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Estar sin estar
Columna
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La trama pendiente o el nudo inventado

Ella camina entre nieblas que oscilan sobre un interminable prado en verde y Él la espera en el reflejo de un espejo ovalado, vestido como la primera vez. Al abrazarse hay una mezcolanza sorda de adjetivos que elevan a los párrafos

Jorge F. Hernández
Jorge F. Hernández

Hay un libro —inédito aún— cuya relectura revela que se trata de una obra inconclusa aunque poderosamente convincente o por lo menos, entretenida. Se trata de una novela sin título que integra formas del ensayo personal con pequeños cuentos hilados al servicio de una trama que se bifurca constantemente en nudos inventados que se desbaratan al tiempo en que cualquier lector contribuye en el armado de sus propias prolongaciones como madréporas. Es una novela porque así ha decidido el autor considerarla, aunque habrá algún sesudo crítico que —ante la descarga de prosa convulsiva— decida calificarla de “inútil torrente desmadejado de inquietudes verbales irracionales sin mérito alguno”.

Desde la primera página se lee el retrato en sílabas de una pareja sin rostro (como recurso anónimo a la posible invención facial de cada lector). Ella parece rozar el hombro izquierdo del hombro (de menor estatura) que inclina levemente su cabeza hacia el lado opuesto, al tiempo que intenta ocultar su mano derecha tras su espalda. Ella viste un vestido sin colores que se muestra parcialmente tras el brazo izquierdo (e insignificante) de Él… y durante las siguientes diecisiete páginas nos internamos en un elaborado diálogo interior a dos voces donde la pareja revela los entresijos de una profunda crisis emocional compartida y heredada casi genéticamente desde dos o tres generaciones; su enredo se vierte en saliva (impalpable) en cada párrafo y el desfile de nombres propios y circunstancias no iluminan ni una sola posible conclusión para el lector, a pesar de que es innegable el maravilloso potencial gráfico que toda la escena puede generar en la mente de algún acuarelista.

La novela boga entonces sobre borrosos recuerdos de una juventud ya perdida para siempre, envejecida por las canas del desgano y la desidia. Ambos parecen murmurar en los siguientes capítulos sus personales evocaciones de viajes en ferrocarril y una navegación trasatlántica que merecería más páginas. Él insiste en asociar músicas diversas a los gestos que atesora de Ella, mientras que de retro sólo recibe silencios y murmullos más bien parecidos a los sabores de frutos secos y proteína pura. Al llegar a su capítulo V, ambos abren como en ventana de palacio la verdadera magia de esta joya narrativa:

Ella camina entre nieblas que oscilan sobre un interminable prado en verde y Él la espera en el reflejo de un espejo ovalado, vestido como la primera vez. Al abrazarse hay una mezcolanza sorda de adjetivos que elevan a los párrafos a una suerte de sinfonía barbitúrica, coreografiada inexplicablemente con el espejismo de ciento veintitrés tortugas cuyos caparazones han sido pintados con colores chillantes y, al fondo, una cascada de agua lila. El lector apura entonces las ansias de pasar la página y lentamente leer setenta y cuatro páginas —sin división de párrafos— que por sí solas exigen y provocan la personal lectura en voz alta de una aventura extraordinaria que no deja de ser común y cotidiana: ambos van de compras a una verdulería y miran de lejos a un par de perros lanudos, ambos se enredan en un edredón en casa mientras escuchan caer la engañosa lluvia allá afuera y luego —en un entrelazamiento de voces en silencio— el lector se vuelve testigo de la trama pendiente, la pulpa misma de lo que tiene entre manos.

Se trata de una novela que ha de volverse espejo de papel donde la sucesión de pasajes y posibles aventuras revelan no más que la proyección variable (y más o menos predecible) del desfile de tragedias sangrientas y desastres inevitables que suelen edulcorar o atenazar la vida de millones de semejantes y lectores que al verificarse en dos personajes sin rostro, proyectados en el papel como pantalla alternativa a la de los televisores y teléfonos, conjugan el inofensivo y saludable ejercicio de evadirse enteramente de la realidad aplastante, huir de la confusión necia y tediosa entre la dignidad y el orgullo, la maledicencia y vulgaridad del imperio de la mentira y el oleaje incesante de traiciones avaladas por amnesias y falsas esperanzas… como quien recurre a la evocación de una posible novela en potencia para librar a la columna semanal de opinión del recurrente e incómodo abismo de tirar la tinta sobre criminalidades incesantes. Es el recurso extraordinario —y quizá irrepetible— de cerrar estas líneas con una sensación de distanciamiento y olvido, que aquí no hay que subrayar ausencias ni epitafios por hoy, que parecería que la novela impalpable puede incluso alivianar el peso de las pesadillas y dejar congelados y fijos, por esta única vez las verdaderas vidas que se merecen los personajes dibujados; dejarlos así sin rostro como salvoconducto en vilo en espera de una merecida felicidad… por ahora, pendiente.

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