Comunistas
El legado de la lucha del PCE de Carrillo por la democracia española merece algo mejor que este “neofascismo rojo” que defiende la barbarie de la URSS y contemporiza con dictadores
En la jubilosa noche del triunfo de Isabel Díaz Ayuso, Santiago Abascal estaba satisfecho: “Hemos vencido al Frente Popular”, anunció. Fue una demostración de que Vox no es un partido fascista, sino neofranquista, que en un tiempo de crispación política capitaliza el malestar de quienes ocuparon posiciones ...
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En la jubilosa noche del triunfo de Isabel Díaz Ayuso, Santiago Abascal estaba satisfecho: “Hemos vencido al Frente Popular”, anunció. Fue una demostración de que Vox no es un partido fascista, sino neofranquista, que en un tiempo de crispación política capitaliza el malestar de quienes ocuparon posiciones de poder durante décadas. Hace unos treinta años Manuel Tuñón de Lara, con ánimo de reconciliación, afirmaba que la guerra la perdieron todos. No fue así: hubo muchos que perdieron la guerra (y la vida), y quienes ganaron la guerra, y bien ganada. No se trató de un bloque homogéneo, y precisamente fueron hijos de vencedores como Javier Pradera los que, con su movilización del 56, sirvieron de referencia al viraje del Partido Comunista de España (PCE) hacia la “reconciliación nacional”. Fue un nuevo enfoque, diseñado desde Madrid por Jorge Semprún, bautizado por Dolores Ibarruri y convertido en política a su modo por Santiago Carrillo. Por las mismas fechas, la otra izquierda, socialdemócratas y libertarios, seguía sin recuperarse de la durísima represión de la posguerra, en cuyo curso el PCE se mantuvo como “partido de las cárceles” y dada su supervivencia en un campo de ruinas, como “el Partido”.
Luis García Montero ha distinguido entre el comunismo como gestión de bienestar y libertad por el Estado y el estalinismo, que evidentemente rechaza. La cuestión es que el comunismo como experiencia histórica, no como ilusión, consistió en el totalitarismo llevado a extremos de barbarie por Stalin, y antes construido por Lenin. Demasiadas expectativas de 1917 acabaron en fracasos, e incluso en genocidios, de la URSS a Camboya. En cuanto proyecto de transformación social, el comunismo merece ser arrojado al basurero de la Historia. A pesar de tantas frustraciones habidas, para alejar el horror, ¿por qué no llamar socialdemocracia a la política que propone transformaciones sociales en nombre de la igualdad?
En el recorrido histórico del comunismo, no todo fue un museo de horrores, a diferencia de los fascismos. Los casos de España, Francia o Italia, a partir de 1934, muestran que la carga estaliniana nunca abandonó a la nueva política de frentes populares aprobada por el “maravilloso georgiano” —Lenin dixit—, mirando tanto a frenar a Hitler como a preparar el terreno de lo que serán “las democracias populares”, tiranías de tipo soviético. A pesar de ello, en el balance de los “frentes populares” prevaleció la lucha por la democracia. Fue una experiencia en la cual intervinieron la entrega casi religiosa y la disciplina de muchos militantes, hasta el heroísmo. Entre nosotros, nombres como Simón Sánchez Montero, José Sandoval, Irene Falcón, Manuel Azcárate, y cito solo a quienes conocí y estimé, merecen ser vistos como antecedentes inexcusables de una izquierda democrática, hoy y en el futuro. Lo mismo que Giorgio Napolitano en Italia. Claro que tampoco cabe olvidar que con frecuencia en la posguerra, mártires comunistas, caso del eslovaco Gustav Husak, pasaron a ser verdugos, una vez en el poder.
La cuestión no es de arqueología política, ya que hoy tenemos dos ministros comunistas y el posible eclipse de Podemos otorga al PCE una presencia inesperada en la escena. Lo que parecía una supervivencia precaria se ha convertido en un papel político de primer orden.
