FMR
Se suma a la tristeza de este año 20 la muerte de Franco Maria Ricci, exquisito editor y bibliófilo, delicado custodio de la belleza diversa que nunca dejó de buscar y explorar
La belleza es un don inasible. Piedra o pétalo, lo bello (casi igual que como lo bueno y lo verdadero) son perfume y recuerdo, insinuación y contorno o bien, óleo en lienzo y paisaje de variados verdes. La belleza es un recuerdo de tan pasajero y feliz, tanto que incluso la saudade de su sonrisa queda en el aire con suave melancolía. La belleza es un nombre cuyas sílabas se deletrean en una tipografía antigua y el azul papel del mar, también es un rostro que creemos nunca olvidar y el silencio de un atardecer en particular. La belleza es una flor de plástico por entrañable y el retrato sobre un fondo negro de una escultura que se engaña a sí misma con el trampantojo del velo tallado en mármol; es un jardín y también, silencio.
Se suma a la tristeza de este año 20 la muerte de Franco Maria Ricci, exquisito editor y bibliófilo, delicado custodio de la belleza diversa que nunca dejó de buscar y explorar, explayar y difundir porque siempre supo que un óleo intemporal no es más que un hálito que pasa y que un libro incunable es capaz de perderse en llamas. Franco Maria Ricci llevaba en la solapa una roja flor de plástico psicodélico desde la década a go-gó en la que empezó a hacer diseño gráfico como quien abre las ventanas de una finca renacentista en plena fiesta de las formas y de los colores y muy pronto se apuntaló como uno de las más refinados y exquisitos editores del mundo, elevando el aura del libro a una tácita expresión de las bellas artes.
Su fervor por la tipografía de Giambattista Bodoni lo llevó no sólo a convertirla en la marca de su sello editorial, sino en comprar el taller y los tipos móviles del legendario tipógrafo de siglos pasados. Con esas letras, Ricci sembró de sílabas y prosa infinita las páginas de papel Fabriano azul que también se volvieron marca indisoluble de sus elegantísimos libros, de cubiertas en seda negra y no pocos titulados en hoja de oro. La primera vez que alguien describió a Borges cómo era el libro que acababa de enviarle un desconocido editor de Italia, el ciego inmortal comentó: “Se tratará más bien de una caja de bombones”.
No sin ironía, poco tiempo después Franco Maria Ricci se presentó en persona en la casa de la calle de Maipú para entregarle a Jorge Luis Borges un cofre que contenía 80 monedas de oro, por sus 80 años de edad. Le propuso –además— la creación de una Biblioteca, que en español llegaría a nuestras manos en la traducción-edición de la vieja editorial Siruela, con el nombre de Biblioteca de Babel. Todo un estante de maravillas de la literatura fantástica que se elevaba al cielo entre nubes de un prologuillo de dos páginas del propio Borges para cada volumen. El utópico bibliotecario ciego que honraría Umberto Eco en la novela-laberinto que deshoja todos los nombres del nombre de la rosa conseguía erigir su Aleph de la mano de Ricci que prácticamente lo insufló de vida, viajes y milagros hasta el final de sus días. Consta que en el momento final, Borges estaba en Ginebra con María Kodama y con Franco María Ricci que le había confiado su proyecto de llegar a construir el laberinto más grande del mundo.
Se sabe que Borges le dijo a Ricci que el laberinto más grande del mundo ya existe y se conoce como desierto del Sahara, pero nuestro exquisito editor se ha ido de este mundo ayer mismo dejando para visitas guiadas de toda posteridad la posibilidad de visitar el laberinto más grande del mundo, cuyos corredores son bosque de bambú traído de la China y en el centro, una rara pirámide que parece sueño de Pergolesi en partitura o de Piranesi en la mente de un ciego asido al nombre sagrado de una rosa.
