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Claudia Sheinbaum
Columna
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La confianza en la presidenta

La legitimidad que obtuvo Claudia Sheinbaum en junio será puesta a prueba por la realidad y por la destreza que muestre en coyunturas adversas

Claudia Sheinbaum y el secretario de economía, Marcelo Ebrard, con empresarios de Estados Unidos, el 15 de octubre.
Claudia Sheinbaum y el secretario de economía, Marcelo Ebrard, con empresarios de Estados Unidos, el 15 de octubre.Andrea Murcia Monsivais (Cuartoscuro)
Salvador Camarena

El 15 de octubre, ante 260 empresarias y empresarios de Estados Unidos y México, acompañada de parte de su gabinete, la presidenta Claudia Sheinbaum pidió confianza al capital de la región de la que en buena medida depende el buen arranque de su gobierno.

A dos semanas de haber iniciado su sexenio, la mandataria llegaba a esa reunión, convocada por el foro CEO Dialogue, bajo una sombra cargada de suspicacias por la desbocada marcha del Congreso de la Unión, donde Morena día a día sanforiza el Plan C.

Las y los empresarios dejaron la reunión entre promesas de un porvenir halagüeño. Parte de ese buen ánimo lo provocó la presidenta luego de resumir su pasado y presente así: “Luché muchos años por la democracia, no llegué a la Presidencia para destruirla”.

Palabras más, palabras menos, esa frase ha estado presente en distintas reuniones entre funcionarios claudistas —Juan Ramón de la Fuente, por ejemplo— y empresarios mexicanos. Escucharla de Sheinbaum en Palacio infundió confianza entre los asistentes.

Claudia Sheinbaum ha luchado por la democracia desde muy temprana edad. El último cuarto de siglo junto a su predecesor, pero antes de eso vivió en un ambiente politizado, en su casa y en sus etapas universitarias.

El México en que la presidenta tomó posesión el 1 de octubre le debe harto a luchas como las del movimiento estudiantil del 68, la de los reclamos por los desaparecidos de la guerra sucia, o las exigencias por elecciones justas y en reclamo de derechos de minorías oprimidas.

Dicho de otra forma, cuando Morena llegó al poder en 2018 México cumplía, de forma genérica porque hubo antecedentes agrarios, magisteriales y ferrocarrileros, medio siglo de maduración de su democracia. Esta no inició, definitivamente, hace seis años.

En esas décadas la protesta, participación y agenda izquierdistas fueron esenciales. No sin resistencias, el perfil de México evolucionó paulatinamente hacia la agenda progresista que en su momento planteaban el partido de la Revolución Democrática y ahora Morena.

Y si algo reconocen unos y otros al antecesor de Sheinbaum es que en el sexenio pasado las finanzas nacionales se manejaron con suficiente ortodoxia neoliberal. Es decir, un modelo híbrido de privilegio a la agenda social con economía de nuestra versión de libre mercado.

Así llegamos al 5 de febrero pasado, cuando Palacio Nacional planteó una serie de reformas que proponían al país un cambio de régimen. Los subsecuentes triunfos morenistas en la Presidencia y el Congreso el 2 de junio abrieron esa caja de Pandora legislativa.

Desde el 1 de septiembre, el Poder Legislativo aceleró el cambio institucional mexicano. La reforma judicial fue aprobada en el último mes del anterior presidente dejando, a Sheinbaum la conducción del aniquilamiento del Poder Judicial como se le conoce desde 1994.

El actuar de senadores y diputados oficialistas —atropellado, desdeñoso de discrepantes e irreductible al saberse dueños de los votos suficientes para cualquier cambio constitucional— ha metido a México en una espiral de contradictorios mensajes.

Por la mañana, la presidenta ofrece respetar derechos de trabajadores del Poder Judicial, reitera a las y los inversionistas que habrá un estado de derecho mejorado, y promete que los perfiles de las y los candidatos a impartidores de justicia serán probos e independientes.