Puede ser útil recordar entonces que antes de y durante la Transición, la herencia democrática del Frente Popular tuvo ocasión de desplegarse bajo la “reconciliación nacional”, aunque fracasara la huelga nacional pacífica para acabar con la dictadura. A pesar de las limitaciones, Santiago Carrillo supo conjugar el prestigio obtenido con la entrega del PCE a una lucha frontal antifranquista, con miles de presos y muertos, y el eficaz hallazgo de las Comisiones Obreras, mejorando contra corriente la vida de los trabajadores. El objetivo no podía ser otro que la democracia. A pesar de la rémora de una mentalidad tradicional, lógica en un partido que naciera en pleno estalinismo, lo que hizo del PCE uno de los agentes de la Transición, no consistió en el oportunismo de replegar velas. Con los movimientos sociales y la actuación del rey Juan Carlos I, fue un pilar del establecimiento del nuevo régimen, tanto en un ejercicio constante de responsabilidad (crimen de Atocha), como al asumir el inevitable coste social de los Pactos de la Moncloa. El PCE no encabezó la revolución; hizo posible la libertad política en España.
El “eurocomunismo” nació también de una nueva visión de las relaciones internacionales, tan opuesta al imperialismo norteamericano como dirigida a superar “el socialismo realmente existente”, versión Breznev. El PCE apoyó a fondo la experiencia checoeslovaca de 1968 y, en consecuencia, con Dolores y Carrillo al frente, condenó la invasión de Praga por los ejércitos del Pacto de Varsovia. Comunismo y democracia, en el partido español, como en el de Berlinguer y transitoriamente en el de Waldeck-Rochet, quedaban enlazados, frente a la dictadura burocrática de la URSS. Solo que en Carrillo había una contradicción insalvable: su “eurocomunismo” no nacía de Togliatti, ni de Gramsci, sino de Stalin. Según explicó, era la actuación en democracia del partido “de siempre”.
Tras el desplome del PCE en los 80, el vínculo socialismo/democracia empezó a quebrarse, con el complejo identitario y el maniqueísmo elemental de Julio Anguita y sus “dos orillas”. “Comunismo” igual de nuevo a “clase contra clase”. Fue el “desastre” que previeron en silencio Nicolás Sartorius y Antonio Gutiérrez tras ser nombrado secretario general de Comisiones Obreras. Atacar siempre a la derecha y al reformismo, soñar con el regreso al sistema soviético, tal es el esquema mental legado por Anguita a los jóvenes comunistas de hoy, que ven en Lukashenko y en Putin, respaldados por Xi Jinping, los paladines del anticapitalismo. Con denunciar a Estados Unidos, rechazar Europa, felices, como si cualquier crítica a los nuevos tiranos, de estirpe estalinista y maoísta, fuera propia de un siervo del capitalismo. La política exterior se convierte en un terreno privilegiado para la demagogia.
La moda retro se extiende a los dirigentes, con Alberto Garzón entregado a cantar a Lenin y a la Revolución de Octubre, utilizando la forma de expresión propia de todo alérgico a argumentar, el tuit; representantes de Izquierda Unida se exhiben con camisetas luciendo la efigie de Stalin. Bastante siniestro todo. Asumen y transmiten el “crimen contra la historia” que hoy perpetra Putin. De ahí que resulte preciso enfrentarse a la resurrección de tal doctrina “comunista”, con su dimensión abiertamente criminal. Antisistémicos rudimentarios, prolongan el entendimiento exhibido por Podemos hacia tipos como Maduro en Venezuela, con los silencios sobre el genocidio de los uigures, sobre la destrucción de la democracia por Daniel Ortega en Nicaragua, o sobre la senda de la muerte trazada por Putin, de Ucrania a Navalni. No hablemos de Cuba. En esta línea, nuestra izquierda radical puede acabar en un “fascismo rojo”, contrapunto del neofranquismo de Vox. El legado de la lucha del PCE por la democracia merece algo mejor.
A Pedro Sánchez no le importa la deriva de sus socios, con tal de que le ayuden en su empresa catalana. A los ciudadanos, y en particular a los socialistas, debiera preocuparles por lo que implica de degradación de una izquierda convertida en promotora de la antidemocracia. “La mejor prueba de que la tierra es redonda —bromeaba el filósofo marxista Adam Schaff— consiste en que cuando alguien sale por la extrema izquierda, reaparece luego por la extrema derecha”.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid. Formó parte del grupo fundador de Izquierda Unida.