Se ha ido Ricci dejando su laberinto y el insuperable catálogo de una editorial que cumple lo que ya deberíamos definir como cumbre del Editante (entendido como lo define Santiago Hernández Zarauz: más que el editor, el Editante es hacedor en plural del libro como sueño táctil del autor; más que el mero publicador o corrector, el Editante es copartícipe del aura esencial de cada libro) y así, Ricci confeccionó cada uno de sus libros de encargo y cada una de sus maravillosas colecciones: la del Viajero Inmóvil que permite a cada lector viajar a las Nubes o a Tenochtitlán, sabiendo que son Lugares Imposibles o la colección de maravillosos ensayos de los mejores escritores asociados a la obra gráfica de los más diversos, raros y mágicos pintores del mundo o la colección de rarezas aparejadas como un texto de Antoni Tabucchi sobre las curvaturas sensuales del automóvil Bentley o ese maravilloso catálogo de la mosca en la pintura Renacentista, donde cuadros supuestamente memorizados por la mirada descubren que en una esquina o sobre una naranja hay una hermosa mosca pintada como secreto.
Debo a Carlos González Manterola haber conocido a Franco Maria Ricci y colaborar con él en los proyectos mexicanos que realizó con Guillermo y Rafael Tovar de Teresa; en particular, el espléndido libro del Palacio de Bellas Artes con fotografía inigualables de Mark Mogilner. Pero sobre todas las cosas, mi deuda de gratitud con Ricci es ahora más impagable que nunca, pues fue de los sabios que me ayudaron a firmar mis propios párrafos y quitarme el cuello de amanuense de lo ajeno. Gracias a FMR publiqué un artículo sobre ángeles y arcángeles en las cúpulas barrocas novohispanas nada menos que en la revista FMR, la más bella e importante revista de arte, editada simultáneamente en español, alemán, francés e italiano.
El apoyo incondicional de verdadero Editante hizo que Franco Maria Ricci se empeñara en cuajar un hermoso libro sobre el pintor de pueblo, guanajuatense autodidacta, Hermenegildo Bustos, cuyo nombre parecía clonarlo con Archimboldos y Bocherinnis. Con inmensa generosidad, Ricci incluyó unos párrafos míos en un Índice de postín: Italo Calvino, Octavio Paz y mi maestro Luis González y González, impresos en tipografía Bodoni sobre papel azul Fabriano, entre sedas negras y letras de oro como tesoro asegurado de bibliotecas distinguidas y colecciones de lujo, como guinda a lo mucho que Ricci amó México y lo mucho que hizo por la divulgación de más de 30 siglos de maravilla mexicana. Hace unos años, México tuvo ocasión de rendirle homenaje en su último viaje a la otrora región más transparente del aire en una emotiva ceremonia donde le habló de afectos y admiraciones Diego García Elío a nombre de tanto bibliófilo, lector, editor y editante que le deben tanto a Ricci.
Quizá no haya un solo paisaje de Italia que no sea metáfora palpable de la belleza y es muy probable que toda escultura de blanco mármol en París o cada piedra porosa de cultura Olmeca encierre una traducción particular de lo que significa Belleza. Consta que la palabra se escucha mejor y de manteles largos cuando se pronuncia en italiano y así, es probable que las más bellas ediciones del mundo se sueñen deletreadas en tipografía de Bodoni o en mancha de tinta de Aldo Manuzio y sí, suena en el aire la voz invisible del Dante y la cúpula de Brunelescchi y toda la pintura fotografiada sobre un fondo negro y tanta fantástica literatura que se va hilando sobre el paño de un perfume que podría confirmar que la belleza es fugaz… la belleza inasible que se intuye en una lágrima de acuarela o el destello de una estatua supuestamente inmóvil y en el misterio de un laberinto infinito. Quizá por ello, las siglas de Franco María Ricci que dieron sello a su obra —cada uno de los números de su revista y cada uno de los maravillosos libros de su sello editorial—, repito: quizá por eso, esas siglas FMR, pronunciadas en francés honran a lo efímero.
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