AMLO, el festejo y las llamas
El trueque podrido de “acepta lo que los criminales dictan, acepta que el supremo gobierno son ellos” fue precisamente lo que Hipólito Mora nunca transigió
La voz de Hipólito Mora fue brutalmente silenciada el jueves en Michoacán. El asesinato del exlíder de las autodefensas sacudió a la nación y sepultó el triunfalismo de Andrés Manuel López Obrador, que celebra este sábado el quinto aniversario de una victoria electoral que no ha traído paz a México.
Hipólito cobró fama la década anterior al personificar la indignación y la valentía de quienes dijeron basta frente a los abusos de los criminales y una pasividad, que no excluye complicidades, de gobiernos con los delincuentes.
Este agricultor de talla mediana y voz inconfundible no soportó ver a su hijo humillado por criminales que no contentos con imponer cuotas y robarse mujeres, querían decidir a qué agricultor le compraban y cuándo sus productos. El día que hicieron eso a su vástago, Hipólito puso un hasta aquí.
Eso fue hace diez años. Al convocar a sus paisanos a enfrentar a los criminales, su figura quedó arrinconada en una trampa que esta semana le abrasó. La delincuencia que reina en Michoacán, y que con el tiempo muda de piel pero no de apetito sanguinario, nunca le iba a perdonar su rebelión.
La historia de Hipólito es la tragedia de un país con ley de papel mojado y con gobiernos que se balancean entre la cobardía y la incompetencia, sin excluir, repito, que no pocas veces pactan alianzas inconfesables quienes debieran protegernos y quienes con metralletas transgreden el Estado de Derecho.
Tras el alzamiento de las autodefensas de 2013, al gobierno de Enrique Peña Nieto tuvo un solo objetivo: la imagen de efectividad del gabinete del mexiquense no debía quedar chamuscada por esa cuasi guerra civil llamada Michoacán.
Eventualmente, con dinero y acuerdos non sanctos, los del anterior sexenio apagaron las llamas, sí, pero no las causas del conflicto. Al no aplicar la ley, al no reestablecer democracia ni justicia, todo fue cosa de tiempo para que las bandas que los peñistas dejaron sueltas se convirtieran en aves de rapiña.
Indómito, Mora pagó hace años con la vida de un hijo el querer vivir en su tierra y con su gente. Ni con eso le perdonaron y esta semana sobre él y su escolta descargaron una lluvia de balas y prendieron fuego a su auto.
A Hipólito las y los mexicanos deben no solo tributo por su dignidad frente a los criminales y sus gobiernos a sueldo, sino una cosa más: la noticia de su asesinato fue un shock que espabila —así sea momentáneamente— la cínica somnolencia que padecemos ante los cotidianos hechos de violencia.
Fue la suya una muerte más de las decenas, rondando el centenar, que diario ocurren en nuestro país, pero es también una tragedia que toca allende La Ruana, allende Michoacán. Tanto que se coló a Palacio Nacional, ese recinto cerrado a la crítica y al disenso, ya no digamos a los datos de la realidad.
El asesinato de Mora y de sus tres escoltas cristaliza parte del horror cotidiano de México en el sexenio de López Obrador. Ese jueves las noticias hablaban de un coche bomba en Guanajuato y de que seguía el secuestro masivo en Chiapas de 16 personas (liberados felizmente el viernes).
De lo que no había noticias en ninguna primera plana era de decenas de otros asesinatos a lo largo y ancho del país, y menos aún del reconocimiento del gobierno federal de que, 55 meses después de haber jurado el cargo y cinco años después de ganar la elección, su estrategia para la paz es un fracaso.
En solo una semana Andrés Manuel ha dado nuevas muestras de su indolencia frente a las víctimas y de la irreductible cerrazón que le impide darse cuenta de que la criminalidad le exhibe una y otra vez sin remedio.
Atareado en los festejos por el quinto aniversario de su triunfo en las urnas, el presidente se aferra a un discurso cada vez menos potente de que todo lo malo que acontece es una herencia del pasado y toda información de esas derrotas gubernamentales un complot de sus adversarios.
El mitin del Zócalo se llenará una vez más de gritos de autocomplacencia de un gobernante falto del carácter que se requiere para condolerse con las familias chiapanecas que no tenían noticia de sus seres queridos, y ni siquiera atención gubernamental de mínima humanidad para paliar la espera.
