusiasmó profundamente: “Traer a nuestro idioma actual la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España”. Los problemas, sin embargo, sobrevinieron muy pronto: ¿qué significaba para el editor —un editor extraordinario y a quien admiro— ese traer y qué significaba para mí, como e...

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Poco antes de que llegara la pandemia, un editor español me propuso un proyecto que, en un principio, me entusiasmó profundamente: “Traer a nuestro idioma actual la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España”. Los problemas, sin embargo, sobrevinieron muy pronto: ¿qué significaba para el editor —un editor extraordinario y a quien admiro— ese traer y qué significaba para mí, como escritor? Pero, sobre todo, ¿cuál era, para ese editor, nuestro idioma actual y cuál era para mí ese mismo idioma actual?

El primer problema no debía ser difícil de resolver: donde él decía traer, decía, con razón, modernizar y hacer más accesible a los lectores, recortando, además, el cuerpo general del texto, es decir, achicando, encogiendo la obra de Bernal Díaz del Castillo. Desde el punto de vista editorial, esta, la de condensar, era, sin duda alguna, la idea correcta. Para mí, por desgracia, esa idea correcta no era suficiente.

Así que aquel primer problema no sería fácil de resolver: donde yo decía traer, decía, probablemente sin razón —sin razón editorial, por lo menos—, algo más que modernizar y hacer accesible, condensándola, la obra de Bernal Díaz del Castillo; para mí, traer la Historia verdadera de la conquista de Nueva España debía ser, además de un proceso de condensación, uno de destilado, dejar que evaporara y se perdiera la idea esa de verdadera que asienta el título y cruza la obra entera.

Al final, queda claro, el primer problema sería, también, nuestro primer problema irresoluble: el editor —insisto, cargado de razón editorial—, quería el mismo libro que había escrito Bernal Díaz del Castillo, pero como si este se hubiera escrito para ser leído hoy en día. Yo, por mi parte, proponía el libro que Bernal Díaz del Castillo hubiera podido escribir si él mismo estuviera vivo hoy en día y tuviera, entre sus lecturas preferidas, por ejemplo, Sobre la historia natural de la destrucción, de W. G. Sebald, además de La visión de los vencidos.

El problema del primer problema nos quedó entonces claro a ambos: donde el editor español veía un procedimiento editorial, yo, escritor latinoamericano, no podía dejar de ver uno que también era político. El libro de Bernal Díaz del Castillo, a fin de cuentas, existe y seguirá existiendo siempre, igual que seguirá siendo maravilloso y deberá seguirse leyendo, también, para siempre. No proponía, evidentemente, ni censurarlo ni sacarlo de las bibliotecas, proponía que, si nos metíamos en la aventura de jugar con él y transformarlo, es decir, si hacíamos otro libro, nos arriesgáramos a ir, a llegar hasta las últimas consecuencias en ese juego, en esa transformación.

Honestamente, creo que, si ese primer problema irresoluble hubiera sido el único de nuestros problemas, al final, el editor y yo habríamos encontrado el modo de resolverlo o de aparentar que lo habíamos resuelto, es decir, habríamos encontrado un justo medio que nos dejara satisfechos a los dos. Pero ahí estaba el segundo problema, que no solo sería irresoluble, sino que nos haría abandonar el proyecto —que me haría a mí, en realidad, abandonarlo—: ¿cuál era, para cada uno de nosotros, nuestro idioma actual? Y es que este problema, que va mucho más allá de las palabras que decimos diferente, era el corazón del asunto. A fin de cuentas, entre el español de Bernal Díaz del Castillo y el del editor, no solo había pasado el tiempo: había pasado América.

Había pasado, pues, ese espacio enorme, variopinto y en ebullición constante en donde, para ponerlo en términos sencillos y hacer que quepa en un artículo como este, nuestro idioma actual había dejado de ser un idioma, fundamentalmente, de conquista, para ser un idioma, esencialmente, de resistencia, con todo lo que eso implica y todo lo que transforma. No digo, obviamente, que nuestro idioma actual no sea, ante las lenguas originarias de América, un idioma de subyugación, pero es innegable que, de este lado del Atlántico, nuestro idioma ya no perdería nunca —no hasta ahora, por lo menos— su carácter subalterno —basta con ver, por ejemplo, lo que sucede en Estados Unidos y recordar que la primera acción de Trump fue tumbar la página latina de la Casa Blanca—.

Pero estoy llegando a un lugar, a un asunto, en realidad, por el que no tenía pensado ni siquiera pasar cerca, antes de sentarme a escribir —mi idea original, antes de esta, antes pues de acordarme de que una vez estuve a punto de rehacer la Historia verdadera de la conquista de Nueva España, era escribir que, para mí, mi idioma es mi pertenencia, escribir, por ejemplo, que nunca me he sentido extranjero, más que cuando estoy en donde se habla algo distinto a esa lengua que aprendí en casa; que nunca me he sentido lejos (ni en el Pirineo, ni en Ushuaia, ni en Tijuana), salvo cuando no me rodean mis palabras, que son las que me hacen sentir cerca—.

Así que mejor vuelvo o trato de volver al punto en donde estaba, antes de desviarme y antes también de permitirme el exabrupto emocional: el segundo problema al que nos enfrentábamos el editor y yo era irresoluble porque era, al mismo tiempo, el suceso que nos permitía pensar que podíamos trabajar, juntos y el hecho que nos hacía imposible trabajar juntos: nuestro idioma actual era el mismo, pero era, también, dos idiomas diferentes, aunque no, insisto, desde las palabras que tenemos que traducirnos, sino desde el lugar que enunciamos todas y cada una de las palabras.

Ninguna palabra enunciada por Bernal Díaz del Castillo podía ser la misma palabra para el editor y para mí, como ninguna palabra que yo añadiera sería la misma para un peninsular que para un latinoamericano, aunque no dejarían de ser, para todos, una sola palabra. Pensémoslo así: nuestro idioma es el planeta, pero sus hablantes, en vez de estar en latitudes diferentes, están en hemisferios diferentes: mientras unos viven en invierno, otros viven en verano.

El segundo problema que nos separaba, al editor y a mí —que me separaba a mí del editor, siendo justos y asumiendo entera la culpa de haber escapado del proyecto—, era insalvable y era la respuesta a la siguiente pregunta, aunque al revés: ¿por qué el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española publica, año tras año, un Diccionario de Americanismos?

Para la Real Academia de la Lengua Española, los americanismos son palabras invasoras, palabras que llegan del otro lado del océano, como si se tratara de un conquistador, como si se tratara de Bernal Díaz del Castillo, por ejemplo. Y es verdad, los americanismos son palabras invasoras, en tanto son vocablos en resistencia.

Por supuesto, el editor y yo, como el resto de hablantes de nuestro idioma, hablamos y seguiremos hablando el mismo idioma, pero también hablamos y seguiremos hablando idiomas diferentes.

Eso fue lo que hizo, al final, que el proyecto de La historia verdadera de la Conquista de Nueva España fuera, resultara imposible de llevar a cabo juntos.

Pero eso es también lo que nos hace iguales y mantiene, a nuestro idioma, actual y vivo.

Emiliano Monge es escritor. Su última novela es Tejer la oscuridad (Literatura Random House).

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