Sin FIL
A pesar del esfuerzo cibernético por brindar un nutrido programa diciembre no es diciembre sin la Feria Internacional del Libro de Guadalajara
Si acaso faltaba otro vacío para subrayar la desolación del año XX del siglo XXI, diciembre simplemente no lo parece sin toda la vida y todas vidas que vuelan en las páginas como días sin la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. A pesar del esfuerzo cibernético por brindar un nutrido programa de los mal llamados conversatorios en línea, presentaciones virtuales, foros impalpables y salones simulados, diciembre no es diciembre sin la degustación de una torta ahogada que año con año confirma que noviembre se esfuma entre escritores y libros, editores, diseñadores, pero sobre todo lectores de carne y hueso en vivo y en directo.
En años recientes este diario me ha concedido intentar una crónica diaria con su respectivo dibujo como palpitación o adrenalina personal de todo lo que se ve y escucha en los pasillos de la inmensa feria de más de tres pistas que no sólo se ha consolidado como la más grande del idioma español, sino entrañable y además laureada: esta año XX había que echar fuegos artificiales y celebrarle el Premio Princesa de Asturias que muy merecidamente comparte con el Hay Festival, y no pocos cruzaban los dedos que la tierra del tequila escamparía la penosa pandemia que impidió incluso la debida ceremonia en Oviedo.
Sin FIL no podré vivir jamás, cantaba el Trío Los Panchos en clara alusión a una liturgia que desde hace más de tres décadas cerraba el calendario editorial y emocional de no pocos autores, la oportunidad para saber qué libro se llevan los hogares representados por miles de mexicanos que ahorran y viajan a la llamada Perla Tapatía con el claro afán no sólo de comprar sus listas de libros, sino ver en vivo a los autores, a las poetas o cronistas que al año siguiente ganan el Nobel o al cuentista que lleva bajo el brazo el primer libro que le publican.
Aquí vine a la primera edición de oyente mareado y luego como autor afortunado; durante años el peregrinaje era para pedir dedicatorias de libros o por lo menos, autógrafo en servilletas y fotografías con las cámaras de rollo hasta que llegaron las selfies como imagen instantánea para fardarle al mundo entero un codo a codo con un consagrado. He presentado un sinfín de libros en la FIL y cada año he sido testigo de tropiezos y descalabros de políticos y advenedizos, el hundimiento de los plagiarios y la popularización de variadas banalidades, el desfile de edecanes y las justificadas protestas de feministas, el surgir de nuevas casa editoriales y cómo se esfuman los incunables de otras épocas. He sido público y participante e incluso toqué con un trío en el lobby de un hotel ferial para aumentar mis viáticos como editor de una muy respetable casa editorial. He sido guía de lectores turistas y traductor de plumas europeas, pero sobre todo he signado afectos imborrables y listas largas de libros que engordan mis maletas y resuelven con donaire todos los compromisos para regalos navideños.
Es la fiesta de los espacios de las grandes editoriales y los puestos de los heroicos independientes que viven la vida dando vida a los libros más por amor que por marketing y es la gran fiesta de todos los sellos y sus agentes, sus veedores y autores, pero sobre todo pienso ahora en los niños miles que han desfilado hasta convertirse con el el paso de la FIL en padres de familia que vuelven al inmenso recinto con el maravilloso afán de contagiar a un nuevo lector la sana enfermedad de la lectura, el misterio de todas las aventuras posibles y el mejor medio para viajar por todo el mundo, incluso en épocas del pretérito insondable o el futuro impredecible.
Sin FIL me quedo sin confirmar las muchas amistades que tengo entre los maleteros, garroteros, afanadoras, recamaristas, meseros, camareros, cocineros, chefs, bellboys, taxistas, parientes cercanos y lejanos, novelistas del momento y autores difuntos, poetas del silencio y cantautores cursis, mujeres de breves poemas y señoronas de culebrones, libros de bolsillo y juegos de escuadras, tomos empastados en cuero y libelos al vuelo, revistas literarias y desayunos con prisa o el invaluable milagro cuando la FIL se va a las aulas y recorre las secundarias y preparatorias de Jalisco y por las noches se reúnen los fantasmas de todos los premiados bajo el aura de Juan Rulfo que ya no pueden aparecerse en vivo y los futuros homenajeados o los muchos autores de todo el mundo que han llenado los salones dela FIL en todos sus idiomas o las leyendas que se avientan al coliseo de un encuentro libre y abierto con mil jóvenes que año con año aprenden por lo menos un instante de magnífica lucidez en medio de tanto ruido y politiquería que injustamente se abroga el aburrido derecho de etiquetar a la FIL o denostar su esfuerzo sin considerar que es nada más y nada menos que una inmensa epifanía cíclica y benéfica donde se habla en libertad, se discute y debate sin cuadriláteros, pero sobre todo donde se siembra lo único que ha de salvarnos allende la pandemia y más allá del fango global: Libros y Lectores.
La edición electrónica ha aliviado parcialmente el deseo o la urgencia de aquel viejo anhelo por abrir la palma de la mano y recibir un libro caído del cielo en el instante en que se nos antoje, pero no sustituye el placer de oler las páginas recién impresas de las novedades esperadas desde hace meses y la magia de esas nuevas ventanas que forman un mosaico en tiempo real de varios interlocutores en pantallitas nos permite ahorrarnos billetes de avión, viáticos, artesanías de Tlaquepaque y hoteles… pero no cumple con el calor de los abrazos, las miradas de odio entre autores rivales, los besos al aire y el apapacho anual con el que despedimos a los que se adelantan a la tinta eterna año con año. Simplemente nada sustituye el ritual ya inamovible de la FIL Guadalajara, los vaivenes y tormentas del mercado, las regalías de los encumbrados, la ilusión de los incautos, pero sobre todo la cara de la joven que lee por vez primera el sendero que se pierde en una selva que rodea en el aire un lugar llamado Macondo, por allá por donde viven los muertos de Comala, el alto surtidor de un poeta que evoca en medio de la nada un chopo de agua o los días enmascarados de los cuentos que aunque se vuelvan memoria no dejan de ser el deseo de volverse prosa leída y paseada.
Prosa, paseo y pensar. La yema de los dedos pasa su mirada por una página inesperada y una bolsa de tela se va llenando como tilma de un milagro de pétalos de rosa. Personas, palabras e ideas. Todos los géneros de eso que llamamos literatura y todos los ruedos para la lidia del conocimiento… y tantísimas cosas más que son el envión para cerrar un año más, cada año, aunque por estos fríos parece que la vida no se lee igual sin FIL.
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