Las Fuerzas Armadas y López Obrador
¿Está el presidente utilizando a las Fuerzas Armadas y a la delincuencia con la finalidad de generarse una base militar para el ejercicio de su poder actual y futuro?
El presidente López Obrador tiene abiertas varias paradojas. Algunas de ellas más grandes y graves que otras. Hace meses postuló la tesis de que frente a la delincuencia habría que actuar con abrazos y no con balazos. Hace unos pocos días redondeó su idea al señalar que en su gobierno también se protege a los delincuentes. Un destacado comunicador –Leonardo Curzio— supuso que el presidente se había equivocado o, al menos, que había sido malinterpretado. Sin embargo, el autor de la frase no solo le señaló que no era así, sino que a lo largo de una semana ratificó su aseveración. Hoy en día no hay duda de que el presidente ha tomado la decisión de no enfrentar a la violencia con más violencia. De que ha decidido, dice él, atacar las causas de fondo de la delincuencia mediante una serie de acciones que, a su parecer, serán eficaces.
Más allá de la demostración palpable y cotidiana de que ni las acciones preventivas o remediales de la violencia son adecuadas, ni que los índices de criminalidad disminuyen, hay una presencia sustancial y continuada de las Fuerzas Armadas en tareas de –entre otros ramos—seguridad pública. El más somero análisis de las reformas constitucionales y legales, los presupuestos asignados y las tareas encomendadas en los últimos tres años, lo ponen de manifiesto.
La consideración conjunta de la política de “abrazos y no balazos” y el incremento de la militarización en la seguridad pública, genera una pregunta relevante. ¿Para qué se quiere ampliar la presencia y las facultades de las Fuerzas Armadas si las mismas no van a utilizarse para combatir frontalmente a la delincuencia? Dicho de otra manera, ¿qué relación hay entre el aumento de la presencia militar y la decisión de, si no proteger, sí al menos, de no interferir directamente con las actividades delictivas que, a gran escala, se despliegan por buena parte del territorio nacional?
Las respuestas a estas preguntas pueden ser varias. La primera y más obvia, que el presidente enfrenta una confusión de escenarios y fines. Ya que, por una parte, quiere más presencia militar para lograr mayor seguridad y, por la otra, pretende lograr un proceso de pacificación sin el uso de la violencia. Si esta fuera la condición presidencial, lo más que podríamos decir es que el propio presidente ni entiende sus funciones, ni entiende el momento que vive el país. De ello habría que concluir, a su vez, que no solo es un hombre ingenuo, sino de plano, un romántico. Sin embargo, la paradoja que tiene abierta el titular del Ejecutivo federal admite otra lectura. Una que desplazaría la imagen de bonhomía y hasta candor que acabo de presentar.
¿Qué podría explicar que el presidente haya decidido, si no proteger, al menos no atacar directamente a las organizaciones delictivas y, al mismo tiempo, ampliar las bases de actuación de las Fuerzas Armadas? Arriesgo una hipótesis. Que el presidente está logrando, por una parte, que la delincuencia, la violencia y la inseguridad se incrementen y, por la otra, contar con mayores elementos para expandir aún más la presencia de las Fuerzas Armadas en la vida cívica nacional. Al no atacar a la delincuencia, el presidente logra, en efecto, un recrudecimiento sustancial de elementos negativos para la convivencia social. Con ello, hace indispensable mantener en las calles la presencia de quienes pueden terminar con ella. Luego despliega esta fuerza al considerarla como la única vía de combate a la delincuencia tolerada. Como las actividades delincuenciales no cesan, sino que, por el contrario, se multiplican, se insiste en la tesis de que aquello que era necesario tiene que incrementarse todavía más, hacerse aún más imprescindible. Con ello se crea un círculo virtuoso en la lógica presidencial y, en el mismo marco de comprensión, se resuelve lo que parecía ser una paradoja. Es el propio presidente el que, si no ha creado el mal, sí al menos, lo ha multiplicado y, al mismo tiempo, es quien tiene en su poder el instrumento con el cual va a resolverlo.
Si esta segunda hipótesis es correcta, falta concretar su explicación. Entrando de lleno en el ámbito de las subjetividades, arriesgo otra conjetura. El presidente está construyendo para sí, presencia y poder en las Fuerzas Armadas. No está utilizándolas solo como instrumento de actuación, sino que, más destacadamente, las está convirtiendo en el sustento y andamiaje de su posición política. Una cosa es, en efecto, suponer que los miembros de las Fuerzas Armadas pueden ser los ejecutores de cuantas ideas o caprichos genere el presidente, y otra muy distinta es formar cuerpos que, ante las desventuras de su actuación y continuidad, le confieran el soporte necesario de legitimidad y prolongación en el cargo o en el mando.
Como todas las apuestas presidenciales, ésta estaría repleta de riesgos. Desde luego, en lo concerniente a la afectación de la democracia nacional por el empoderamiento de cuerpos que actúan bajo una lógica de disciplina autorreferencial. También, la que puede resentir la población por el aumento de violaciones a las normas jurídicas –en especial a los derechos humanos—, por quienes operan con códigos extremos de valor y sacrificio a partir de bienes ambiguos y generales. Otro más, por la vulnerabilidad a la que están sometidos quienes tienen órdenes de cumplir tareas para las que no están preparados en condiciones de protección o, al menos, de no responder al ataque de sus agresores. Para terminar, dejo planteada la pregunta de si, en resumidas cuentas, ¿el presidente está utilizando a las Fuerzas Armadas y a la delincuencia con la finalidad de generarse una base militar para el ejercicio de su poder actual y futuro?
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