Mamá Grande
Siempre, la mirada que sonreía enmarcada en los pómulos gruesos de una mujer que parecía anclada en la Tierra y su realidad, para que Gabo volara las nubes y flotara sin tiempo entre sueños y sílabas
Por esta rara peste del insomnio será imposible asistir a los funerales de la Mamá Grande. También porque no me lo puedo creer, porque me duele tanto. Más bien, prefiero imaginar un sendero en medio de la selva, cerca de donde hallaron una armadura medieval oxidada y casi olvidada, y por esa vereda se abre una sonrisa del Sol y Gabriel García Márquez abre los brazos en flor para volver a abrazarla.
Mercedes Barcha Pardo y Gabito se conocieron en Sucre desde niños y entre ambos supieron desde el primer instante que la hija del boticario se casaría con el hijo del telegrafista de Aracataca, sin imaginar que entre ambos habrían de cambiarle la cara al mundo para siempre. Se miraban a los ojos durante años, incluso en las cartas que se enviaban por encima del Atlántico, cuando Gabo era quizá no tan feliz e indocumentado, con ese frío de perro azul en París desde donde le escribió al padre de Mercedes una carta que era pedida de mano, aunque los novios se habían jurado matrimonio desde los 12 años de edad.
Muchos años después, frente al telón de una vida que se construyó en plural Mercedes confirmaría que su padre ni abrió la carta que llegó desde París y quiso el azar que el mero día de la boda quién más lloraba era precisamente el padre de la novia, hasta que los acompañó al pie de la escalerilla de un avión que habría de llevar a la pareja de recién casados a Caracas (no en luna de miel, sino en una oportunidad de trabajo para quien era no más que periodista. Nada menos.) Se sabe que antes de abordar la nave, el novio secó las lágrimas del recién suegro asegurándole que proponía convertirse en el mejor escritor del mundo y que a su hija jamás le faltaría de nada.
Si ese sueño se cumplió no fue solamente por la inmensa selva de literatura inconmensurable que se enredaba en la cabeza de Gabo, sino por ella también: es Mercedes quien sostuvo como roble la unidad y fortaleza de todos los techos y lechos donde forjaron hogar. Madre ejemplar y decidida en que los horarios del mundo y las rutinas de las escuelas de los hijos o las obligaciones de la calle no rompieran el invisible santuario detrás de una inmensa sábana donde Gabo cuajó Cien años de soledad, al tiempo en que sus hijos y los amiguitos de sus hijos apenas aprendían a leer. Mi corazón está hoy con Rodrigo y Gonzalo, con las nueras y los nietos, y con cada uno de los millones de lectores que perciben la inmensa nube de mariposas amarillas como niebla sinfónica en medio de una selva de hermosos recuerdos, pero sobre todo, la increíble y feliz historia de un amor que cristalizó en una suma de millones de instantes, micropartículas fugaces del tiempo, todo el tiempo hasta sumar no solo el siglo que merecen los amores como segunda oportunidad sobre la Tierra, sino como novela en tiempos de cualquier cólera.
Mercedes, Mamá Grande, Gaba en toda la extensión del apodo cuando se confirma que no hay párrafo que no le fue leído a ella antes que a nadie y que hay frases que inauguraron una novísima cara de la literatura mundial que solo ella —quizá también los niños— escuchó al volante de un auto rumbo al mar. Unidos por desvelos inquietantes y todo el júbilo que sigue palpándose en los charcos helados de Estocolmo cada vez que nace el próximo lector hipnotizado por las letras de un hombre que bailó alrededor de Mercedes con las manos abiertas en palmas y agachándose como un guajiro de vallenato en verso, tal como toda su literatura de vida en novelas y cuentos, crónicas y reportajes, guiones y entrevistas donde inevitablemente se le ve en la retina la cara de la Gaba, la que lo acompaña en silencio y la que hizo las cuentas de la compra, tintorería, escuelas y todos los gastos que precisaban pedir prestados para que el hombre se pudiera encerrar tras la sábana y cuajar de una vez por todas la novela que reúne en sus páginas todo un continente y todo el tiempo, todo el tiempo que heredan los poetas y que llevan tatuados en la piel cada uno de los lectores que han visto la prodigiosa fotografía de la pareja besándose en el amanecer anónimo de su jardín, luego de que llamaron de Suecia o las entrañables sonrisas cómplices que se les dibujan a la salida del templo de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro en Barranquilla, el día que se casaron ya para siempre.
Siempre es hoy, donde el tiempo se pierde en una selva de letras. Siempre, la mirada que sonreía enmarcada en los pómulos gruesos de una mujer que parecía hija del río Nilo, anclada en la Tierra y su realidad, precisamente para que Gabo volara las nubes y flotara sin tiempo entre sueños y sílabas. “En mi casa se hace lo que yo obedezco”, dijo al pie del teclado quien quedó desde niño prendado a la piel y persona de una mujer admirable, hecha árbol de luminosa sombra, ramas anchas de contados abrazos que sonaban como hojas al viento y ronca voz inexplicablemente tersa al mismo tiempo; férrea dulzura de la Gaba que parecía estar siempre en más de dos lugares a la vez y que incluso consta que sonreía cuando se desató la lluvia más larga como llanto aguantado, el día en que una fila interminable de lectores en todos los idiomas abrieron sus ejemplares atesorados bajo la almohada para confirmar el invaluable milagro de toda la literatura que llegó para quedarse y recordar que siempre habrá un mundo mejor que este, por donde camina descalza la niña abuela, Mamá Grande y joven recién casada por un sendero de silencio feliz para volver a andar —ya para siempre, de nuevo en la eternidad— de la mano y juntos quienes escribieron con un corazón a dos almas Vivir para vernos.
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