‘En la montaña’, adelanto del libro de Diego Enrique Osorno
La última obra del reportero mexicano, con la que ganó el Premio Anagrama / Fundación Giangiacomo Feltrinelli, tiene como hilo conductor el viaje en barco del EZLN
El viaje que hará el lector tiene como punto de partida una travesía organizada por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) a través del océano Atlántico en medio de la pandemia.
La invitación a subir a un barco para documentar una nueva gesta de los pueblos originarios mayas que se alzaron en armas en 1994 detonó una serie de preguntas sobre los oscuroclaros de la realidad que me ha tocado reportear en México.
De ahí que el puerto de salida de este libro esté cubierto de sombras, entre las que trato de mirar la forma en que la clase política nacional se aprovechó de una supuesta guerra contra el narco, impulsada por la lógica neoliberal que se asentó a partir del Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos y Canadá, para obtener poder envolviendo de muerte a un país más ensangrentado que cualquier dictadura latinoamericana del siglo pasado.
Nosotros, la generación a la que marcó la esperanza irradiada por la insurrección zapatista de los noventa, quedamos así atrapados en una niebla que aún no hemos podido disipar.
En la segunda parada del viaje intento sumergirme en la historia del levantamiento armado y en algunas de las experiencias de organización y resistencia lanzadas después por las comunidades zapatistas, a través de entrevistas con los subcomandantes Galeano y Moisés, voceros y jefes militares del ejército indígena.
El viaje desemboca así en un relato coral de viva voz de los delegados civiles de origen tzeltal, tzotzil, chol y tojolabal designados por sus pueblos rebeldes para navegar rumbo a Slumil K’ajxemk’op, que se entrelaza en espiral con otras voces de marineros y polizones para buscar luces colectivas de una lucha en constante metamorfosis, empeñada en defender la vida en las montañas de Chiapas y en mares del mundo que les son desconocidos.
Bienvenidos a bordo.
1. PUERTO DE SALIDA: SOMBRAS
Dormidos en la bodega del barco, los libros despiertan con el vaivén de las olas crecientes. Resguardados por acero mojado, junto a libretas que registran las voces de esta extraña odisea, ofrecen un espectáculo indescifrable a medida que la nave atraviesa aguas cada vez más turbias.
De repente se rebelan a la gravedad. Abren sus páginas hasta alcanzar la postura de un murciélago listo a sobrevolar la madrugada, prestos a recuperar su antigua condición misteriosa, deseosos de contagiar una literatosis vibrante, el único escape posible del experimento a bordo.
El velero se transforma en una biblioteca minimalista y secreta, donde no hay gatos ni libreros ni silencio ni desierto, pero sí un vértigo de la memoria que amaina la ansiedad y el desasosiego del mar. Apenas escribo esto, una nueva ola, más grande que la anterior, golpea estribor y desata la alarma afuera, entre la guardia que vigila el curso de las cosas. (No oigo la alarma, pero la puedo imaginar, ya que también a eso me dedico.)
Encajonado en el camastro, mi columna vertebral vibra al ritmo de las velas en popa. Extraño la calma terrestre. Parece caos, pero no es caos.
Esto es lo que sucede cuando una montaña decide atravesar el mar. Los libros no lo entienden aún y caen por la bodega; entre latas con provisiones de arroz chino, frijoles en bola y chile piquín, van y vienen, aprenden a jugar en medio del estrago, se dejan llevar por las circunstancias, desisten de ser lo que son para vivir la inercia vana.
No sé cómo reaccionar. Dudo entre ir a salvarlos y ordenarlos en el mismo espacio en el que se encontraban, o guardarlos en la mochila donde están las libretas de notas, por si llega una ola más grande.
El tiempo transcurre. Mi guardia terminó hace tiempo. Tendría que descansar antes de las nuevas faenas, pero siento que debo salir ahora de la bodega para ir a apoyar a los otros, por lo menos con mi presencia, en esta aventura en la que viajan estos libros insumisos intuyendo que su bamboleo contiene el único sentido de cualquier travesía: explorar límites.
NORTE
Aterrizas. Aunque disimulas calma, tu pulso no para de aumentar. Existe una posibilidad real de entrevistarte con Ismael Zambada, el jefe más antiguo de la mafia en México, que sigue operando desde la clandestinidad en algún lugar del norte del país bajo el apodo del Mayo en alusión a un segundo nombre, Mario, por el que nadie lo conoce.
