Sheinbaum: presidenta electa
El alegato inicial de la mandataria es un reconocimiento a la virtud femenina de cuidado, al tiempo que promete velar por la igualdad y libertad de las mexicanas, especialmente de las más vulnerables
Me permito proponer una inocente intervención en la Historia del cerco de Lisboa, de José Saramago, para ilustrar mi argumento. Confío en que mi atrevimiento no habría perturbado demasiado al Nobel portugués.
Raimundo Silvia, corrector de pruebas de una editorial, tiene como misión preservar la integridad de los textos que pasan por sus manos. Un día, revisando un ensayo sobre la historia de México, siente el impulso irreprimible de introducir una a donde debería aparecer una e. Presidenta en lugar de presidente. Esta decisión (aparentemente inocua) alterará el curso de la historia. Porque lo que no se nombra no existe.
Después del análisis de las diversas impugnaciones, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación resolvió, de manera unánime, la validez de la elección presidencial. Seis magistrados, seis votos. La constancia de mayoría aterriza impoluta en manos de Sheinbaum. Da inicio la ceremonia.
La cabeza arriba como gallo ante la histórica proeza: presidenta de los Estados Unidos Mexicanos. comandanta suprema de las Fuerzas Armadas.
La presidenta electa no se refugia en la masculinidad. Al cabo que el sexo ya no es destino. Su vestimenta no sigue el rígido molde que suele proyectar autoridad y confianza. En su lugar, elige un traje sastre blanco con falda, adornado con morado, el color feminista. Su discurso es una mezcla de emoción y pragmatismo, delicadeza y poder. Una mofa al sexo débil.
Su alegato inicial es un reconocimiento a la virtud femenina de cuidado, al tiempo que promete velar por el porvenir de nuestra patria, la igualdad y libertad de las mujeres mexicanas, especialmente de las más vulnerables.
Repite el mantra: no llego sola, llegamos todas. El logro no es individual; es colectivo.
Sheinbaum evoca y convoca conocidas tesoreras de antiguas luchas: Leona Vicario, Josefa Ortiz —omitiendo, con intención, el “de Domínguez”, porque los tiempos ya son otros—, las chinacas, las obreras, Dolores Jiménez, Juana Gutiérrez, Elvia Carrillo, Hermila Galindo, Refugio García, Consuelo Uranga, Esther Chapa, Sor Juana, Frida Kahlo y Rosario Castellanos. Heroínas visibles de nuestra historia. Ejemplos patrios. Menciona también a las invisibles, las sin nombre: abuelas, madres, hermanas, compañeras, amigas, hijas, tías, nietas. Todas las que son. Todas las que están.
Doscientos años. Doscientos años. Doscientos años. Tres veces lo grita. Señala que, durante dos siglos, nos hicieron creer que el curso de la humanidad era protagonizado por hombres. Sesenta y cinco presidentes después, la verdad se revela: somos protagonistas de las grandes transformaciones, capaces de tomar el rumbo de la nación en nuestras manos. 35 millones de votos colocaron los destinos de la Nación en las suyas.
La científica habla de hacer política con amor y promete entregarnos la vida. Ya decía Raimundo Silva, nuestro editor, una mujer siempre debe llegar completa a donde la llamen; no puede excusarse diciendo: “Traigo hasta aquí esta parte de quien soy, el resto se ha retrasado en el camino”.
El concepto brevemente usurpado por la oposición es recuperado por quien habla y aclara: no existe libertad plena sin bienestar ni derechos. Así, reivindica Sheinbaum la libertad positiva, aquella que dota a las personas de los recursos y oportunidades para desarrollar su vida. Nada de “libertad, carajo”. Denuncia la falsa libertad de quien se ve obligado a cruzar kilómetros migrando por la pobreza o la ilusoria autonomía de quien apenas sobrevive con un salario de hambre.
Por fortuna llegó ella y no la otra. La historia respira aliviada. Nos evitó la lectura de un libro que, probablemente, no merecía ser hojeado.
Prometió Sheinbaum piso firme de verdades incontrovertibles: economía moral, un Estado de bienestar desde la cuna hasta la tumba, gobierno de territorio, austeridad republicana, disciplina financiera y fiscal, recuperación del papel del Estado en ciertos sectores de la economía e inversión pública. También privada. Soberanía popular.
Sin titubeos, echó por la borda lo desechado en las urnas: el sistema neoliberal y sus legados. No a las privatizaciones, salarios de hambre, pobreza ni desigualdad.
La mandataria más votada de la historia no se deslinda de quien, asegura, es el mejor presidente que ha tenido el país. “No lo voy a hacer”, afirma. “Nunca”, remata. Se burla con elegancia de los ataques misóginos que lo exigen. ¿Qué sería de nosotros si no existiera Obrador?, suspira mientras la multitud corea la usual cantaleta: lo del honor que implica estar con aquel señor. El grito no incluye nostalgia.
Aprovecha el momento para repasar el legado de quien abrió el camino, el que nunca duerme. López Obrador y el desafuero, López Obrador y los fraudes electorales, López Obrador y el triunfo del 18. Desglosa sus logros: salarios justos, prohibición de la subcontratación, pensiones dignas, programas sociales, obras, proyectos prioritarios, la transformación de las consciencias. Los enuncia con rapidez, como si el aire le faltara. Va rápido que lleva prisa. En medio, no deja de recalcar: sin endeudar al país, sin aumentar impuestos y en medio de una de las peores pandemias. Sheinbaum no miente.
¿Hay transformación o no hay transformación?, pregunta. El Metropolitan entero contesta.
Insiste en el nombre que los reúne. No es Andrés Manuel. Es Humanismo Mexicano. Y para quien desea un resumen, lo condensa: por el bien de todos, primero los pobres.
El mandato popular es claro, dice: más democracia, más justicia. La reforma judicial va y llama a la calma. Tranquiliza a los trabajadores del poder judicial prometiendo respetar sus derechos laborales y ofrece a los empresarios el fortalecimiento del Estado de derecho. Sin alarmas, sin miedo: Claudia Sheinbaum confía en que el terreno es fértil y el sembrador, diestro.
Hacia el final, lanza una invitación respetuosa. A ver quién tiene las agallas de enfrentarla. Diremos presidenta.
Presidenta. Con a.
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