Para los mortificados porque la vida de sus seres queridos pendía del volátil contentillo de criminales sin temor al gobierno, AMLO tuvo chascarrillos. Para la familia de Hipólito y para quienes sintieron esa muerte como una pérdida propia, solo culpas a otros: su manido guion donde él es la víctima.
Así llega López Obrador al festejo de una victoria electoral cuyas promesas de paz son flores marchitas. La violencia escuece lo mismo en Jalisco, con algunos de los camposantos clandestinos más grandes e insondables del país, que en Tijuana, donde la alcaldesa morenista se esconde en un cuartel.
Y si no hay paz, menos hay justicia. Andrés Manuel celebrará su llegada al poder sin atajar la impunidad que reina en cada rincón del país. De Chiapas a Zacatecas, donde comunidades han de migrar para evitar ser devorados por comandos, a Chihuahua y Tamaulipas, tan mal hoy como antes.
Remanentes del pasado. Así explica López Obrador sus fracasos. Lo que ven es lo que me dejaron y ya van para cinco años y nomás no puedo con el paquete. Bueno, la segunda parte no la dice, pero es lo que salta a la vista: cinco años, todo el poder de las fuerzas armadas, y el país igual o peor.
Porque el llamado modelo de seguridad del actual régimen está basado en tres componentes. Culpar al pasado, presentar estadísticas para que veamos números y presuntas tendencias, nunca víctimas, y el prestigio, cada vez más comprometido, de las fuerzas armadas.
Lo de las estadísticas no es cosa menor. Pretende instalar una versión de la realidad basada en los datos gubernamentales, no en las historias de las víctimas, no en los hechos que ponen en entredicho el optimismo, por no llamarlo triunfalismo, de la Federación.
Ganar el debate con el petate de García Luna, por un lado, y de que, según los números, las personas ya debieran comenzar a agradecer.
Hay expertos que reconocen que la estadística de los homicidios dolosos parece haber tocado techo, registrando incluso una inicial tendencia a la baja, pero también es cierto que especialistas y prensa alertan que la incidencia sobre los desaparecidos podría esconder muchas muertes no contabilizadas.
Todo ello sin mencionar que la pax narca crea espejismos, percepciones de que cierta región o Estado ya no padece las conflagraciones de hace no tanto; mas ha de desconfiarse de tal ensueño: ya no hay violencia, pero tampoco Estado, el gobierno y los precios de todo es fijado por “el dueño de la plaza”.
El trueque podrido de “acepta lo que los criminales dictan, acepta que el supremo gobierno son ellos” fue precisamente lo que Hipólito Mora nunca transigió. Le fue la vida en ello, pero los suyos, como las familias de Chiapas que vivieron el susto de sus vidas esta semana, saben a quién reclamar.
Sin lograr la paz no habrá cuarta transformación, se sinceró hace años, en uno de esos extraños momentos de candidez, el presidente de la República cuyo pecho no es bodega. Le quedan justo quince meses y el reto de darle la vuelta a la criminalidad luce irremontable para su Administración.
Crear una guardia militar ni ha evitado violaciones a los derechos humanos —el mes pasado se revelaron videos de ejecuciones extrajudiciales en Tamaulipas— ni ha logrado infundir en los criminales respeto ya no digamos temor.
La República es hoy un bonche de Estados de color Morena que recurren a las fuerzas armadas para nombrar mandos policiacos que dejan tanto que desear que en Estados como Quintana Roo ya los han tenido que remover ante la evidente falta de control y resultados.
Y hasta en Ciudad de México los escándalos por las malas actuaciones de la Fiscalía, o por el poco respeto que impone la policía capitalina a asaltantes de relojes o a quienes atentaron contra la vida de Ciro Gómez Leyva, ha quedado en falta en los últimos tiempos.
Las promesas de campaña que hace cinco años fueron premiadas con 30 millones de votos incluían devolver la seguridad a México, no solo erradicar la corrupción y combatir la desigualdad. El presidente ha demostrado que lo suyo es festejarse cada tres meses, y desoír a las víctimas.
Que mi muerte no sea en balde, fue la voluntad postrera de Hipólito Mora. Por desgracia solo queda espacio para el pesimismo.
Sus asesinos, como los de los hermanos jesuitas asesinados hace un año junto a un agente de viajes en Chihuahua, saben que cuando mucho han de temer a otros criminales, no al gobierno, ocupado como está en preparar elecciones, en entregar la administración a la milicia, y en poner oídos sordos a tanta muerte y desesperación. Y en festejarse, desde luego.
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