La presidenta se inaugura en su Zócalo
Si el poder ha de cambiar desde este martes, aquí una imagen en prenda: Sheinbaum es arropada en el templete por puras mujeres, representantes de pueblos originarios
Apenas pasada la hora de comer, la presidenta Claudia Sheinbaum se sumerge de lleno en el rugido popular que nutre al obradorismo. Su primera alocución como jefa del Estado mexicano en la plaza-ombligo de la nación es una fiesta por el país que ella y todes sueñan.
Es un momento para la esperanza, y en el Zócalo nadie repara en límites realistas, o en nubarrones de estrecheces presupuestales, frente a las promesas de la presidenta. Solo por hoy, el cielo parece al alcance de las y los mexicanos. Hasta la lluvia respetó el instante.
Sheinbaum sale de Palacio Nacional con la banda tricolor, de la mano de su esposo. Desde horas antes la enorme plancha gris está llena, las calles aledañas al Zócalo desbordadas, el Centro Histórico atascado de multitudes serpenteantes con rostro de ilusión renovada.
La presidenta, en su sencillo y a la vez elegante vestido claro, trae la sonrisa fácil y 100 puntos que pretenden ser el mapa del tesoro nunca encontrado en México, a pesar de los intentos de variados Gobiernos. Mas, previo a su discurso, una mística vernácula se adueña del Zócalo.
Académica de formación, promovida en las pasadas elecciones como científica, Sheinbaum se aviene sin gestos al programa que le depara un ritual esotérico de bendiciones de la tierra, de limpias, de favores a puntos cardinales, momento tan folclórico como mediático. Perfecto para un pueblo educado por generaciones por el canal de las estrellas.
Lo que no es trivial, sin embargo, es el mensaje que trasciende al copal o las buenas vibras: si el poder ha de cambiar desde este martes, aquí una imagen en prenda: la presidenta es arropada en el templete, durante todo el acto, por puras mujeres, representantes de pueblos originarios de todo el país. Decenas y decenas. Orgullosas en sus trajes típicos. En su protagonismo. Tengan, hombres, para que aprendan.
Y el mensaje no queda ahí. Abajo, en las primeras filas, el gabinete y no pocos de los integrantes de las bancadas oficialistas. Pero inmediatamente junto a esos altos funcionarios y líderes parlamentarios, decenas de filas atiborradas de representantes de pueblos originarios.
La distribución no es causal. El lugar de privilegio a quienes nunca habían sabido qué es eso es evidente. Y en esos espacios, notablemente, muchas mujeres. A juzgar por hoy, lo de “llegamos todas” de la presidenta es mucho más que un slogan, una moda.
A la hora del discurso la presidenta logra la comunión entre ella y el obradorismo. Cierto, recurre al catecismo que todes han aprendido en lustros: a pesar del vientecillo frío, jalea la emoción de la masa al mencionar solo la mitad de frases que la plaza completa en alarido.
Y luego desgrana uno a uno hasta cien los compromisos del nuevo ciclo de esto que ellos llaman el segundo piso de una revolución. La presidenta no corre, no grita, no apresura a militantes que por supuesto que están muy lejos de cansarse de escucharla.
Hay un fervor en la plaza genuino, y matracas y pendones de las cuotas sindicales de siempre. Hay entre la muchedumbre caras de felicidad desbordante y también quienes asisten para que no les descuenten. Mas es palpable, sin duda, que esto es un movimiento.
Claudia Sheinbaum refrenda, luego de pintar la invención de un país de ensueño, ¿Claudilandia?, que como nueva cabeza de esos ilusionados no va a defraudar, que tiene conciencia y capacidad, que asume el compromiso y que la historia es lo que espera a México.
Al cantar el himno nacional, ¿alguien se atreve a jurar que, por esta vez, la segunda parte será mucho mejor que la primera? Quien quiera que avizore tal cosa, que se haga cargo de que al final del mitin, entre quienes más captaban selfies, destacó Andrés Manuel López Beltrán.
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