Recibes la invitación mientras investigas la violencia imparable que ha llevado a la democracia mexicana del siglo XXI a registrar más actos de tortura, desapariciones y ejecuciones que cualquier dictadura latinoamericana del siglo XX.
Tras varios meses de conversaciones ha llegado el momento de viajar al encuentro de un capo con algún tipo de poder especial, que le permite llevar más de cincuenta años en el negocio de las drogas ilegales sin haber pisado la cárcel.
Algo que te interesa comprender son las claves de la barbarie desatada en medio de la crisis social y política del año 2006, cuando el recién instalado presidente, Felipe Calderón, declaró una supuesta guerra contra el narco que colmó de sangre y dolor decenas de pueblos y ciudades, convertidos en tierra sepulcral.
Te preocupa la logística del viaje, pero está claro que, una vez confirmada la invitación, acudirás a la cita: como otras veces, impera lo intuitivo, cierto deber de buscar los silencios importantes en medio del ruido. Invocas a Julio Scherer García, referente del periodismo mexicano, quien, a sus ochenta y cuatro años y a pesar del acoso oficial, logró reunirse de manera clandestina en 2010 con el Mayo.
Once años después, en la primavera pandémica de 2021, aunque eres agnóstico, deseas creer que san Julio Scherer te acompaña en el incierto camino por atravesar.
SUR
La historia de la montaña navegante también comenzó en la primavera pandémica de 2021, cuando recibí el mensaje telefónico de un integrante del equipo de enlace del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), el grupo guerrillero formado por miles de indígenas de ascendencia maya, que se alzó en armas el 1 de enero de 1994 en Chiapas y alteró la consciencia de la realidad de un México que se disponía a celebrar ese día la llegada del sueño norteamericano, con la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio (TLC) con Canadá y Estados Unidos.
Meses antes de recibir aquel SMS había planteado a la comandancia del EZLN mi interés en documentar la forma en que, casi treinta años después de su alzamiento, seguían expandiendo su presencia por las montañas del sur del país pese al cerco militar en su contra, la violencia generalizada y la retirada del apoyo de muchos simpatizantes urbanos de antaño, que ahora se lo proporcionaban a Andrés Manuel López Obrador, un líder nacionalista que había logrado ganar la presidencia de la República en su tercer intento.
Con voluntad de hierro y una resistencia creativa, los zapatistas habían logrado mantener un gobierno al margen de los poderes oficiales y fácticos que regían al resto del país. En 2018 habían pasado de tener cinco a doce Caracoles, el nombre dado a las sedes regionales de su sistema autónomo de gobierno.
La expansión zapatista de sus espacios de organización colectiva había pasado desapercibida por los grandes medios de comunicación y las redes sociales, volcadas al frenesí electoral y la llegada al poder de López Obrador.
Después, la pandemia hizo su aparición y, ante el desconcierto global – y mi desorientación personal–, anhelé aún más ir a las comunidades zapatistas para reportear su activo proceso de recuperación de tierras y entender la forma en que estaban encarando la contingencia sanitaria.
Aquel día que recibí el mensaje telefónico de texto pensé que la comunicación tendría algo que ver con esas solicitudes que había hecho meses atrás. Minutos después llegó otro mensaje en el que me pedían estar disponible para recibir una llamada en la que se me comunicaría algo importante.
Habíamos planeado salir por la tarde a pasar el fin de semana en familia a una playa cercana. Avisé que deberíamos esperar un rato, por lo que mi compañera e hijos salieron a hacer vueltas mientras recibía la llamada de Chiapas.
El teléfono sonó a la hora indicada. Del otro lado estaba un vocero zapatista que, tras saludarme, preguntó a bocajarro qué planes tenía para los meses de abril, mayo y junio enpuertas. Respondí que, entre otras labores, trabajaría en un documental sobre un asesino de los años cincuenta en Monterrey, que había inspirado la creación del célebre villano Hannibal Lecter.
Mi interlocutor comentó, jocoso, que tendría que cambiar de planes. Informó que una delegación del EZLN haría un viaje en barco para dar inicio a una travesía por los cinco continentes a lo largo de los próximos años. Sus palabras me sorprendieron. A través de comunicados, los zapatistas habían anunciado que navegarían por los mares del mundo en busca de otros horizontes, sin precisar cuándo ni cómo llevarían a cabo una acción que, hasta el momento de la llamada, me parecía un anuncio más literario que literal.
Escuché los detalles logísticos hasta llegar al que parecía el punto principal de la charla: los pueblos rebeldes habían decidido que, a bordo de la montaña marina que iban a enviar, viajara un testigo externo que pudiera dejar registro del hecho histórico.
