Tinta trasatlántica
Llama la atención el escaso número de pasajeros que han cruzado el charco para ver las luces navideñas de Madrid. Entonces la imaginación puebla las filas vacías con los fantasmas más queridos
Con la cabeza en las nubes, el escritor que llevamos dentro vuelve al cuento como si un vuelo trasatlántico no valiera para novela o película en pantalla de respaldo. Por un lado, el autor mira convencido hacia la pequeña almohada que incita a la regularización de horarios con un sueño que logre unir las nubes diurnas de Veracruz con una ligera neblina de madrugada sobre Lisboa; de igual manera, una parte con bigote imagina que el pasajero que ocupa el único asiento en la misma fila es un militar mexicano disfrazado de atleta que viaja a Madrid para custodiar la entrega rimbombante de una pieza prehispánica, mientras que el otro rostro escritor sin bigote imagina que el señor obeso de la fila 17 ha quedado atorado para siempre en el estrecho asiento de una cabina que nos hermana durante las horas que dure el sueño o el relato.
Llama la atención el escaso número de pasajeros que han decidido cruzar el charco para ver las luces navideñas de Madrid, y entonces la imaginación se encarga de poblar las filas vacías con los fantasmas más queridos de la nostalgia: allá van de la mano mis abuelos y el protagonista de una primera novela que no deja de leerse; en la sección más ventilada y vacía se han reunido once espectros de otros cuentos y cuentínimos que hilan sus tramas sobre el encordado impalpable del delirio entre nubes. Uno se levanta a recorrer el pasillo hasta la cola de la nao y ve como pinturas esfumadas a los autores inmortales de cuerpo entero, enfundados en la mantita de la aerolínea, iluminados sus rostros con la tenue luz de las pantallas que marcan la ruta real de un avión que se ha poblado de la más pura tinta trasatlántica.
No son los escritores que vuelven de la FIL de Guadalajara, sino los fantasmas intocables de quienes siguen escribiendo sus obras en blanco y negro. 17A, Hemingway, y 21B, García Márquez; Rulfo y Fuentes, en la 23… Paz y Garro inexplicablemente en la 40A y C… y el escritor demediado vira entre seguir dormido o escribir el relato de la misteriosa mujer que parece mirarlo por encima del asiento en diagonal. Entrecierra los ojos y confirma sin necesidad de fijar la mirada que es la mujer que llegó a recibirlo en un viaje pasado que ha quedado sellado en todo lo intemporal y el primer beso de aquella madrugada ha quedado ya para siempre como el aliento del sueño sobre las nubes, donde el autor parece leer un cuento al tiempo que lo va soñando con los ojos cerrados entre las filas vacías de un karaoke en silencio.
De México a España los pilotos podrían despegar y mantener la nave estacionada en las nubes, en espera de que tarde o temprano llegue la pista del aeropuerto de Barajas, desplegándose por debajo por obra y gracia del movimiento de rotación de la Tierra. No sé qué dirá la demencia terraplanista pero, dado que el globo es así, el viaje de México a Madrid es menos largo, menos horas y, por ende, más rápido, porque la Villa y Corte del Oso y el Madroño se le vienen encima al avión, mientras que la cuna del Quinto Sol, la enigmática Tenochtitlán, con todos sus siglos y todas las caras posibles de los colores que se comen, se va esfumando lentamente a las espaldas. Al aterrizar, el autor y su copiloto se enteran de que en la Ciudad de México ha temblado, con epicentro en Puebla y una escala que siempre infunde temor… Afuera, Madrid llovizna como si estableciera la escenografía ideal para la continuación de un párrafo interminable que parece prolongarse como un beso.
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