Una guía sobre chocolate: el grano ancestral que se come y bebe
La Rifa, que trabaja con familias de Tabasco y Chiapas, trae productos hechos con cacao 100% mexicano
“Lo que nos ha enseñado el cacao es que nuestra alimentación es una posibilidad de defender la vida y los territorios desde el campo, también desde la ciudad”, dice Daniel Reza, fundador de La Rifa Chocolatería, ubicada en la colonia Juárez y enfocada en el cacao, sus productos y en difundir la importancia de este grano en nuestra cultura, historia, gastronomía y alimentación.
La Rifa en apariencia es un lugar para beber chocolate, a segunda vista descubres un menú que abarca desde el chocolate en barra, en tableta, como cubierta o ingrediente principal en panadería, en tamales, en paletas y otros que van apareciendo según las temporadas, por ejemplo una barra rellena de caramelo con calabaza en tacha o un pan de muerto cubierto de una capa de chocolate.
A nosotros nos toma unos segundos devorar estas delicias, pero han pasado meses desde que una semilla germinó, creció y la cosecharon en un cacaotal ancestral, al cuidado de generaciones de campesinos. Según Reza “uno de los retos más grandes es el relevo generacional. Y una forma de atraer a los chavos es lamentablemente o afortunadamente la lana (dinero)”. Los nietos y nietas de hombres y mujeres que se han ajado las manos arrancando estos frutos, removiendo la tierra o quitando la plaga, están dispuestos a seguir con esta labor solo a cambio de más dinero. Pagar precios altos por un buen cacao no está mal, este grano es un lujo, lo sabemos ahora y lo sabían nuestros antepasados.

Aunque el cacao es originario de Brasil, fueron las civilizaciones mesoamericanas quienes se enamoraron de esta semilla, al grado de convertirla en su moneda y en bebida ceremonial. Reza explica la confusión histórica sobre el acta de nacimiento del cacao: “Su origen biológico está al norte del Amazonas, pero donde se comienza una alianza con el cacao, de si yo lo cuido voy a tener para mi consumo es en Mesoamérica.. Y como con el maíz, al final la gente va dependiendo de las semillas que más les gustan o que cumplen una función nutricional”.
“Domesticación” entrecomillada porque el cacao sigue siendo bastante salvaje en México, crece en lugares húmedos a la sombra de otros árboles y disfruta de la diversidad biológica. Reza dice que, “va un paso atrás de lo que conocemos como agricultura; más que un sistema intensivo es de recolección”. Hay tres diferentes especies y algunas veces conviven en una misma planta; dependen del suelo por eso hay granos más amargos, salinos o minerales, o que pueden llegar a dar notas de frutos rojos.
Esta diversidad de sabores queda opacada ante el chocolate genérico al cual nos hicimos fanáticos siendo niños. De acuerdo a Reza, “la gran industria está pagando estudios para decir dónde se consumió primero, y la prueba más fehaciente de que fue aquí es que todavía existen bebidas tradicionales de cacao. Además la gran diferencia entre los cacaoteros del mundo y los de México, es que aquí antes de querer venderlo, primero lo toman. Los campesinos están pensando en cual cacao le gustaba a su abuelo y a su papá, o cuál es el que más me compra la gente del pueblo”.

En Tabasco, por ejemplo, las personas preparan pozol. Una bebida café blancuzca en la cual se mezclan maíz con cacao molido, y se sirve en jícaras a temperatura ambiente o frío. El cacao se lava antes de la molienda; este proceso creado por las civilizaciones indígenas locales consiste en desprender las semillas de la pulpa —el fruto del cacao es similar al interior de una guanábana— lavarlas y consumirlas.
Los europeos inventaron un proceso distinto, fermentaron las semillas y las tostaron, las molieron hasta obtener una pasta, la mezclaron con azúcar y así crearon el chocolate comestible. “Los indígenas lo bebían, los europeos comenzaron a comerlo y lo convirtieron en una golosina”, dice Reza.
El cacao desprovisto del azúcar es muy nutritivo y sin duda es delicioso como postre, lo cuestionable en algunos casos es la industrialización. Unas líneas atrás mencioné que no estaba cien por ciento domesticado, me refería a los cacaotales ancestrales regidos por los ciclos naturales. Sin embargo, el hombre sí ha hallado la forma de cultivarlo en masa. Reza cuenta que, “es muy triste, actualmente la mayoría o todas las golosinas industriales con sabor a chocolate provienen de cacaos de monocultivos que están devastando selvas y están relacionados con la trata de personas. Entonces, cada que regalamos una de esas golosinas estamos regalando algo que está afectando un sitio del otro lado del mundo”.
Reza fundó La Rifa en 2013 porque se sintió atraído por el chocolate en la gastronomía y mientras investigaba más, comprendió la necesidad de crear conciencia sobre nuestro cacao y a la par generar un mercado justo entre los productores y él, quien es quien lo transforma junto con un equipo de personas. “Colaboramos y caminamos juntos. Al final buscamos construir relaciones basadas en el respeto. Respetarlos a los campesinos, ellos nos respetan a nosotros, respetamos a la Madre Tierra y al cacao”.

Bajo esta consigna La Rifa es un enlace entre el campo y la ciudad, un expendio y sobre todo una mini fábrica donde tuestan los granos, les quitan la cáscara, los muelen, los refinan y los convierten en chocolate de mesa, de barra y de repostería. No toda su producción está en estos anaqueles, en ocasiones hacen colaboraciones. La más reciente es una barra de cacao Blanco Jaguar cultivado por la Familia Mendoza, una edición especial para el famoso restaurante Noma, en Copenhague. Así mismo son proveedores de reposteros y panaderos tan importantes como Richard Hart.
Una “simple” taza de chocolate espumoso caliente de La Rifa no solo reconfortante, es muy importante: contiene la labor incansable de una campesina de la selva tabasqueña; las ideas de un equipo que cada cierto tiempo innova sabores, combinaciones y posibles presentaciones chocolateras; y como comensales al elegirla estamos aportando nuestro granito de arena a una cadena productiva local en peligro de extinción, una parte de nuestra biodiversidad y cultura culinaria que ojalá prevalezca muchos siglos más.


