Almas muertas
Amanece en Kiev con misiles y bombas que iluminan el silencio aún en penumbra. Un cómico electo que ocupa la presidencia clama piedad y ayuda como voz en el desierto
Nikolai Gogol nació en Ucrania en 1809 y en 1842, publicó la que sería su última obra en vida titulada Almas muertas, sin imaginar que su lectura queda tatuada por azar así pasen décadas y siglos sobre la neblina de la diversa irrealidad. La novela –que él define como largo poema en clave de épica—apunta a la caries del Imperio Ruso anterior a la emancipación de los siervos a mediados del siglo XIX, anterior a las Revoluciones rusas, la sombra de Lenin, los dientes de Stalin y por supuesto, las garras de Vladímir Putin. Sin embargo, amanece una guerra que se transmite en directo por las televisiones del mundo, con cortes comerciales y opiniones multitudinarias que navegan por todas las llamadas redes sociales y al enfermo lector le viene a la mente la posible afirmación de que los párrafos de Gogol no han envejecido ni un solo instante.
Los latifundios de la inmensa estepa solitaria y la avaricia salival de los grandes terratenientes compraban y vendían, o bien alquilaban en hipoteca, al inmenso mar de los siervos que trabajaban la tierra como si se tratara de cualesquier otro bien o servicio. La inmensa multitud de siervos como esclavos, propiedad de los terratenientes, eran contados no por cabeza, sino como almas. Término que se ha filtrado hasta en el entusiasmo del narrador de futbol que celebra las miles de almas que caben en el estadio donde se podría jugar una final de copa, a contrapelo de los periodistas que hoy mismo hablan de muertos, cadáveres de niños o soldados desangrados en trincheras no como almas, sino como números de caídos muertos a secas.
En Almas muertas, Gogol pone en escena a una suerte de Quijote eslavo llamado Chíchikov que recorre las praderas con una suerta de Sanho cochero y un fiel criado, sobre una troika que bien podría llevar tres Rocinantes a la rienda. Las andanzas de Pável Chíchikov lo hacen divisar una estratagema de corrupción aparentemente infalible: comprar las almas muertas por las que los propietarios seguían pagando impuestos, como alivio para la irracional carga fiscal que significa para los terratenientes, argumentando que él tiene un uso para esos difuntos. Tras el telón de los párrafos, enterrado en la nieve gélida, está el subterfugio: Pável Chíchikov se hace de una legión de almas muertas para –de entrada—aparentar una posición social privilegiada que en realidad no corresponde a la realidad y luego, conseguir propiedades y tierras de acuerdo a la cantidad de almas que posee y con esas neblionosas apariencias cobrar seguros o indemnizaciones por sus muertos, amén de solicitar cuantiosos préstamos dada su condición de dueño y señor de cientos de almas… muertas.
Amanece en Kiev con misiles y bombas que iluminan el silencio aún en penumbra. Un cómico electo que ocupa la presidencia clama piedad y ayuda como voz en el desierto; del otro lado de la pantalla, un dictador que se ha eternizado desde hace décadas en el poder que pretende ostentar por los siglos de los siglos, apenas mueve las manos para anunciar una invasión devastadora… en los subterráneos lloran las niñas que no quieren ver morir sus muñecas de trapo y en las calles hay amas de casa que toman un fusil por primera vez en su vida; por arriba pasan obedientes soldados que sueñan con ser soviéticos y en los mapas se confunden las interpretaciones de las justificaciones más descabelladas, explicaciones de lo irracional y del terror, del pavor y los himnos, los símbolos y la memoria… pero entre sombras, levitan sin alientos las miles de almas muertas que morimos al día: los sobrevivientes de la pandemia y los que se ahogaron sin aliento en los pulmones; los millones de siervos, kulaks campesinos que murieron de hambre en el Holodomor que goteaban los bigotes de Stalin, los muertos por la ofensiva de Hitler que quemó Ucrania como un cerillo, el veneno de los nazis que ahora se acomodan como imagen renacida en ambos bandos de batalla… y las sombras de miles de niños y niñas que no llegaron a la pubertad y las negras sombras de los paladines de la avaricia y los políticos de la saliva inagotable, los niños que jugaban a las guerritas frías y los ancianos que tartamudean su repudio, renuencia o renuncia a lo que poco a poco va creciendo como un muro en llamas por donde se plasman como tatuaje o grafiti las almas muertas que Gogol escribe en el preciso instante en que alguien agita la vela que lo alumbra en medio de la madrugada callada, la noche más negra que parece inundar de vez en cuando las páginas de la mejor literatura posible.
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