Sheinbaum, o la (des)ventaja de no ser López Obrador
La presidenta constituye un cuadro profesional de la Administración, científica y moderna, pero será un reto alinear a los muchos actores políticos y económicos que buscan ampliar sus márgenes de operación tras el retiro de López Obrador
El drástico cambio de estilo de Claudia Sheinbaum respecto a Andrés Manuel López Obrador provoca distintas interpretaciones. Algunos lo consideran simplemente un asunto de formas, otros asumen que anuncia una modernización de la administración pública y una apertura a las realidades económicas. Pero lo cierto es que rompe las certidumbres en las que la polarizada opinión pública se había atrincherado: unos para apoyar incondicionalmente a López Obrador, otros para otorgarle su animadversión.
En las primeras dos semanas de Claudia Sheinbaum hay dichos, actitudes y acciones que comienzan a resquebrajar la absoluta y cómoda certeza de las pasiones binarias, o en blanco y negro, que generaba la figura del ahora expresidente. El amor y el odio sin pliegues ni dudas suele dispensarnos de la fatigosa tarea de emitir juicios y expresar emociones frente a la incómoda ambigüedad.
Eso está cambiando. Los reiterados guiños al empresariado, las primeras acciones de un gabinete menos ideologizado y con más credenciales técnicas que el anterior, los primeros pasos para reorganizar y profesionalizar la vida pública, las mañaneras ágiles, informativas y desprovistas de gran parte de la carga retórica anterior, la evidente voluntad presidencial para hacer una diferencia sustantiva en la vida de las mujeres. Muy poco tiempo para que las primeras impresiones conduzcan a juicios categóricos. Pero para el crítico medianamente honesto comienza a ser más difícil aplicar la fácil etiqueta de “gobierno trasnochado”, “líder provinciano”, “populismo irresponsable” que sin tapujos se endilgaban en el sexenio anterior.
Algunos, por lo menos, comienzan a prestar atención a lo que consideran signos “alentadores”, sin abandonar la crítica respecto a los temas que les preocupan o molestan. Pero hay otros que no están dispuestos a renunciar a sus certidumbres; seguirán viendo exclusivamente aquello que alimenta sus objeciones, la mácula que ensucia y deslegitima cualquier buena intención, incluso si la hubiera. Material siempre habrá y esperarán que la realidad les de la razón. Los más radicales en su antilopezobradorismo se pertrechan en sus pesimistas certezas, refractarios a cualquier posibilidad de éxito del gobierno que arranca. Sin decirlo, temen que una buena gestión de la nueva 4T eche por tierra la cruzada en la que invirtieron tantos años y tan acendrada pasión. Una cruzada opositora que, en más de un caso, se convirtió en opción profesional.
Pero del otro lado también hay certidumbres puestas a prueba. El todo o nada de López Obrador despejaba inquietudes: había una voluntad presidencial que ordenaba, sometía y jerarquizaba a todos los protagonistas. Para los simpatizantes del cambio representado por Morena, bastaba confiar en el hecho de que el líder sabía la ruta que mejor convenía al país; resuelto eso, nunca fue puesta en duda su capacidad para conseguir que el resto de los actores políticos respondiera a su liderazgo.
Habría que reconocer, si queremos ser honestos, que el relevo en la cabina de mando rompe esa certidumbre. En otras ocasiones lo he expresado con el enunciado “la buena noticia es que Sheinbaum no es AMLO, la mala es que Sheinbaum no es AMLO”. Y es que, en efecto, ella constituye un cuadro profesional de la administración pública, científica y moderna, con la visión y atributos capaces para ajustar, afinar y mejorar a la 4T en esta su segunda versión. Pero será un reto alinear a los muchos actores políticos y económicos que buscan ampliar sus márgenes de operación tras el retiro de tan poderoso jefe de Estado.
La condición para el éxito de Claudia Sheinbaum residirá en su capacidad para que la enorme fuerza política que hoy detenta se traduzca en crecimiento con desarrollo y justicia social. Y eso pasa por un pacto (aunque no se llame así) con el resto de las fuerzas económicas del país. Me parece que ella lo tiene claro, aunque sepa que esto implica imponerse de manera firme sobre las inercias del mercado que favorecen la desigualdad. Requiere de la participación activa de la iniciativa privada y, al mismo tiempo, necesita combatir las actitudes rentistas y abusivas enquistadas en su seno. El desafío es cómo hacerlo sin que su firmeza sea percibida como una deriva autoritaria.
Tras elaborar un largo perfil de su trayectoria (el libro Presidenta, editorial Planeta), estoy convencido de que Sheinbaum ha delineado esa ruta: usar su fuerza política no para consolidar el peso de su movimiento sino para activar el desarrollo del país. Lo que me preocupa es que otros actores importantes de Morena no lo perciban así y actúen en consecuencia. Por un lado, por un problema de concepción: asumir que el triunfo les autoriza a imponer medidas estructurales que garanticen el predominio irreversible de Morena. Si lo que tendría que ser un medio se convierte en un fin en sí mismo, el uso unilateral del poder terminará por dinamitar la estrategia de la presidenta. No hay condiciones para la inversión si se politiza el entramado institucional para favorecer unilateralmente a un partido en particular. Una cosa es garantizar en las instituciones y estructuras el bienestar de las mayorías, y otra confundirlo con la generación de candados para la supremacía de Morena. A ojos de algunos podría parecerse, pero no es lo mismo.
Por otro lado, incluso compartiendo la visión de “la Doctora”, existe el riesgo de que algunos actores prioricen su propia agenda, que algunas veces coincidirá con la de Palacio Nacional y otras no. Gobernadores propios y ajenos, líderes de fracciones dentro de Morena, generales de división, coordinadores del Poder Legislativo. Para ilustrar estos riesgos basta con observar las gestiones del poderoso coordinador de los diputados de Morena, Ricardo Monreal, capaz de controlar comisiones e imponer al controvertido Pedro Haces, a contra flujo de los operadores de Sheinbaum. La inclinación de algunos legisladores del partido en el Gobierno por los mayoriteos y los madruguetes del pasado no es una buena señal.
No digo que esta batalla esté perdida, ni mucho menos. Sheinbaum heredó esa estructura, pero mal haríamos en subestimar la fuerza del presidencialismo y la habilidad de la presidenta para utilizarlo para sacar adelante sus objetivos. Esto apenas comienza. Pero, para bien y para mal, Sheinbaum no es López Obrador y, por lo mismo, habrá que revisar las certidumbres a favor y en contra que operaron durante el sexenio pasado. Cualquiera que sea la probabilidad de que salga avante, lo mucho que está en juego merecería, por ahora, el beneficio de la duda.
@jorgezepedap
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