Pensaban que ese «otro» a bordo podría ser yo. Tardé segundos en procesar la invitación, balbuceando fonemas y onomatopeyas de gratitud, para luego aceptar emocionado, aunque advertí que estaba en malas condiciones físicas y, para colmo, no sabía nadar. Mi interlocutor respondió que algunos enviados zapatistas ni siquiera habían visto el mar.
Se me explicó que tendría libertad total de narrar lo que viviera en el viaje. Solo se me pidió que, en las imágenes que captara, solo procurar que los viajeros zapatistas aparecieran con el rostro cubierto por los pasamontañas que simbolizaban su lucha o el tapabocas ahora en boga.
No como solicitud, sino como requisito puntual no negociable, se me informó que cada miembro de mi familia debía autorizar la subida a la montaña a través de cartas dirigidas a la organización, en las cuales tenían que dar el permiso correspondiente.
Al terminar la llamada, una rara felicidad entremezclada con miedo iba y venía dentro de mí. Mi familia volvió de sus vueltas, a la espera de las noticias de Chiapas. Estimaban que el viaje a la playa estaba en riesgo de cancelarse porque tendría que salir de forma imprevista a algún lugar a cubrir o filmar algo.
Les dije que podíamos irnos en cuanto estuvieran listos, ya les contaría luego las noticias recibidas. Casi no hablé durante la hora de camino que hicimos, la cual pasé escuchando música de Juan Cirerol con la mirada fija en la grava volcánica de la carretera. Por mi cabeza desfilaban imágenes y emociones que iban desde tormentas, mareos y olas gigantes, hasta nervios, alegría y angustia. Quería ordenar un poco ese soliloquio íntimo antes de contarles lo que acababa de ocurrir.
Ya en la playa, tras instalarnos, salimos a caminar. El mar estaba agitado la tarde que les hablé de la invitación zapatista para cruzar el Atlántico en una montaña.
(********)
NORTE
Tras aterrizar, esperas indicaciones. La discreción impera. Te mueven de un punto a otro, y luego de ese otro punto a uno más allá hasta llegar a un lugar en el que aguardas más tiempo, mientras atajas la incertidumbre en ese sitio que se siente tan solitario como el mar.
Anochece y te mueven a un espacio abierto para esperar la que será, parece, la señal definitiva. Así transcurren dos horas bajo una intensa quietud, con el motor del vehículo siempre encendido, hasta que regresan a uno de los puntos que habían visitado antes. La señal enviada indica esperar. Como decía Lenin, la confianza está bien, pero el control es mejor: esa noche no saldrán hacia el lugar final del encuentro.
Otra noche sin dormir.
En la vigilia crees que en cualquier momento de la madrugada puede llegar la señal y partirán de inmediato de ahí a quién sabe dónde. Por eso te acuestas con las botas puestas. No duermes porque piensas tonterías como si debes usar o no tapabocas durante la reunión, y revisas de nuevo cuáles son los temas que vale la pena priorizar en la media hora que, se te ha advertido, durará la cita.
No sabes por qué, pero te viene a la cabeza Las alas del deseo, de Wim Wenders. Te reconforta que haya irrumpido en tu agitado flujo de consciencia. En específico, recuerdas la escena en la que el ángel Homero deambula con un soliloquio: “Mis héroes ya no son los guerreros y los reyes, sino las cosas de la paz... Pero nadie ha logrado hasta ahora cantar una epopeya de la paz. ¿Qué hay de malo en la paz, que su inspiración no perdura? ¿Qué hay de malo en ella, que su historia apenas se cuenta?”.
A la mañana siguiente se mantiene la alerta, pero también la espera. Te la pasas intentando leer un ensayo de Houellebecq sobre Lovecraft sin lograr la concentración necesaria. Es obvio que la vida no tiene sentido, pero tampoco la muerte: es la única frase que retienes.
Por la tarde recibes una nueva señal para estar alerta. Minutos después llega por ti una comitiva que te traslada a toda velocidad, la cual muta de vehículos en diversas ocasiones hasta arribar a algún lugar completamente desconocido en medio de la montaña, en medio de la nada.
La realidad también es algo que se siente. Tu complejo de periodista que quiso ser poeta suele aflorar en momentos extremos. Aunque no estás seguro de acercarte a la verdad, hay una sensación intensa que te recorre el cuerpo y te hace sentir que lo que estás viviendo es algo REAL.
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