Pero a lo largo del mismo día, cualquier día, y eso es una constante, sus compañeras y compañeros legisladores, como Claudia llama a los morenistas del Congreso, emprenden acciones o profieren declaraciones donde cerrazón, impericia y voracidad son constantes.

Esta semana, sin ir más lejos, los morenistas más empoderados del Congreso de la Unión sorprendieron (o habría que decir sacudieron) al proponer cambiar el artículo primero de la Constitución. Ni más ni menos.

Luego de esa intentona, durante largas horas el pulso cardiaco de no pocos actores políticos y económicos estuvo fuera del umbral saludable. La República vivió esta semana un periodo de estupor que no se ha ido así se haya cancelado la reforma al uno constitucional.

Al final de cuentas, el daño está hecho. Morena se apresta a maniatar al nonato Poder Judicial. Y es que, con clara intención revanchista en contra de actuales juzgadores, las reformas del oficialismo sobajan desde ya al Poder Judicial que va a resultar de la elección de junio.

Frente a lo que ocurre en el Congreso, Sheinbaum ha tenido un papel difuso. Más allá de si el oficialismo aún ajusta correas de transmisión tras la salida de escena de su gran eje rector, la presidenta parece no advertir cabalmente que a ella se le ve como única y última responsable.

El avasallamiento o la coerción minan la confianza que en cónclaves y en la mañanera, la presidenta Sheinbaum ha iniciado para atraer hacia ella más apoyo aún del que ganó en las urnas.

La legitimidad que obtuvo en junio será puesta a prueba por la realidad y por la destreza que muestre en coyunturas adversas. Pero también por la consistencia del liderazgo que proyecte la mandataria.

México tiene una tradición presidencialista, y si algo de bueno se puede decir al respecto de la misma, es que propiciaba certidumbre al dejar fuera de discusión quién ejercía el control.

Morena ha iniciado su segunda época y en esta nueva vida, sin la visibilidad de su fundador, el partido de la presidenta no necesariamente le está ayudando a generar confianza.

Puede darse, también hay que contemplarlo, que este nuevo tiempo sexenal tenga como característica una dinámica donde la presidenta asume el rol de tranquilizadora en público al tiempo que no solo permite, sino que alienta, la demolición de contrapesos.

Ella como policía buena en medio de la intransigencia de un Congreso que ni ve ni escucha a la oposición o a sectores y actores independientes. Al final de cuentas el tema es la definición de democracia que Claudia y sus compañeros tengan.

Frente a ese escenario, la iniciativa privada quiere creer que vienen tiempos normales mientras busca, como siempre, la manera de alejarse de la tempestad. El capital digno de ese nombre tiene mecanismos para resguardarse, así sean, en ocasiones, el irse.

Eso también debería tenerlo en cuenta la presidenta. Cuenta con un bono de confianza, y para solidificarlo ahora ha empeñado su palabra al decir que no destruirá la democracia. Pone muy alto el listón y eso es positivo.

Tales palabras le acompañarán estos seis años. Nadie le regatea ni su pasado democrático ni su legitimidad hoy. De ahí lo potente de la frase que empleó en el CEO Dialogue: al resumir su vocación, eleva la mira de su meta.

Quien asume un compromiso de ese calado ha de cuidar al máximo que acciones predecibles no contradigan el mismo. El desaseo en la forma en que se han presentado y tramitado varias iniciativas presentadas en el Congreso no abonan a creerle a la presidenta. Ojo.

A todos conviene un ambiente de confianza, claridad de quién está al cargo de la conducción y una congruencia entre palabras y hechos.

La lucha por la democracia de Claudia Sheinbaum fue la de buena parte de una sociedad que hoy demanda que ella amplíe y mejore la calidad de nuestra convivencia plural. Es lo único esperable de alguien como ella. Y lo único que merece México en el siguiente medio siglo.

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